Les compartimos este excelente texto de Marcos Roitman en La Jornada, mismo con el que hace cera y pabilo de los españoles que estuvieron dispuestos a implementar la omerta que dotaría de total impunidad a los crímenes del franquismo, avalando esa gran farsa en la historia contemporánea del estado español denominada "la transición".
Adelante con la lectura:
La España del Partido Popular
Marcos Roitman Rosenmann
Tras la muerte biológica del tirano Francisco Franco se impuso el criterio de omitir referencias al origen espurio de su régimen. Ello era necesario para evitar cualquier vacío de poder. Franco había designado a su sucesor, el entonces príncipe Juan Carlos, en una sesión solemne de las Cortes Generales, desheredando a su padre, legítimo aspirante a la sucesión dinástica. No había discusión posible: después del caudillo, la restauración monárquica era la salida. Con ello se evitaba el debate acerca de la forma de Estado subsiguiente al régimen franquista.
Decidido el futuro de España, el alzamiento contra la segunda república se transformó en guerra civil, oscureciendo el hecho de haber sido consecuencia de un llamado militar a subvertir el orden constitucional.
Ocultada la causa no existían demasiadas ataduras para reconocer ciertos excesos cometidos durante la guerra civil. Con ello se diluían responsabilidades y se pasaba a compartir culpas. Todos recibieron la parte alícuota de atrocidades. Unos quemaron iglesias, otros asesinaron poetas. Sin embargo, rojos y nacionales debían reconciliarse en señal de duelo compartido y en beneficio de una España moderna, occidental, europea y atlantista. Por consiguiente, la idea de una España donde las heridas debían cicatrizar sin pedir cuentas al pasado formó parte del discurso de la transición. El compromiso de una parte de la izquierda histórica española aún clandestina o semitolerada fue no desenterrar los muertos republicanos fusilados, fuesen comunistas, socialistas, anarquistas o simplemente republicanos. Esta actitud se homologó con un sentido patriótico de reconciliación y de responsabilidad política. Un acuerdo tácito de punto final. Los muertos por el franquismo no existirían. Con un mensaje centrado en el miedo y aduciendo una posible involución, el golpe de Estado se utilizó como recurso para constreñir las demandas de libertad y de democracia. Sin embargo, una sociedad educada durante 40 años en el anticomunismo, la intolerancia y el conservadurismo religioso es presa fácil de la manipulación ideológica. Los argumentos primitivos de ser los comunistas los causantes del caos, la destrucción de la familia y la disolución de España calan profundamente en una sociedad despolitizada y ciertamente conservadora.
La paz de Franco y el nada despreciable proceso de industrialización cambian la estructura social modificando la visión de una España rural y atrasada. Los recursos del turismo y la inmigración son dos aspectos destacados del fenómeno. La sensación de vivir un proceso de cambio social y de prosperidad venían a ser un colchón frente a las demandas de democracia y libertad. Pocos eran los disconformes. Más bien muchos entendían que los cambios se estaban produciendo sin necesidad de alterar el ritmo señalado por Franco. Las frases del tirano "a los españoles no se les puede dejar solos" y "todo está atado y bien atado" fueron el símbolo de la transición y de los años 70.
Por otro lado, una oposición asida a la agenda del régimen pasó a condenar el uso de emblemas republicanos y cualquier referencia al pasado y la recuperación de la memoria histórica. Sin duda fue el peaje que la oposición pagó para obtener su carta de ciudadanía; fueron acuerdos de fondo alcanzados casi dos años antes que los "míticos" pactos de la Moncloa; fue cortina de humo para ocultar los verdaderos pactos políticos de la transición habidos entre representantes del franquismo, la elite modernizadora de los años 60 y una oposición sumisa que acató el camino marcado por la derecha franquista y modernizadora, cuyos postulados poco diferían entre sí. Con este paraguas, la derecha se sintió segura, no renunció a uno solo de sus postulados y siguió mandando sin grandes sobresaltos. Nadie en la oposición debía mencionar el origen de sus militantes y dirigentes. Ellos formaban una generación espontánea sin conexión alguna con el franquismo. Por esta razón, podían recurrir cuando y como quisiesen al discurso anticomunista de la guerra fría y seguir llamando rojo a todo aquel que defendiese una España diferente. No hubo contraparte. La transición se edifica sobre el armazón franquista; es una reforma pactada. Los cambios no afectan la estructura real de poder. Las redes familiares son lo suficientemente fuertes para evitar cualquier tipo de ruptura democrática. Hoy, por ejemplo, más de 40 por ciento de los dirigentes del Partido Popular (PP) proceden directamente de la nomenklatura del franquismo en segunda y tercera generación: hijos o nietos de gobernadores, procuradores, ministros o altos cargos. Si además se unen los apellidos que configuran la derecha tradicional española del siglo XIX y principios del XX, el PP poco o nada representa a una derecha centrista y nueva. Claro está que no nos referimos a los votantes o a los muchos alcaldes de pequeños pueblos o poblaciones cuya afinidad al PP viene dada simplemente por considerarlo liberal o centrista.
La separación entre una derecha franquista y otra emergente en los años 60, desprendida de las consignas y estandartes del falangismo y el movimiento nacional, es el mito sobre el cual se construye el PP. Nada más falso. Si bien la derecha española quiere hacer ver que nada tiene en común con el franquismo político, sus orígenes y sus comportamientos atestiguan lo contrario. En las actuales circunstancias, bajo la presión de una ciudadanía que en su casi totalidad, más de 90 por ciento según la encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas, dice no a la guerra, su primitivismo ideológico les traiciona. Sin argumentos recurren al anticomunismo y al ejercicio despótico del poder. Asimismo, Aznar, Mayor Oreja y el secretario general del PP hacen una piña y señalan que España está en peligro. Dicen que socialistas y comunistas quieren dividir a la patria y acabar con la españolidad. Afirman que son separatistas y violentos; siembran el caos y fomentan el odio de clases. Se sienten acosados y no miden sus declaraciones. Emerge el verdadero rostro de la derecha española y su claro rechazo a las normas democráticas. Ellos no pueden ser tocados ni criticados. Tampoco se les puede, públicamente y en ejercicio de la libertad de expresión, acusar de cómplices de asesinatos, genocidio o crímenes de lesa humanidad. Nadie tiene derecho a contravenir sus decisiones. Quienes lo hacen forman parte de la conspiración comunista internacional. Lamentablemente, su arrogancia y despotismo son también resultado de una transición política en la que parte de la izquierda, tal vez la más numerosa, renunció en aras de unos escaños en el Parlamento a denunciar abiertamente el carácter antidemocrático de la derecha española. Quizá ahora sea el momento de desfacer el entuerto.
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