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jueves, 8 de noviembre de 2001

Villoro | Globalización y Terrorismo

Mucho está ocurriendo en el plano internacional desde el 11 de septiembre.

Estados Unidos ha aprovechado para hacer patente su poderío militar que es casi tan grande como su desdén por la legalidad internacional.

Los estados rémora de Washington han aprovechado a su vez para sacar provecho de la situación, crispando aún más sus propios conflictos, como es el caso del estado español que, en medio de el torrente de noticias acerca de las novedosas armas que se utilizan en contra del Talibán en Afganistán estrena sus propias armas.

¿Cuáles son esas armas?

Piezas de legislación que se elaboran exprofeso para cerrar la pinza en contra del pueblo vasco; por un lado la represión policial y por el otro lado, jueces ya de por sí acostumbrados a aplicar castigos draconianos desde los tiempos de Francisco Franco provistos de leyes a modo.

Ejemplo de ello, su criminalización de la actividad desarrollada por los abogados de Gestoras Pro Amnistia y del colectivo Senideak, compuesto por padres de familia de los presos políticos vascos.

Pues bien, hemos encontrado este artículo de opinión que consideramos ayuda a entender lo que estamos planteando.

Adelante con su lectura y análisis:


Globalización y terrorismo

Juan Villoro | Texto leído en la Fundación Heberto Castillo

Todo terrorismo es un crimen. Nada puede justificarlo. Pero si queremos eliminarlo tenemos que intentar explicarlo. Ningún mal puede combatirse si nos cegamos a sus causas. Comprender el porqué del terrorismo no es justificarlo.

Partiendo de la hipótesis que atribuye a grupos árabes la responsabilidad del actual terrorismo, se ha aducido una primera explicación causal. Desde hace siglos el Islam ha sido víctima de la persecución violenta de Occidente. Pero no es necesario remitirnos al pasado. Basta con detenernos en el siglo XX y recordar tantos episodios en que los países árabes fueron engañados, expoliados por las potencias occidentales, las europeas primero, la estadunidense después: la promesa y traición a los árabes de Medio Oriente después de la Primera Guerra Mundial (recuerden a Lawrence de Arabia), la guerra del canal de Suez, la colonización violenta de Palestina, los 500 mil niños muertos en Irak por el bloqueo, Somalia, Libia, el sostén de los regímenes tiránicos, el desprecio del pueblo creyente. El sentimiento constante de ser humillados puede dar lugar al rencor y la desesperación que sólo se satisface con la destrucción de quien nos humilla.

Esa explicación puede ser correcta pero, en mi opinión, es insuficiente. Una comprensión más cabal del fenómeno tendría que cavar hasta sus raíces, y sus raíces están en la situación global del planeta, tomada en su conjunto.

Los procesos de globalización han tenido un resultado: 50 por ciento de la humanidad sobrevive con un ingreso menor a dos dólares diarios (60 mensuales), mientras unos cuantos individuos disfrutan de una fortuna igual a ese 50 por ciento de la humanidad (son cifras del Banco Mundial). El mundo está dividido en dos partes. La mitad está excluida de cualquier beneficio del desarrollo, desprovista de las condiciones que permiten una vida humana con un mínimo de dignidad. Y esa mitad se concentra en los países del llamado Tercer Mundo.

La desigualdad mundial deriva de un poder doble: económico, en primer lugar; poder nuevo que no obedece a ninguna norma nacional ni internacional y se ejerce por encima de todos los Estados; poder militar, en segundo lugar, con un solo centro después del fin de la guerra fría; Estados Unidos y sus aliados europeos. El doble poder necesita mantener la desigualdad mundial para ejercerse. ¿No es éste el caldo de cultivo perfecto para actitudes desesperadas contra la opresión y la injusticia?

Ante la desigualdad global, el terrorismo cobra un carácter igualmente global. Hasta ahora habríamos conocido un terrorismo dirigido contra un poder nacional específico. Recordemos los atentados anarquistas del siglo antepasado o las actividades de grupos que se proclaman revolucionarios o patriotas, como el IRA en Irlanda o la ETA en España. Tanto el terrorismo como su enemigo se enfrentaban en el interior del sistema de poder de un Estado. A partir del 11 de septiembre el terrorismo no puede reducirse al interior de un Estado nacional. Puede darse en cualquier país y su objetivo puede estar en cualquier parte. El subcomandante Marcos señalaba que la "cuarta guerra mundial" se inicia con el poder global de la economía y las comunicaciones; en consecuencia -decía-, la oposición violenta a la globalización tiene también una manifestación global; la guerra se libra entre sujetos que no tienen un rostro ni una identidad nacional. El acto del 11 de septiembre le da la razón.

Una señal clara de la globalización del terrorismo es su dirección contra los dos símbolos del doble dominio mundial: el Centro Mundial de Comercio, en las Torres Gemelas, expresión del poder económico globalizado, y el Pentágono, cabeza del poder militar dominante en el mundo.

Al terrorismo global responde una guerra igualmente global. No es una guerra declarada de un Estado contra otro ni se puede precisar contra qué comunidad va dirigida; en principio, podría dirigirse contra cualquier país que se relacionara con un grupo calificado de terrorista. Acción y reacción tienen la misma característica: se efectúan al margen de cualquier regulación que marque las relaciones entre Estados soberanos.

¿Cómo concebir un escenario en el que se dan ese género de acciones y reacciones violentas no sujetas a ninguna regulación? El primer teórico del Estado moderno, Thomas Hobbes, imaginó un escenario semejante. ¿Cuál sería la situación en que muchos hombres convivieran sin estar sujetos a ninguna regulación estatal? Ese escenario corresponde al llamado, en la época, "estado de naturaleza". En ese estado, anterior a cualquier regla jurídica, cada quien se hace justicia por propia mano, cada quien intenta imponer su voluntad a los otros y contestar a la violencia ajena con la propia violencia. El resultado es un estado de guerra de todos contra todos. Todos viven bajo el miedo de sucumbir a manos del otro. Es el reino del terror absoluto.

Pues bien, el terrorismo globalizado y su respuesta de guerra generalizada son un regreso al "estado de naturaleza", pero esta vez a nivel mundial.

Sólo hay una salida al estado de terror permanente: remplazar la guerra universal por el acuerdo. En el acuerdo se establece el orden legal y con él puede nacer la justicia. Este proceso, en el que veía Hobbes el nacimiento del Estado, se reproduce ahora a escala mundial. Ante la barbarie generalizada sólo hay dos posibilidades encontradas: la primera es prolongar el "estado de naturaleza" bajo el domino de un solo poder hegemónico que imponga su arbitrio a los demás. Es la solución del despotismo a escala planetaria. Esa vía no suprime las causas de la guerra de todos contra todos, sólo la reduce a una guerra dirigida por un único poder. La alternativa es la equivalente al convenio que dio origen al Estado nacional: el acuerdo racional sobre un orden normativo al que se someta el arbitrio de los poderes en guerra.

Desde hace cinco siglos se anuncia la posibilidad de la convergencia de todas las culturas en una cultura universal. En el siglo XX se logró la unificación parcial de todas las culturas en ciertos aspectos: en el conocimiento científico y tecnológico, en las redes de comunicación, principalmente. Pero lo que no se logró fue el establecimiento de un orden jurídico coactivo, a nivel mundial, que propiciara la disminución de la injusticia. Esa ha sido nuestra gran falla.

Las resoluciones de la asamblea general de la ONU contra intervenciones, guerras y genocidios, no pueden llevarse al cabo porque se enfrentan al veto de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Por semejante razón, los convenios sobre un nuevo orden económico más justo quedan sin efecto. No existe un poder judicial internacional efectivo. El Tribunal Internacional de Justicia, con sede en La Haya, sólo actúa a petición de parte y los gobiernos no están obligados a seguir sus sentencias. El proyecto de un tribunal penal internacional, propuesto en la reunión de Roma, no ha podido realizarse por el rechazo de los países desarrollados, en particular de Estados Unidos.

El estado de terror mundial no podrá evitarse mientras no exista un orden jurídico internacional, con facultades coactivas, capaz de perseguir y someter a juicio a los terroristas y de juzgar las acciones arbitrarias de cualquier Estado que dan lugar al terrorismo. Se podrán eliminar muchos terroristas, pero si subsiste la situación de desigualdad atroz en el mundo permanecerá intacta la fuente de la que brotarán nuevos hombres dispuestos a morir y matar. El círculo de la violencia se acrecentará.

Un orden jurídico internacional sólo podrá detener la guerra de todos contra todos en la medida en que cuente con un acuerdo general. Sólo así podrá avanzar en la eliminación progresiva de la causa de la guerra: la situación de injusticia entre las naciones.

La instauración de un orden mundial que permita la disminución de la desigualdad, el uso racional de los recursos del planeta, en el reconocimiento recíproco de todas las culturas, es una exigencia moral. Kant, en el siglo de las luces, ya veía que el establecimiento de una "paz perpetua", basada en un orden jurídico mundial, era un requisito de la razón práctica. Pero, por desgracia, los dictados de la razón no son suficientes para mover, por ellos mismos, a las naciones. Es el ansia de poder y la necesidad de sobrevivir las que los impulsa. Una exigencia de la razón moral puede realizarse cuando responde a la vez a una necesidad egoísta. En el momento actual esa necesidad es liberarnos del terror y del ciclo mortal de la violencia.

Así como el Estado pudo haber nacido del miedo a la muerte violenta a manos de los otros, como pensaba Hobbes, así también un nuevo orden racional podría nacer en el mundo de la necesidad de eliminar el terror. Porque la vía hacia un orden ético superior pasa siempre, en la historia, por caminos retorcidos.

Estamos ante un momento decisivo. Por un lado, la complicidad con la guerra que, de hecho, agudiza el estado global de terror, por el otro, la edificación de un orden mundial capaz de hacerle frente. Alternativa entre el regreso a la barbarie y la apuesta por edificar un orden de convivencia racional.

Todos los países se enfrentan en este momento a ese dilema. Todos tienen la responsabilidad de elegir. México tiene que decidir de cuál lado de la alternativa debe colocarse. Hasta ahora parece que nuestro gobierno hubiera sucumbido a la tentación de seguir la opción más fácil: sumarse a la alianza mundial que pretende combatir el terror con más terror. Pero nuestro país cuenta con una tradición de la que podemos sentirnos orgullosos. Aun en el periodo en que imperaba en el interior el autoritarismo y la corrupción, la política exterior de México estuvo orientada por asegurar la paz, oponerse a las injusticias de los Estados agresores y defender a los débiles y, sobre todo, por colaborar en la constitución de un orden jurídico mundial que combatiera las desigualdades. Continuar con esa digna tradición nos impediría actuar como cómplices de la guerra que prolonga el terror.

En muchos países sube poco a poco el clamor contra la guerra global. Respaldados por nuestra propia tradición, los ciudadanos mexicanos deberíamos hacer oír nuestra voz en repudio del terrorismo, de la guerra que lo alimenta y a favor de la construcción paulatina de un orden mundial que eliminara la enorme desigualdad que sume en la desesperanza a la mitad del planeta.




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