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martes, 16 de julio de 2013

Alvarez-Solís | ¿Procónsules o Ministros?

Madrid ha quedado tocada por las revelaciones llevadas a cabo por Edward Snowden, lo cual deja claro el por qué de la grosera retención sufrida por el avión oficial del presidente de la República Pluricultural de Bolivia recientemente.

Pues bien, para ahondar en el tema desde Gara hemos traído a ustedes este escrito que Antonio Alvarez-Solís dedica a dicho evento:


Antonio Alvarez-Solís | Periodista

La escandalosa actuación de algunos gobiernos, el español entre otros, reteniendo al presidente Evo Morales bajo la excusa de que Snowden podía estar en el avión presidencial es, a juicio del autor, una muestra del servilismo que los mandatarios del continente europeo muestran ante los de Estados Unidos. Tras esta actitud el veterano periodista ve la falta de una clase política europea con soberanía, sustituida por otra que forma parte del poder imperial trasatlántico.

Cualquiera que haya estudiado algo siquiera del Derecho Público Romano sabe que un procónsul era el magistrado que gobernaba una provincia imperial, reuniendo en su mano todos los poderes políticos y administrativos, excepto la soberanía, que retenía Roma. Partiendo de esa denominación de funciones, ¿qué es el Sr. Margallo, encargado de los asuntos exteriores de España, un ministro soberano o un encargado de asuntos de gobierno en una provincia proconsular de Estados Unidos? Lean esto para justificar la gravísima prevaricación que cometió al interferir el avión del presidente de Bolivia: «Nos dijeron que Snowden iba en el avión». Algo infantil de puro simple: «Nos dijeron...». ¿Quién se lo dijo al ministro y con qué autoridad para incitarle a cometer el grave acto que protagonizó? El Sr. Margallo no responde a la pregunta.

Lean esto otro: «Nos bastó su palabra -la del séquito del Sr. Morales- para creer que Snowden no se encontraba en el avión». ¡Simplicísimo modo de quitarse de encima el quebrantamiento del derecho internacional! Si se analizan críticamente las palabras del ministro y hubiera viajado Snowden en el avión presidencial -suelo soberano de Bolivia-, ¿qué hubiera hecho? ¿Allanar el avión? En tiempos todavía próximos, antes de que Estados Unidos aboliera de facto la ley internacional, una acción de tal carácter hubiera constituído un casus belli. ¿De dónde saca el Sr. Rajoy tan singulares ministros?

¿Por qué Estados Unidos obliga a tantos Estados soberanos, algunos de ellos muy importantes, a la comisión de crímenes en pro de los intereses de Washington? La persecución del Sr. Snowden ha destruido todo el histórico y discreto oficio de la diplomacia. En este caso dos países de primera presencia, Italia y Francia, sirvieron de policía a Norteamérica, y dos países de segundo escalón, Portugal y España, no dudaron en actuar de gendarmes repletos de soberbia, como suelen quienes ejercen una autoridad delegada.

Y sigue el Sr. Margallo luciendo sus dotes de lenguaje diplomático: «Bolivia es un país amigo». Y respecto a quien pudo darle instrucciones agrega: «forma parte del secreto del sumario». De chicos, cuando nos acusaban de alcahuetes los demás niños solíamos decir: «Chincha, rebaña, que tengo una caña llena de piñones y tú no los comes». Todo esto es risible. Tristemente risible. Dramáticamente risible. Repregunto: ¿de dónde saca el Sr. Rajoy tan nimios compañeros de gabinete? A veces pienso que de una reserva doméstica profundamente obligada a toda sumisión por el favor extraordinario. Otras veces pienso, apoyándome una vez más en la historia de Roma, que se trata de impuestos amigos aviesos que tienen instrucciones oscuras del emperador. Roma degollaba con una cierta regularidad a los procónsules, a los que se obligaba a un gobierno exactor y cruel en beneficio de la satrapía romana. Esos procónsules tenían que sentar a su mesa a docenas de petronios, en este caso poco elegantes o agudos, que soplaban en la oreja imperial las torpezas del procónsul. El Sr. Rajoy quizá sea una especie de Rómulo Mínimo.

Una duda: ¿ha consultado el Sr. Margallo, antes de meter los dos pies en el lodazal, a ese organismo que se denomina, creo, Consejo del ministro y que está formado por todos los embajadores que por una causa u otra quedan en una situación flotante? El Sr. Margallo, el Sr. Wert, el Sr. Guindos, el Sr. Morenés... ¿son ministros de España o procónsules del «divino» de la Casa Blanca o, puestos a ampliar el reparto, caballeros de la última portadora del anillo de los nibelungos?

Pero de súbito, en medio de la nebulosa explicación del Sr. Margallo acerca del abordaje al avión presidencial boliviano, el ministro español tiene un rapto de coraje y expele su última barbaridad: España «no tiene que pedir ninguna disculpa a Bolivia». Vuelvo a mi infancia, cuando ante la pelea perdida, decíamos al adversario: «Se lo diré a mi tío, que es amigo del alcalde». ¡Oh, Sr. Margallo! ¿Qué hemos hecho nosotros, los españoles, para merecer esto?

El imperio ¡qué miedo inspira! ¡Cuánto terror oscuramente explicable! Don Felipe Gónzalez dice que pese al respeto que siente por Estados Unidos, «lo que ha ocurrido no es tolerable». Ante todo, respeto. Luego un orillo crítico en donde aparece en huida el concepto de intolerancia. Claro que el Sr. González tiene ya un fondo de reserva que le permite alguna excursión a la luna. Y así lamenta que los países europeos «no pidan explicaciones seriamente» a Estados Unidos por su sostenida invasión de la vida ajena en nombre de la seguridad del Imperio que, inevitablemente, parece ser el Imperio de todos. Dice el Sr. González, como en un lamento, que a los europeos «solo les queda la superioridad moral» para redimir, al parecer, su incapacidad política y que, por ello, deben apoyarse en esa única superioridad. No es mal resto, creo, pero el expresidente del Gobierno español estima que ese resto es «solo» o solamente. Es, pues, un requerimiento más bien agónico, a mí entender, de la superioridad moral, porque revela la escasez de soberanía que queda a Europa. Rebeldía secreta del lenguaje, que tantas cosas desnuda aunque nuestra voluntad no quiera.

Evidentemente la dependencia europea del gran poder americano obliga a plantearnos el enérgico uso de una libertad que valga calificar de tal. Es innegable que en manos de Europa hay una infinidad de recursos para alzarse frente al Goliat estadounidense ¿Por qué no se procede, pues, a ese alzamiento? La única explicación aceptable del servilismo existente estriba en que los protagonistas europeos están incardinados, mediante diversas vías, en la riqueza norteamericana y en la averiada ética de esa riqueza. Ya no hay una clase política europea con soberanía sino una clase que forma parte del poder imperial trasatlántico. Una clase política delegada. Esto que digo resulta de una elementalidad patente, pero lo que entristece a las almas libres de Europa no es la simple comprobación de ese dominio económico sino la adhesión con que un monto escalofriante de ciudadanía vive el miserable pragmatismo americano como el único pensamiento respetable. La dominación norteamericana se ha introducido en millones de ciudadanos hasta hacer de ellos unos individuos despojados de toda calidad intelectual. La Universidad y la mafia de los expertos han hecho una destructiva labor de derribo de la vieja moral europea. Incluso han adornado ese envoltorio con un lazo de cristianismo visiblemente falsificado.

El pragmatismo es la doctrina que ha puesto de rodillas al mundo ante el ídolo americano. John Fiske, eminente pragmatista, dice en su obra «Ideas políticas americanas» que la doctrina de la superioridad anglosajona es parte de la conducción para la dominación mundial o doctrina del «Destino manifiesto». La raza blanca o anglosajona toma el lugar de la voluntad de Dios mediante este cínico circuito: «El primer paso es la negación positivista de la necesidad objetiva de la ley, bajo la cubierta de un ataque a la teoría teológica. El segundo paso es la sustitución de la ley objetiva por la conveniencia. Y el tercer paso es la reinstalación esencial de la justificación teológica», con la declaración de que, ante el éxito, «Dios está con nosotros». El final es de Dewey, que declara que debe sustituirse la verdad por la actividad. El resto es lo que ven millones de ciegos. Por ejemplo, el Sr. Margallo.






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