Desde su perfil de Facebook traemos a ustedes este texto que pensamos, ayudará en el análisis de la coyuntura que nos ha tocado vivir en los albores del Siglo XXI:
Identificando el campo de batalla
Iñaki EgañaLa guerra es la continuidad de la política por otros medios. Un clásico que nos lleva a una conclusión también común: todo es política. Ya Platón, Aristóteles, Locke, incluso Maquiavelo, definieron la política, o su filosofía, desde un punto de vista que hoy marcaríamos con el apellido “occidental”, quizás por nuestra petulancia, con mayúscula. Y en estos tiempos de acontecimientos, asimismo con mayúscula, en los que el (des)orden mundial forjado tras la finalización de la Segunda Guerra mundial ha saltado por los aires, las incertidumbres y la apertura de un insólito tempo político, abren nuevas lecturas de inteligencia estratégica.
Sucede, sin embargo, que los actores que dieron cuerpo al orden mundial, mantienen su naturaleza surgida en tiempos de la colonización occidental del planeta, abandonando organismos como la OMS (Organización Mundial de la Salud), CDHNU (Derechos Humanos), Acuerdo de París de 2016 (control de emisiones) y amenazando con hacerlo del FMI, Banco Mundial y la OMC. Ese Occidente, sin señalarlo explícitamente, ya han destruido las convecciones de Ginebra y las múltiples disposiciones del Derecho Internacional Humanitario en diversos escenarios (el genocidio de Gaza el más visual), con el liderazgo de EEUU-Israel y la Unión Europea, en particular Berlín, Londres y París. Un proyecto para mantener un mundo unipolar, a través de los viejos argumentos de la colonización -despojo económico, conquista militar, extracción de recursos y categorización humana- y hacer buena la lectura que hizo Fukuyama, a la conclusión de la Guerra Fría, del fin de la historia. Dejar todo como estaba, con Occidente gestionando el planeta a su antojo. La victoria final del (neo)liberalismo.
Esta visión excluyente, que descalifica al conjunto de la humanidad, ha tenido un componente que en estos últimos años ha destacado notablemente. La naturaleza engreída de Occidente ha llevado a infravalorar no sólo los valores del resto del planeta, sino que, en esa línea arrogante, ha convertido su modelo de “democracia” en argumento para justificar sus ofensivas militares y económicas, minimizando también la posibilidad de que afuera de ese marco, pudieran surgir y desarrollarse otras comunidades exitosas, o al menos estables. Esta infravaloración -continuando con los análisis de inteligencia de las últimas décadas- ha sido especialmente notoria en la llamada “Guerra de los 12 días de Irán”, donde Occidente supuso lo habitual. Que un bombardeo masivo de diversos enclaves estratégicos de Teherán y otras ciudades, más la eliminación de sus responsables, llevaría al colapso de la república islámica, el levantamiento de su pueblo y la vuelta de Reza Pahlavi para instaurar la “democracia”. A pesar de los daños evidentes, el apoyo popular al régimen y la réplica iraní sobre Israel, con la destrucción de sus bases estratégicas, sorprendió aparentemente al consorcio militar que decretó una férrea censura y exigió una tregua inmediata. El colapso cambiaba de trinchera. Similar situación se había repetido en Ucrania desde el golpe de Estado de 2014 y la apertura de una guerra aún abierta. Cuando en 2022 Kiev y Moscú llegaron a un acuerdo en Estambul para frenar el conflicto, la OTAN decidió torpedearlo. Ejecutó al negociador ucraniano y abrió sus bases a una guerra clásica: vencedores y vencidos. El reciente enfrentamiento entre Pakistán e India, saldado en unos pocos días tras la supremacía de los aviones J-10C chinos utilizados por Karachi frente a los Rafale franceses de Delhi, parte, asimismo, de una misma lectura. Occidente tiene los mimbres tecnológicos y militares para dominar el planeta. El resto de la humanidad sigue en las cavernas y su civilización es irrelevante.
Semejantes interpretaciones políticas parten precisamente de esa leyenda común y extendida de un planeta en el que económica, científica e intelectualmente, la única civilización capaz de sobrevivir con códigos propios es la occidental. Esa infravaloración irrumpe de una visión parcial del campo de batalla. Una percepción de que la supremacía se consigue exclusivamente en los terrenos bélicos y mercantiles, históricamente occidentalista. Como si las cohesiones comunitarias, las diversificaciones, el desarrollo económico autónomo y la solidaridad política entre diferentes tuvieran cabida en un mundo dominado por Wall Street, la City londinense o el departamento de Defensa de EEUU. Por ello, los No Alineados en su época, los BRICS, la Organización de Cooperación de Shanghái y otros han sido secundarios, hasta convertirse hoy en enemigos abiertos.
Esa misma lectura, en nuestro diminuto espacio territorial (somos el 0.038% de la población mundial), la hemos vivido bien de cerca. Es evidente que los aspectos económicos y militares son la base de la victoria, pero no todos. Tras la guerra de 1936 nos dieron por muertos políticamente y cuando una nueva generación levantó el país, las detenciones de finales de 1960 llegaron a que los estrategas del régimen calificaran aquella primavera vasca como un gripe pasajera. Así lo han hecho durante décadas, tras “descabezar” una y otra vez a unos y otros. Hoy, los análisis han cambiado de signo. En 2005, cuando ETA y el Gobierno español se sentaron a negociar en Suiza y Noruega, en una de las reuniones, los delegados de cada parte se echaron los trastos a la cabeza, acusándose de numerosas acciones. Hasta que el hispano cortó los reproches mutuos con una idea que, más o menos resumida, venía a decir: “No os enteráis de que el Estado, cuando vea peligrar su posición o naturaleza, ejecutará todas las herramientas a su alcance. Todas”.
Una idea universal que se puede trasladar a la situación planetaria actual. La idea de un mundo bi-tri polar, multipolar, es contraria a la esencia de Occidente, al igual que la diplomacia sobre una base negociadora. Por eso es importante identificar los campos de batalla, rehuir las debilidades e incidir en las fortalezas y la cohesión. No todo se dirime en Waterloo o Verdún.
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