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lunes, 30 de enero de 2017

Egaña | El Ogro Como Paradigma

Con respecto a la historia oficial pirograbada en las mentes de los españolitos por el régimen borbónico franquista, misma que secuestra y amordaza el relato de nuestro pueblo, les compartimos este texto de Iñaki Egaña publicado en su cuenta de Facebook en el que denuncia toda la estulticia que se puede encontrar tras la condena de dos años y medio a la tuitera Cassandra, punta del iceberg represivo en contra de quienes se atreven, aunque sea en broma, a cuestionar las sacrosantas verdades por la que se rige el cavernario nacionalismo español.

Aquí lo tienen:


Iñaki Egaña

La llamada apología del terrorismo, con su correspondiente "humillación a las víctimas", es un concepto nuevo, aunque penalmente tiene largo recorrido. Desde la Transición, numerosos cargos electos de la izquierda abertzale fueron imputados por su supuesto ensalzamiento a ETA, incluidos algunos medios de comunicación que entrevistaron a la organización armada. Javier Sánchez Erauskin, director de Punto y Hora y acusado de hacer apología, fue encarcelado por entrevistar a la hermana de un refugiado que luego matarían los GAL.

Hasta entonces, y ahora, la única apología permitida por el sistema monárquico hispano ha sido la relacionada con las hordas vencedoras de la guerra civil, con el fascismo, con los excesos de grupos militares y paramilitares… en fin, con todo aquello relacionado con la naturaleza española (desde el genocidio americano a la reciente justificación –Rafael Vera y Felipe González- de los GAL). Con el resto, es decir, con la disidencia que entiende el presente de otra manera, el palo.

La vuelta de tuerca llegó de la mano del ministro socialista Juan Alberto Belloch que abogó por un salto cualitativo, el de iniciar procedimientos no ya por apología, sino por formar parte del mismo "conglomerado terrorista". Como es sabido, con el estreno del siglo el juez Baltasar Garzón se hizo cargo de la ofensiva y modificó las normas, con la complacencia de la mayoría del arco político. Los supuestos apologistas se convirtieron en terroristas.

Con la excusa de los ataques yihadistas en EEUU en 2001 y la expansión del concepto del "código penal del enemigo", la causa llevó a cientos de personas a prisión, a denunciar torturas, al exilio. El término de "apología del terrorismo" desapareció casi del mapa, sustituido por el de "pertenencia". De paso, se endurecían las penas y se asentaba un nuevo relato. Paradójico, porque mientras que un ministro del Interior de infausto recuerdo señalaba que los militantes de ETA entraban en un microbús, cientos de ellos eran clasificados en primer grado en prisión y decenas de miles anulados sus derechos civiles (electorales) por una supuesta participación en organizaciones terroristas. Según esta delirante tesis, a cada policía o ertzaina en Euskal Herria le correspondían cinco militantes de ETA.
La decisión de ETA del abandono de las armas volvió a reactivar las imputaciones por apología del terrorismo. Aunque con pereza inicial, ya que durante los primeros meses del acontecimiento, incluso años, aún fueron numerosos los detenidos por "pertenencia" en lugar de por "exaltación". El caso de los abogados defensores de los presos, de los militantes de Herrira, de jóvenes acusados de pertenecer a Segi, fueron algunos de los ejemplos. Se reactivó el artículo 578 del Código Penal vigente con un tiempo de adaptación: la ilegalidad de la petición de acercamiento de los presos vascos, las comidas por causas populares... Nuevamente el delirio. Gritar "Gora Euskadi Askatatuta" era traducido por "Dar gritos a favor de la violencia".

La expansión del concepto y por tanto la imputación de la “apología del terrorismo” tiene, al margen de comprimir el espacio político, un objetivo cada vez más definido: modificar y encuadrar el relato dentro de unas coordenadas muy determinadas. Las ya citadas sobre la naturaleza de España. Que no nos confundan. No son los valores democráticos los que se citan en su defensa, sino los relacionados con el relato.

Valga un ejemplo como apoyo al argumento. Un paradigma. El del almirante Carrero Blanco, muerto en atentado de ETA en diciembre de 1973, cuando era presidente de un gobierno español, fascista en su origen, totalitario en esencia. Cuando su nombramiento, The Guardian recordó su intransigencia natural, su fascismo acusado. Le Monde dijo que dirigía el más retrogrado de los últimos gobiernos de Franco. Los sindicatos españoles entonces ilegales, en especial UGT, se felicitaron por el atentado.

Hoy, han pasado más de 43 años desde el magnicidio. Los mismos que habían transcurrido desde los precedentes de la Segunda República española (1930) y la muerte del almirante (1973), del presidente del Gobierno español, del delfín de Franco, del Ogro como le llamó ETA. Carrero Blanco no era un cualquiera. Encarnaba las esencias del régimen, la misma disposición de Hitler para acotar el Holocausto. Escribía los discursos del dictador, ahondaba en las ejecuciones masivas que desperdigaron por las cunetas a decenas de miles de republicanos, en una limpieza ideológica que llega hasta nuestros días. El relato de los grandes medios escritos internacionales, desde la Britannica hasta la Encyclopedia Americana, lo describen más cerca del ogro que del hombre.
Y, sin embargo, a pesar de esos más de 43 años de por medio, la judicatura española, vanguardia de las esencias, arropa a la memoria de Carrero. Un juzgado de Murcia pide a una joven dos años y medio de cárcel por airear unos chistes sobre Carrero. El año pasado otro joven fue condenado a año y medio de prisión por mofarse de la muerte de Carrero. El anterior, 2015, otro joven también condenado a 18 meses de internamiento por un comentario ofensivo para la memoria del Ogro. Al parecer, el recuerdo de Carrero Blanco se ha convertido en cuestión de estado.

Parece mentira que un sanguinario y totalitario dirigente franquista de la relevancia de Carrero se haya transmutado en el adalid del relato de “cómo llegó la democracia a España”. En los años anteriores hemos asistido a numerosas teorías conspiratorias que intentaban negar la paternidad del atentado. Que cuatro jóvenes vascos que apenas habían cumplido los 20 años fueran capaces de eliminar uno de los iconos del régimen no casa con ese relato uniforme que nos quieren vender. Embuchar con fórceps.

Hemos asistido a los delirios (cuán socorrida es esta palabra) de la intelectualidad hispana que ha puesto su granito de arena en el relato sobre Carrero. Nadie aporta pruebas, pero todos lo dan por sentado. Pilar Urbano afirma que la CIA y el PNV ayudaron a ETA en el atentado. Joaquín Prieto prefiere ver la mano soviética, la KGB. Álvaro Baeza se desliza por el PCE y la izquierda eclesial como ayuda a ETA. El ministro Julio Rodríguez y el historiador Ricardo de la Cierva prefieren ver la mano de la masonería en el atentado. Luis González-Mata se lleva la palma. Un comando norteamericano introdujo las bombas en el túnel de la calle Claudio Coello. Para completar esa frase apócrifa de Adolfo Suárez en 1981: “Me voy del Gobierno sin saber si a Carrero lo mataron en rublos o en dólares”.
Paralelamente a esta rescritura del relato del atentado, la judicatura española fue marcando objetivos para que grupos paramilitares actuaran contra los señalados. En febrero de 1975, Luis de la Torre Arredondo, juez especial encargado del sumario de Carrero, concluyó las diligencias. Imputó a 16 personas, de las que entonces 14 estaban huidas. De ellas, la mitad sufriría atentados o intentos de secuestro por parte de grupos paramilitares (BVE, GAL) o, como se han referido los protagonistas, desde el propio estamento militar, sus servicios secretos (CESID). Recordar que cuando Segundo Marey fue secuestrado por los GAL, los mercenarios lo habían confundido con Mikel Lujua, imputado en el atentado contra Carrero. Y que Felipe González hizo apología del terrorismo dejando entrever que Segundo Marey era culpable (“no se ha investigado lo suficiente su papel en la cooperativa Seaska”).

Carrero Blanco, el Ogro de la narrativa antifranquista, se ha convertido en el paradigma de un relato trucado. Vuelvo a recalcar el hecho escandaloso: 43 años después. No sólo en la modificación de los acontecimientos y su muerte, sino en su memoria. Guardada y reivindicada por un Gobierno y sus jueces soportes, que ven en el Valle de los Caídos un monumento a la libertad y en Carrero Blanco un dechado de virtudes. Vivir para ver.






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