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Pedro y el Lobo
Crítica de una película trampa
Jesús Prieto | Colectivo Cádiz Rebelde
Pedro y el lobo es una composición musical escrita en 1933 por el ruso Serguei Prokofiev, un joven transgresor que interpretó a su manera las directrices de Stalin en el sentido de que, en la sociedad comunista, la música debía ser sencilla e inteligible para el pueblo. Así, en esta pieza, cada uno de los diferentes instrumentos de la orquesta representa a un personaje del cuento infantil.
Ahora, otro Pedro (Pedro J. Ramírez) ha encomendado a uno de sus hombres de confianza (Melchor Miralles) que se encargue de producir una película de agitprop que contribuya a crear la opinión de que ETA es una banda de gentuza fanática y mentalmente retrasada. Me refiero, claro, a El Lobo, el último bodrio cometido por Miguel Courtois, tras La spirale y La femme revée.
Como en la historia de Prokofiev, Courtois también nos relata un cuento, una ficción en la que cada uno de los personajes representa una patología psicosociológica. Porque sólo así se puede calificar a esta historia de malos y peores en la que, en aras de una pretendida equidistancia, se mete en el mismo morral a los criminales que anidan en las alcantarillas del Estado y a los miembros de una organización política que optó en su día por la lucha armada y que aquí es presentada como un clan de inestables facinerosos que se mueven únicamente por impulsos primarios e intereses personales. Una organización, no lo olvidemos, que en la época de referencia combatió activamente al franquismo, consiguiendo abortar definitivamente las previsiones de continuidad del dictador.
Dice el diario La Razón que la película El Lobo es un thriller que pone los pelos de punta. Tiene razón La Razón. El Lobo pone los pelos de punta a cualquier persona con un coeficiente intelectual superior al mínimo exigido para ingresar en las Fuerzas Armadas de las Españas. Y es que ETA podrá ser considerada por unos como una banda terrorista y por otros como una formación político-militar de liberación nacional, pero nadie en su sano juicio puede negarle la capacidad analítica y operativa que le ha permitido sobrevivir en el tiempo a todos los gobiernos habidos en el Estado español desde la dictadura. Es éste un hecho contrastado que casa mal con la imagen de una mera cuadrilla de patanes sin escrúpulos, celosos y arribistas.
Por su parte, Miguel Lejarza, el espía de Basauri que se infiltró en ETA a mediados de los años 70, fue y sigue siendo un vulgar mercenario, un aventurero chisgarabís sin más principios que el lucro personal, por mucho que Eduardo Noriega intente dotarle de un glamour imposible. En el fondo, el actor más verosímil es el propio Melchor Miralles en su fugaz papel de taxista. Le va pintiparado. No en vano se corresponde con su profesión en la vida real: cochero de Pedro J. Ramírez, su amo y señor, sin cuya autorización ni siquiera respira.jesusprieto@journalist.com
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