Euskal Herria.
Nabarra Osoa.
Una identidad histórica dividida en dos estados y en tres unidades político-administrativas.
Tan navarros como vascos.
Tan vascos como navarros.
Los mismo los de Araba que los de Zuberoa, los de Lapurdi que los de Bizkaia... y ni que decir de los de la Nafarroa Behera y los de la Nafarroa Garaia.
Así que, establecido lo anterior, les compartimos este texto publicado en Noticias de Gipuzkoa:
Euskadi y Navarra: la necesaria reformulación del nacionalismo vasco
José Antonio Beloqui | Autor del libro ‘Navarra, ¿por qué no es un Estado?’¿Cuántas personas creen ustedes que usan los términos Euskadi y Navarra de manera normalizada? De las anteriores, ¿cuántas personas usan el término Euskadi para referirse al conjunto del país de los vascos? Interioricen las preguntas y respóndanse a sí mismos con sinceridad.
Son dos preguntas duras, pero pertinentes, que nos debemos hacer quienes queremos solventar una de las derivadas anómalas que trajo la recuperación de la democracia en 1978: la invisible fosa que se ha creado entre la Comunidad Autónoma del País Vasco (CAPV) y la Comunidad Foral de Navarra (CFN).
No pretendo con este artículo indagar en el motivo de dicha separación –ni buscar sus responsables que son muchos y variados–, sino analizar cómo estamos con respecto a dicho asunto y abrir una reflexión que juzgo imprescindible.
Tras no conseguir la articulación de una autonomía entre los cuatro territorios forales durante la Transición, es perfectamente comprensible el camino que se siguió en la CAPV: se echó a funcionar Euskadi y luego si la ciudadanía de la CFN quería sumarse, que lo hiciera. Y un buen argumento –cultural o nacional aparte– era la confianza en que la potente maquinaria política constituida sirviera de polo de atracción. No obstante, con el paso del tiempo, la CAPV no solo no ha servido como atractivo, sino que la derivada de identificar esa parte con el todo, es decir, el nombre de Euskadi a solo una parte del país, ha tenido unas consecuencias muy negativas para el conjunto de este. Cuatro décadas después, la realidad que se encuentra ante nosotros toma forma de elefante en la habitación o de traje invisible del emperador: Euskadi, el término ideado por Sabino Arana para definir un proyecto político confederal y a ambos lados del Pirineo, se ha ligado de una forma irreversible a la CAPV, empequeñeciendo con ello su concepción original.
Y esto es cierto, lo diga Agamenón o su porquero, porque, por ejemplo, cuando tú escuchas en los diferentes discursos políticos los datos estadísticos de empleo, crecimiento económico, etcétera, de la CAPV, asumiendo que son los del país, resulta evidente que existe un problema importante sobre la propia concepción de este.
Ahondo más sobre esta cuestión desde la realidad de la CFN, que conozco bien. Aquí, el término Euskadi suena lejano hasta a los propios porque, entre otras cosas, no tiene impacto alguno en nuestra vida diaria. Dos ejemplos: Osakidetza no nos cuida, lo hace Osasunbidea, y la Ertzaintza no es la policía autonómica, lo es Policía Foral. Así que, si esta lejanía se siente así en los que estamos más cercanos, no digo ya en el común de los mortales –que es la inmensa mayoría de la población–, a los que Euskadi lo único que les genera es la más absoluta indiferencia. Ni siquiera rechazo, indiferencia, que es mucho peor.
Se hace realidad ahora –con la consolidación de la Constitución de 1978– esa predicción que Manuel de Irujo hizo durante la II República, ante el fracaso del Estatuto a cuatro: “El PNV (…) se ha convertido en actor principal del Estatuto vascongado (…) que será la piedra angular que garantizará la separación perpetua de Euzkadi, en Vascongados y Navarros; o lo que sería aún peor, en vascos y navarros”.
¿Ha habido hitos positivos, en términos de autogobierno, desde 1978? Por supuesto que los ha habido. Muchos, siendo el principal de ellos la reconstrucción de las instituciones forales, abolidas desde el siglo XIX y recuperadas, parcialmente en sus atribuciones, durante la Transición. Este hercúleo trabajo ha tenido un impacto muy positivo en el bienestar de la ciudadanía y, aunque aún queda mucho por hacer, no podemos caer en la tentación de que lo construido no sirve para nada y que hay que hacer tabula rasa.
En 1978 no existía nada y hoy disfrutamos de un autogobierno al que, por cierto, se suben ahora quienes despreciaron este camino hace 40 años y pusieron todos los palos en la rueda que pudieron. Lo dicho, en ese sentido ni un paso atrás; los cimientos son buenos para seguir construyendo. Sin embargo, no podemos seguir ignorando la aceptación desigual y crónica del nombre tradicional del nacionalismo vasco, que lastra sin remedio al proyecto jeltzale en su conjunto. Un proyecto en el que lo más sustancial de este no es el nombre o símbolos que inventó Sabino para identificar al país, sino lo que significan sus siglas: el JEL.
Debajo de esa acepción decimonónica de Jaungoikoa eta Lege Zaharra (Dios y Leyes Viejas) se encuentra una filosofía política con una extraordinaria adaptabilidad, que le permite ser avanzada y moderna en el desarrollo socioeconómico de la comunidad a la que sirve. Dios representa ese humanismo cristiano que busca la Justicia Social. Una Justicia Social donde la persona es titular de una serie de derechos inalienables como individuo, pero con una dimensión social, sin la cual no puede comprenderse a sí mismo. El auzolan es una de las expresiones que mejor definen esta característica tan singular de nuestro pueblo. Las Leyes Viejas, o sea, el Fuero, son el derecho a la libertad de un pueblo para regirse como estime oportuno. Un pueblo construido desde el individuo hacia la colectividad y que, como consecuencia, el corpus político resultante solo pueda ser de carácter confederal, y a las cuatro Haciendas Forales me remito, como único caso en el mundo.
En resumen: JEL como sinónimo de Justicia Social y Libertad, construyendo sociedad desde el individuo y el consenso. No se me ocurren conceptos de mayor actualidad que legar a las nuevas generaciones y que engarzan, perfectamente, con el cauce central de todo el país. Nuestros antepasados transmitieron este patrimonio político cuando el mundo evolucionó y ahora toca hacer lo propio en el cambio que ya está aquí. Ese es el mayor reto y no es nada fácil ante los pujantes marcos existentes como el sempiterno reñidero de la España binaria o la izquierda revolucionaria vasca vestida, ahora, de madura socialdemocracia sueca.
Volviendo al evidente problema nacional de nomenclatura común, la izquierda revolucionaria vasca ya ha encontrado una propuesta y la defienden abiertamente: quieren recuperar el nombre de la más alta institución que hemos tenido los vascos en términos de territorialidad, Navarra, como nombre del futuro Estado independiente y mantener la ikurriña como símbolo de la nación vasca. Independientemente de que la Historia lo avale –Navarra ha firmado, de igual a igual, tratados internacionales con naciones que hoy tienen su Estado propio y su existencia como reino perduró hasta 1841– o de que el pueblo lo acepte –cuestión mucho más importante–, en el fondo del asunto está la sustitución del modelo jeltzale por la citada Revolución socialista vasca, bajo el paraguas histórico de las sucesivas conquistas que ha sufrido Navarra a manos de españoles y franceses. No obstante, a pesar de mi discrepancia con dicho planteamiento –para mí la Historia debe ser aprendizaje del pasado, no enfrentamiento en el presente–, creo que no se puede seguir soslayando una realidad que está ahí, aunque no queramos. Una realidad que debe abordarse antes de que te supere, porque con el nombre, como he dicho, va lo demás, que es lo capital.
¿Qué hacer, entonces, para salir del evidente estancamiento del nacionalismo vasco en su formulación original? Sin duda alguna, adaptarnos. Ser darwinistas y no sacralizar los símbolos, porque entonces correrían el riesgo de convertirse en dogmas de fe, perdiendo el sentido con el que nacieron. Sé que, para muchos, esto que voy a proponer puede resultar totalmente disruptivo, pero considero que, en primer lugar, se debe dejar de construir el país como si solo fuera la CAPV y, a continuación, Navarra debe convertirse en el catalizador del país, siendo su eje confederal. El nombre común, entonces, caerá por pura gravedad.
Concluyo con unas palabras de mi amigo y referente en Derecho Foral, Iñigo Lizari: “El primer paso para querer cambiar una realidad es asumirla” o, dicho al revés, no asumir dicha realidad es el primer paso para que te sustituyan.
Porque no es solo una cuestión de nombre, es algo más. Mucho más. Es justicia social y libertad.
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