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domingo, 30 de mayo de 2021

Gil de San Vicente | El Asesinato de Santrich (II de III)

Traemos a ustedes la segunda entrega con la que Iñaki Gil de San Vicente dado a conocer en el portal de Rebelión, mismo en el que nos comparte el legado revolucionario de Jesús Santrich, asesinado por el régimen lacayo colombiano hace unos días.

Adelante con la lectura:


El asesinato de Santrich y el sentido de la vida

Iñaki Gil de San Vicente

2.- La muerte capitalista no mata a la muerte humana

La muerte planificada con una primera lógica militar surgió con la propiedad privada y el proto Estado para saquear ganado, bienes, esclavas y esclavos, y «esposas». Siglos más tarde la burguesía creó la «industria de la matanza» de seres humanos como fuerza destructiva necesaria para reactivar en situaciones de crisis la acumulación del capital. La matanza de personas como industria, la muerte industrializada consustancial al imperialismo. La metáfora marxista de la vampirización del trabajo vivo para objetivarlo en trabajo muerto, es escalofriantemente cierta, y determina la desgracia e infelicidad de la vida reducida a fuerza de trabajo asalariada directa o indirectamente.

Catón el Viejo proponía matar a los esclavos que, por vejez, ya no podían procrear más esclavos para el amo, pero el capitalismo estruja la vejez obrera más allá de su muerte física mediante el cobro de las deudas que ha dejado y la utilización ideológica y comercial de su recuerdo, y del temor a la muerte descontextualizada del sentido de la vida. La subsunción del trabajo en el capital quiere decir eso: que desde la infancia hasta la muerte la vida obrera está destinada a permanecer corporeizada de algún modo en la tasa media de beneficio. De forma cruda y directa, Marx afirmó que «Muchos de los capitales que hoy comparecen en Norteamérica sin cédula de origen son sangre infantil recién capitalizada en Inglaterra».

Desde la sangre infantil hasta la de la vejez, la privatización de la sanidad es una de las formas más efectivas del vampirismo: no se trata sólo de hospitales y clínicas, sino de geriátricos, de residencias privadas para que el capital chupe hasta el último aliento de la vida trabajadora al borde de la muerte. La vampirización del trabajo vivo en el proceso productivo, en la sanidad, la vejez y la muerte, responde a la lógica ciega del capital que, por su esencia, lo mercantiliza todo penetrando por los diminutos «poros» aun abiertos de la sociedad: nada es «excluido» de la valoración del capital.

Las implicaciones ético-morales, filosóficas, de este materialismo marxista, inmanente, ateo, son innegables, y a la vez son directamente políticas. En un contexto golpeado por 3,5 millones de muertes pandémicas y por las decenas de millones de personas con la salud quebrada de por vida, aunque la OMS opina que las víctimas reales triplican estas cifras oficiales, no se puede hablar de muerte sin hablar de propiedad privada. El que, hasta ahora, sólo el 13% de las vacunas contra la Covid-19 hayan llegado a los países empobrecidos, debe hacernos reflexionar sobre el error de separar el debate acerca del sentido de la vida y de la muerte de los efectos de la industria sanitaria burguesa, cuyos dos fondos de inversión administran 16 billones de dólares, el presupuesto de lo que sería la tercera potencia económica mundial.

En las coordenadas mentales impuestas por la religión, el debate sobre el sentido de la vida nos lleva al ateísmo, a la impotencia de la teología para resolver el mysterium iniquitatis, que es más que el simple «misterio del mal» porque la iniquidad es la maldad absoluta, y todo lo absoluto es monopolio de dioses y diosas. Ya es tópica la frase de que el llanto de un niño muestra que dios no existe: ¿Quién puede permitir que los beneficios obtenidos sólo en 2020 por las diez personas más enriquecidas del mundo basten para vacunar contra la pandemia a toda la humanidad y no lo hagan? Lo mismo con más de las 700.000 muertes anuales causadas por la sobreexplotación capitalista, por ceñirnos a una parte infinitesimal del presente obviando la historia del llanto humano.

Es característico de las religiones del Libro –judaísmo, cristianismo e islam– que se hable más de la iniquidad que de la historicidad concreta de la muerte. Conociendo el origen y función social de la iniquidad, del mal sin aparente causa que no sea el arcano de los designios divinos, debemos decir que la frase siguiente es reaccionaria: «la fuente mayor de desesperanza: la muerte». Frente a ese desamparo se plantea como única alternativa la virtud teologal de la esperanza, lo que nos condena a seguir flotando en el mismo vacío conceptual: un don gratuito que nos da dios, si quiere.

Una forma de descubrir a terrenalidad del cristianismo es estudiando sus desesperados esfuerzos para resolver lo irresoluble desde la fe: la maldad. Así se ha llegado al llamado «marxismo trágico» que busca unir a Pascal y Marx con la mediación de Goldmann, certificando el supuesto fracaso trágico de la inmanencia marxista. Pero la fuente mayor de desesperanza es la dictadura de la mercancía, por eso esta creación humana es adorada como un fetiche caprichoso y cruel como Moloch o Baal. La forma extrema de la adoración al fetiche de la mercancía que resuelve así el misterio de la muerte, es el también cruel «sacramento de la comunión» que se presenta extirpado de su esencia caníbal, pero que siempre nos remite al papel del canibalismo sacrificial del politeísmo oculto en las religiones del Libro, que en el cristianismo presenta la forma de auto-vampirización de dios consigo mismo mediante el sacrificio en tortura del dios-hijo, algo parecido a Uróboros, pero comido y bebido en el ágape sagrado.

Tampoco el sentido social, histórico, el único que existe, lo resuelven las variantes del agnosticismo kantiano como aquellas que defienden un «pacifismo racional» que flotan en la superficie de las injusticias sin bucear hasta sus causas de fondo. En la tercera parte de este breve escrito veremos que la esperanza humana sólo puede vivir en la praxis atea, que la libertar es atea. El problema de la muerte, en cuanto efecto de la vida, es un problema que nos remite a la propiedad privada de las fuerzas productivas, como estamos diciendo, y por ello mismo a la célebre «cuestión del poder» y por tanto de la revolución. Las divagaciones posmodernas y reformistas sobre el «biopoder» desfiguran esta realidad.

Más aún, la necesidad de ubicar el sentido de la muerte en las estructuras materiales, culturales y simbólicas de la producción y reproducción de la propiedad privada, es confirmada por los debates sobre el derecho a elegir la propia muerte, el derecho a la eutanasia, a la muerte digna y al suicidio como acto último de libertad cuando la vida propia se convierte en una carga onerosa e incluso insoportable para la sociedad. Estas reflexiones colectivas van acercándose poco a poco a lo, en la práctica revolucionaria más que en la teoría formal, sostiene el marxismo. Necesitamos detenernos un instante en este avance para entender mejor el sentido de la muerte, del asesinado, de Santrich y de y tantos y tantas revolucionarias a lo largo de la historia.

En un texto dedicado al derecho de morir, J-L Boudoin y D. Blondeau sostienen que: «La visión fatalista alentada por la religión ya no es aceptada ni aceptable porque todo indica que la sociedad nunca estuvo tan bien armada en al eterno combate que mantiene contra la fatalidad humana. Desgraciadamente, esta sociedad ha perdido al mismo tiempo el sentido profundo de la muerte, es decir, la convicción de lo importante que es integrarla en la vida y la realidad.». Por fatalidad humana entendemos la pasividad ante imponderables objetivos causados por el escaso desarrollo de las fuerzas productivas, por la existencia de la propiedad privada y la explotación y opresión e injusticia, por catástrofes naturales y sociales aún impredecibles e incontrolables por las dos razones anteriores, etc. Ante esto, el fatalismo anula la capacidad crítica y separa la muerte de la vida.

Contra el fatalismo, los autores sostienen que «La libertad de no sufrir y la de morir son la última conquista del ser humano sobre su propia humanidad». Conquistas inseguras del todo, porque una y otra vez vuelve la explotación para reimponer el sufrimiento: basta leer las partes de El Capital de Marx en las que detalla la lucha permanente por el horario de trabajo de la que depende en buena parte la libertad y felicidad humana, para entenderlo. Lo autores continúan: «El respeto por la autonomía de la persona exige que, en última instancia, sea ella quien tome las decisiones concernientes a su cuerpo y salud siempre que esté mentalmente capacitada para ejercer esta autonomía». Y terminan: «La libertad implica la libre elección, la voluntad y el consentimiento».

Estas ideas son una abominación para quienes creen que la vida no nos pertenece, que nos la ha dado «alguien superior», o para quienes no se atreven a entrar a esos debates. Sin embargo, para el materialismo son más que obvias: «El materialismo es, pues, una cierta manera de desvalorizar. Implica una cierta tendencia a la desvalorización. Todos los valores que incansablemente instaura el burgués, el materialista incansablemente los descalifica […] Desprecio de los valores adquiridos, desprecio de las consolaciones y abdicaciones humanas, desprecio de la mentira, de la ilusión, reino, pues, de la evidencia, el materialista acepta que la verdad pueda no ser alegre en modo alguno, y que perpetuamente haga falta recomenzar una perpetua crítica […] El materialismo significa, sin reservas y sin ambages, que el milagro no existe y que la muerte lo termina todo: que esta vida es la única vida, y que eso es seguro. […] El materialismo es, para mí, la valentía en el pensamiento y la irreverencia en el corazón».

La irreverencia en el corazón y la valentía en el pensamiento son virtudes sin las cuales no podríamos plantear y responder a la siguiente pregunta: ¿qué es la libertad? Veamos. Según Sánchez Vázquez la tradición marxista integra las ideas de Spinoza y de Hegel sobre la libertad, más una aportación propia: la acción sobre la naturaleza. Desde aquí, podemos entender que «Ser libre significa saber conocer la necesidad objetiva y, apoyándose en ese conocimiento, trazar objetivos correctos, adoptar y elegir decisiones fundamentadas y materializar en la práctica esas decisiones». O dicho más directamente: «La libertad es lucha para superar los obstáculos que se interponen al pleno desarrollo de las iniciativas nacidas del estado de cosas (diverso de un tiempo a otro y de un lugar a otro) frente a las que nos encontramos […] La tesis contraria según la cual la libertad no sería lucha, es sostenida de hecho por aquellos que, habiendo luchado y vencido en un pasado más o menos lejano, tienen todo el interés en que ya no se siga luchando, a fin de conservar sus privilegios».

Es por tanto comprensible que el tema central de la teoría moral de Marx sea «… cómo realizar la libertad humana». La libertad es la dialéctica de superación de contrarios mediante la praxis, proceso inacabable y siempre enfrentado al poder basado en la propiedad privada: «saber conocer la necesidad objetiva» implica la socialización plena de la vida social en totalidad, desde la tierna infancia hasta la muerte; implica la libertad filosófico-científica sin la cual no se llega a conocer «la necesidad objetiva» siempre en expansión; implica tener el poder de trazar y llevar a la realidad las decisiones fundamentadas en ese conocimiento. La propiedad privada, por el contrario, destruye necesariamente estas condiciones, anula de raíz la misma posibilidad de las libertades concretas, socialistas, a no ser que el proletariado las conquiste con su lucha.

La autonomía personal no existe cuando la vida está esclavizada por el salario directo o indirecto, por la dependencia al de otra persona, de la caridad pública, para malvivir. Incluso aunque ese salario, unido a otras condiciones ventajosas, nos permitiera una autonomía pequeña, ésta debe independizarse de la esclavitud del valor de cambio que está sustentada en el fetichismo de la mercancía. La libertad desaparece con la alienación que es el paso universal del valor de uso al valor de cambio, a la dictadura del capital. Solamente la praxis revolucionaria puede conquistar espacios, situaciones y momentos de libre elección acordes con la voluntad emancipada para decidir qué hacer. Las decisiones vitales, como las de elegir la muerte, analizadas en el libro que ahora usamos nos remiten a una concepción de la vida que se aproxima cada vez más a la marxista, o que se integra en ella. Seamos humanos, como Fidel Castro: «Nuestro deber es luchar […] Ahora, después de tantos actos de barbarie, no hay ni puede haber paz».

Vamos a exponer cuatro casos en los que, de algún modo y a pesar de sus diferencias, aparecen parte de las tesis que acabamos de ver. Veámoslos en orden cronológico. El primero trata sobre los últimos días de vida de Goethe según los detalla Hermann Grimm, probablemente su mejor biógrafo: conforme envejecía, según la vida se le agotaba y a la vez se le acumulaban las tareas que nunca abandonaba, Goethe observa el tiempo que se va y el que viene al instante: «Y mira con alegre esperanza, con curiosidad auténticamente humana, a lo que ha de venir, al nuevo amanecer que trae cada día». Según Grimm, la proximidad cada vez más cercana de la muerte nunca apagó su alegría y vitalidad. La curiosidad no desaparecía, sino que le espoleaba a crear fuerzas físicas y mentales que retrasasen la ley inexorable y, a la vez, llenasen de contenido ese tiempo de vida restante tan precioso. Esta visión es coherente con el brillante estudio sobre Goethe y su obra, sobre Ariel, Fausto, Werther, Don Quijote…, que hace E. Blocb, en la que define a Goethe con tres palabras: «nada de renuncia».

El segundo es el de Unamuno, que se hundió en la desesperanza con la muerte de su esposa en 1934, que sufrió una durísima crisis de fe en su cristianismo por ese golpe demoledor, fe que ya estaba debilitada por la marcha de los acontecimientos políticos en el Estado que le llevan a renegar de sus ideales y, en contra de todo su pasado, salir en defensa del dictador Franco al menos durante un tiempo breve pero significativo. Sin embargo, en una especie de contraataque desesperado para recuperar su honor, el 12 de octubre de 1936 se enfrentó en la Universidad de Salamanca al núcleo duro del franquismo en un acto que ha pasado a la historia, a pesar de las manipulaciones que ha sufrido. Su reafirmación de vida frente al criminal Millán-Astray le costó tres meses de arresto domiciliario, hasta diciembre de ese año, cuando murió dejando un postrero ejemplo de dignidad que la dictadura nunca pudo superar.

El tercero trata sobre cómo entendía la vida Einstein y cómo la apuró hasta su muerte. A principios de 1950 comenzó lo que Fred Jerome ha definido como «cazar a Einstein». Hasta entonces el FBI y otros servicios secretos le vigilaban por sus ideas pro socialistas y antimilitaristas, pero desde el 12 de febrero de ese año se centralizaron bajo un único mando y objetivo todas las investigaciones aisladas. Einstein moriría cinco años después en medio de aquella persecución sistemática, pero en ningún instante dejó sus tareas científicas, su ideario político y su ayuda a quien lo necesitase. Su biógrafo B. Kuznetsov nos recuerda una conversación de Einstein con Infeld: «La vida es un espectáculo excitante y grandioso. Me gusta. Pero si yo supiera que dentro de tres horas debía morir, no me produciría una gran impresión. Pensaría en cómo utilizar mejor las tres horas restantes.». Kuznetsov se remonta a Epicuro, dos mil años antes de Einstein, para mostrar la fuerza histórica de esta filosofía de vida.

El cuarto ejemplo empieza con las palabras de MacSwiney poco antes de morir en 1920 después de una prolongada huelga de hambre: «Tengo la confianza de que mi muerte hará más por la destrucción del Imperio británico que por mi libertad». En su diario Bobby Sands escribió durante la huelga de hambre que le llevó a la inmolación: «Puedo ser un pecador, pero estoy muy contento, y si es necesario moriré por ello, sabiendo que no tengo que responder de lo que esa gente ha hecho a nuestra anciana nación». Estaba contento porque luchaba, porque la lucha era su ideal de felicidad.

Bobby Sand admiraba a J. Connolly, marxista e independentista asesinado en 1916: «Siempre estoy pensando en James Connolly y en la gran tranquilidad y dignidad que mostró en el momento de su muerte, su coraje y su resolución. Quizás estoy predispuesto porque ha habido miles como él, pero Connolly ha sido siempre la persona a la que más he admirado». Bobby Sands aportó dos grandes triunfos a Irlanda: uno, su sentido de la vida militante en la que la inmolación es parte de la totalidad liberadora, y otro, el enorme impulso que su ejemplo estaba dando a la campaña electoral del Sinn Fein en las elecciones de abril de 1981, un mes antes de su muerte, que terminó en victoria.

En estos y en todos los casos similares, la muerte capitalista no ha podido matar la muerte humana porque Gohete, Unamuno, Einstein, Bobby Sand y tantas otras personas de bien, al margen ahora de más consideraciones, demostraron en los instantes postreros de sus vidas que morían como habían vivido. La muerte capitalista es la de la persona degradada a mercancía, la muerte humana es la de la persona que se ha regido y se rige hasta el último instante por la creatividad inherente al valor de uso. Aquí radica la diferencia cualitativa entre una y otra, y el porqué del fracaso de la muerte capitalista: la muerte humana sigue siendo una fuerza anticapitalista.

 

 

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