Quienes hemos estudiado la historia de Euskal Herria removiendo las alteraciones introducidas por los relatos españolista y jacobino entendemos claramente que, el así denominado laberinto vasco, se generó hace 500 años cuando, mediante sucias argucias, Castilla y Aragón se lanzaron a la conquista militar y posterior colonización del Reino de Navarra, el reino de los vascos. Ya siglos antes le habían arrebatado territorios hacia el oeste, ahora se trataba del asalto final.
Dicho lo anterior encontramos un gran valor en lo que Marcos Roitmann ha publicado en la sección Opinión de La Jornada pues a pesar de que sitúa el origen del conflicto en el siglo XX, por lo menos aporta algo esencial para el entendimiento del mismo dentro de esos parámetros; la farsa de la "modélica Transición" y el tramposo recurso del "café para todos", o sea, el equiparamiento a "región española" de antiguas naciones históricas como lo son Euskal Herria, Catalunya, Galiza y Andalucía.
Lean ustedes:
Los orígenes del laberinto vasco
Marcos Roitman Rosenmann/I
¿Qué está pasando en España? Las decisiones políticas y judiciales de ilegalizar a Batasuna, lejos de tener una explicación en la coyuntura, lucha contra el terrorismo, hunden sus raíces en las formas que asume la transición posfranquista. En este sentido, se debe renunciar a plantear el problema como un antagonismo que enfrenta a vascos nacionalistas empeñados en arropar a Batasuna, por ser vascos, contra el resto de la sociedad española. Son los límites de una transición que cerró el paso a una construcción federal del Estado el punto de inflexión que explica en parte las raíces del problema vasco. No podemos olvidar que existe una visión idílica del proceso de transición que culminara con la promulgación de la Constitución en diciembre de 1978.
Pareciera ser que todo marchó sobre rieles, y las dificultades fueron superadas por la vía del consenso y la negociación. Los dirigentes políticos de la transición cedieron con el fin de obtener un acuerdo estable y duradero. Todo y todos cabían en el nuevo marco constitucional. Sin embargo, la realidad es contraria a esta formulación mítica. Como señala Alfonso Ortí en uno de los mejores trabajos sobre la transición:
La salida negociada del despotismo franquista pasaría por la recreación y consolidación de una nueva elite del poder o clase parlamentaria, compuesta por los propios cuadros del poder franquista y ampliada a las fracciones dirigentes de la oposición democrática reconocida; a la vez articulada en su conjunto -de modo subordinado- con los intactos poderes fácticos del Estado franquista (capitalismo financiero e industrial, altos cuerpos de la administración pública, alta oficialidad de las fuerzas armadas y, en fin, la propia corona, reinstaurada por el anterior régimen). Mientras que la monarquía ocluía precisamente el lugar de reconciliación entre todos los pueblos ibéricos a través de una república federal.
Efectivamente la forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria. Con ello, la idea de nación española sólo puede definirse bajo los postulados que están presenten en una forma monárquica: la necesaria indivisibilidad de la patria y la ausencia de federalismo. El derecho de autodeterminación se excluye por principio de definición. Jordi Solé Tura uno de los ponentes de la Constitución es claro al señalar que, en definitiva, estaba en juego el concepto mismo de España y la posibilidad de que la unidad de España se pudiese conciliar con la realidad multiforme de diversas nacionalidades y regiones.
Descartado el Estado federal y el derecho de autodeterminación, sólo cabía el camino de construir autonomías regionales. El problema político quedó planteado y hasta el día de hoy no se ha resuelto. La redacción del artículo 2 de la Constitución fue concluyente: la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas.
A la hora del refrendo constitucional, el Partido Nacionalista Vasco (PNV) rechaza el articulado final y promueve la abstención, mientras la llamada izquierda abertzale se decanta abiertamente por el no. El resultado es significativo. Del total de votos emitidos en Euskadi 50 por ciento se abstuvo en la línea del PNV y casi 20 por ciento votó no. Es decir, un porcentaje cercano a 70 por ciento se manifestó contrario al marco constitucional. Un historiador como Juan Pablo Fusi, nada proclive al PNV, es capaz de señalar claramente el nudo gordiano: no hubo por tanto acuerdo, lo que supondría un nuevo revés político de cara a la posible solución del problema. Sólo 50 por ciento del electorado vasco votó en el referéndum constitucional y de ellos hubo casi 20 por ciento de votos negativos. El independentismo había obtenido una formidable victoria: podría argumentar en adelante que el pueblo vasco había rechazado la Constitución española.
Tal vez por eso ETA incrementara desde los últimos meses de 1978 sus acciones armadas: los atentados contra jefes del ejército indicarían que ETA estaría dispuesta a desafiar frontalmente la unidad del Estado español (o forzar a éste a negociar con la organización vasca y en los términos impuestos por ella). Fusi no dice nada de las abstenciones y limita a ETA el argumento de no aceptar la Constitución. Argumento que está presente también en el PNV.
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