Este escrito ha sido publicado en Gara:
Berna Gómez Edesa | Padre de preso político vasco
Imágenes de este lado de la cárcel
Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Seguramente en la mayoría de los casos puede servir tal afirmación. A modo de ejemplo, ver al Papa sonriendo con el tricornio de la Guardia Civil puesto expresa inmejorablemente la ligazón de la Iglesia con el poder y sus fuerzas represivas, a lo largo de la historia y en el presente de cruzada centralista y española. Habría que enviarle al Papa el testimonio de Amaia Urizar tras pasar por el cuartelillo.
Todas las visitas a la cárcel a ver a mi familiar me impresionan, me ofrecen situaciones intensas cargadas de emociones variadas, de vivencias que marcan. Todas las visitas, digo.
Las dos últimas y seguidas visitas que he hecho a mi hijo, tras siete meses sin poder hacerlo por castigo de las autoridades francesas, han sido especialmente intensas y emotivas, cargadas de imágenes inolvidables, contradictorias, que deseo compartir.
Pero no hay fotos, ni video para ello, son utensilios prohibidos; tras el muro de la cárcel, durante la visita, sólo eres una tarjeta de autorización en manos de un ejército de funcionarios, de cuyo estado de ánimo e interés dependes.
A uno le gustaría escribir como Benedetti, es un ejemplo, para transmitir en poesía esa imagen de una treintena de familiares de presos vascos, en la sala de espera interior de la cárcel de Fresnes, cantando «hator, hator etxera» bajo la entusiasmada batuta de Irati, hija de padres presos, que estaba allí para visitar a su aita. La vitalidad, la inocencia, la ternura de sus cuatro añitos imantaron las energías de ese grupo de amatxus, compañeras, hermanos y amigos de presos vascos uniendo sus voces de dialectos diferentes, para derretir con la magia de la unidad y la dignidad los muros de la prisión y confundir las conciencias de sus guardianes. Jamás una canción tuvo tanto sentido y sonó tan bien.
Irati no sabe aún que su aita fue durísimamente torturado por las gentes que visten ese gorro tan raro del que en esa famosa imagen alardeaba Benedicto XVI.
Uno quisiera ser bertsolari de los de la final para haceros ver a quienes esto leéis esa imagen de la amatxu de Santurtzi o del aita de Iruñea, nerviosos en la ventanilla ante el funcionario que decidirá si el paquete de comida pasa o no. Comida restringida a una pequeña cantidad, a determinado tipo de productos y a una sola vez al año por estas fechas, que tiene sobre todo el valor del cariño con el que ha sido elaborada y envasada y que sus hijos saborearán como el mejor manjar que los dioses puedan disfrutar y que compartirán con los kides del módulo.
Quisiera dominar muy bien al menos este idioma en el que me expreso, para definir en toda su extensión de dolor, rabia e impotencia ese momento de la visita en que Nahia, mi hijita de tres años, rompe a llorar porque al pasar el control de acceso al interior la funcionaria le impide llevar a Iratxe, la muñeca con la que quería jugar con su hermano preso. El fracaso social que supone la existencia aún de cárceles se expresa con rotundidad en ese hecho inhumano y cruel; el monstruo de los cuentos infantiles adquiere dimensión real, cercana, uniformada; una niña vasca de tres años empieza a mamar miedo y odio a gentes reales; ella, que entusiasmaba a su clase con el viaje que iba a realizar en tren de litera a un lugar muy lejano para ver a su hermano, seguramente no volverá a la escuela contando feliz a sus compas que ha estado en París; para ella París ha dejado de ser una palabra mágica en un paraíso de cuento.
Quién pudiera expresar, con la sensibilidad y profundidad con que escribe Naiara en “Ataramiñe-05”, ese eterno mágico instante en que el preso conoce a su hermano de dos meses; ¿quién dijo felicidad? Tiene que ser imposible encontrar un término gramatical para definirlo. El preso, expresión de entrega generosa en la causa por la construcción de un mundo nuevo para las futuras generaciones, se encuentra cara a cara con ese futuro, con esa razón de su propia lucha, y lo mira alucinado, entusiasmado, brilla su cara, su corazón se arritmia, sus ojos se humedecen, lo agarra entre sus brazos con timidez, el amor inunda el locutorio, la cárcel se desvanece, no hay muros, ni rejas, ni alambres de espinos, ni guardianes, sólo inmenso amor; todavía se puede tener esperanza, creer en la humanidad, en el futuro.
No hicieron falta frases largas ni complejas para el primer encuentro de este padre de preso político vasco con la familia del preso político corso que junto con otros acogieron y ayudaron a mi hijo en los primeros momentos de prisión. No hicieron falta los idiomas nacionales ni los opresores; bastó con la mirada transparente, plena de conspiración y solidaridad, con el abrazo cálido y sincero. Imagen de amor solidario e internacionalista.
Infinidad de imágenes a mil kilómetros de casa, en la Francia de la libertad, igualdad y fraternidad, en el París carcelario, en Fresnes, la misma prisión que expone en uno de sus muros unas inscripciones en memoria de quienes la sufrieron en su «resistencia» contra el fascismo. Millones de imágenes que semana a semana, en decenas de cárceles a lo largo y ancho de los dos estados, van marcando los sentimientos, forjando la dignidad y condicionando la existencia de miles de vascos y vascas. Imágenes contradictorias, de opresión y de resistencia, de dulzura y de dolor, de amor y de odio, pero siempre en el marco trágico y terrible que es la cárcel.
Uno sueña vivir la imagen definitiva de la libertad de los presos y presas en una Euskal Herria libre, justa y en paz, y también la más inmediata y posible de la calle Autonomía de Bilbao llena de hombres y mujeres dignas que asumen que no es posible avanzar hacia esos objetivos con la actual situación carcelaria. Que Zapatero, Chirac, Ibarretxe, Sanz y Benedicto XVI no vean huecos, esta vez sí, en esa foto.
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