Este texto aparecido originalmente en Gara ha sido publicado en Rebelión:
¿Condenar? ¿No condenar?
Alfonso Sastre
PARA PACEM (II).- Tras «Es un crimen contra la paz (si vis pacem, para pacem!)», Sastre nos ofrece una nueva reflexión sobre la situación en Euskal Herria. Reflexiones que conforman una serie de artículos que GARA ofrecerá a sus lectores los próximos días. Sastre menciona hoy dos razones por las que la gente puede no condenar las acciones de ETA. La primera es que esas personas compartan sus acciones. La segunda es que no quieran situarse en contra de un futuro y seguro diálogo político para resolver el conflicto, dado que «nunca una mesa de negociación se forma llamando asesinos a los virtuales interlocutores, ni exigiéndoles que se pongan de rodillas y que besen las suelas de los zapatos de quienes los convocan».
Al parecer, y en parte seguro que es así, una de las claves de que hoy nos encontremos en una especie de callejón sin salida -cuya salida hay sin embargo que buscar- que impide, hoy por hoy, la vida legal de determinadas organizaciones políticas patrióticas de izquierda, reside en que éstas rehusan condenar las acciones militares o terroristas según quien las defina en cada caso, de ETA. ¿Militares? ¿Terroristas? Ya oigo el reproche que se me puede hacer desde una u otra parte, según las defina de una manera o de la otra; y otra vez aquí tendría que recordar lo que he dicho aproximadamente mil veces en el pasado, atendiendo a la importancia de la semántica en nuestras relaciones (asunto éste de la semántica que he de considerar en un artículo que ha de seguir a éste que estoy escribiendo ahora): que se suele definir como «militares» las acciones terroristas de los poderosos (opresores), y como «terroristas» las acciones militares de los débiles (oprimidos); pero ahora estamos tratando de ocuparnos, puntualmente, del tema de las condenas o no de la violencia de ETA por parte de determinadas organizaciones.
Sobre este punto, hemos de decir que se puede «condenar» a «los terroristas de ETA» como hace el señor Ibarretxe con gran entusiasmo siempre que se le presenta la ocasión, y ello con fuertes dosis de «desprecio» (creo que es su palabra) y otros sentimientos vehementes contra los autores de tales atentados, a quienes considera ciertamente como unos hijos de puta (aunque ésta no sea su palabra), y que le «dan asco» (estas palabras sí lo son), y no por eso consigue desembarazarse de la sospecha, y hasta de la acusación, de darles el oxígeno preciso para que respiren. Poco menos que un cómplice de ETA es, para esas gentes, el señor Ibarretxe, y hasta podría temerse que cualquier día acaben ilegalizando al PNV y, desde luego, a EA, y no digamos a Aralar, por no condenar de modo debido (¿será eso?) las acciones a las que nos estamos refiriendo. ¡Ay, Señor! ¡Así nunca llegaremos a ninguna parte! ¿El españolismo metafísico está cegando las vías de toda solución? ¿No habrá algún dirigente de una izquierda verdadera en las filas de la izquierda española? (Porque tampoco con Izquierda Unida se puede contar para una tarea de esta envergadura, la de la paz). ¿Estamos, pues, en un callejón sin salida? Yo pienso que un problema más grave que el que nos plantea la inanidad de declaraciones como las de Ibarretxe, tan evidentemente condenatorias, acaso resida, es cierto, en que hay organizaciones que «no condenan», ni poco ni mucho ni nada ni de una manera ni de otra, esas violencias.
Condenar, no condenar; ahí, decíamos, se suele afirmar que está la clave del problema. Nosotros acabamos de ver que no abre caminos a una solución un tipo de condenas, ni siquiera las más fervientes. ¿Y ello por qué? Porque son condenas pronunciadas por partidarios, aunque sean «moderados», de una cierta soberanía para su país (Euskadi). Lo cual quiere decir, en definitiva, que la clave de la cuestión no está en que se condene o no se condene sino en que se sea o no sea partidario de una férrea «unidad de España».
Si la clave no está, pues, en que se condene o no se condene, ¿qué hay, sin embargo (o no queda nada), de verdad en que tal condena o no condena pueda seguir estimándose como esa clave para que unas organizaciones sean arrojadas a la muerte civil de la ilegalidad, y decenas de miles de ciudadanos sean desprovistos de sus derechos políticos, que se suponen sagrados en un «estado de derecho»? (¿Será cierto lo que el analista belga Jean Claude Paye afirma de que estamos viviendo «el final del estado de derecho»? Ver su obra de este título en Hiru, 2008).
Seamos claros y vayamos hacia el corazón del tan reiteradamente debatido problema; y entonces nos encontraremos con que la negativa a «condenar» las acciones de ETA puede explicarse por dos muy concretas razones:
1.- Porque quienes «no condenan» están de acuerdo con esas acciones.
2.- Porque quienes «no condenan» piensan que «condenar» tales acciones les haría caer en un coro de «condenantes» que los convertiría en impresentables ante los interlocutores con quienes se desea establecer la paz; y esto es sabido, desde luego: que nunca una mesa de negociación se forma llamando asesinos a los virtuales interlocutores, ni exigiéndoles que se pongan de rodillas y que besen las suelas de los zapatos de quienes los convocan.
No sé cuál es el caso de las organizaciones que no condenan hoy las acciones de ETA; pero si el problema se refiriera a mí mismo, que nunca he publicado condena alguna al respecto ni he suscrito las que otros hayan formulado, diré claramente, como lo he hecho otras veces, que los dramaturgos pertenecemos a la estirpe de quienes en Grecia reflexionaban sobre los grandes horrores, como el de Medea (una madre que mata a sus hijos), tratando, en este caso, de descubrir y revelar la responsabilidad de tan atroz hecho. La noción de tragedia nos sitúa en estos territorios que en ningún caso son dispensadores de condenas o absoluciones, es decir, de sentencias judiciales. Los dramaturgos podemos ser acusadores pero en ningún caso somos jueces. (Si algo detesto con todas mis fuerzas es la tortura policíaca, y nunca he publicado una palabra de condena a esta ominoso práctica. ¿Condenar? ¿Para qué?).
El otro día, en un programa de radio, oí a un contertulio responder a otro que acababa de «condenar» no sé a quién ni por qué: «Te prohíbo que condenes», y añadir que «nadie se puede erigir en juez supremo». ¡Bravo!, exclamé yo para mis adentros.
Y ahora añado yo que: Sea cual sea la relación que haya entre la izquierda abertzale política y cultural -y yo soy de la opinión de que sólo hay una, eso sí, muy importante: la identidad del objetivo estratégico, la independencia de Euskal Herria-, es preciso, para la paz, que las posibilidades de una relación respetuosa entre los unos y los otros no se rompan , lo cual sucedería en el caso de que esa izquierda pasara a cantar en el coro de las «condenas», en el que tantas personas impresentables cantan. Es por eso por lo que opino que la izquierda patriótica no debe «condenar» esa acciones, sea cual sea su opinión sobre ellas.
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