Desde Naiz traemos a ustedes la reflexión a la que nos invita Iñaki Egaña en la estela de las declaraciones llevadas a cabo por el terrorista de estado español José Barrionuevo en relación al secuestro de Segundo Marey.
Adelante con la lectura:
Se hace irracional dudarlo
Iñaki Egaña | HistoriadorTenía 42 años y había salido a celebrar con sus amigas la fiesta de la sardina. La calle estaba repleta mientras los jóvenes pedían amnistía después de cuatro décadas de una dictadura feroz. Y como era habitual, las fuerzas represivas asaltaron Santurtzi con la excusa de reventar la reivindicación. El orden, decían sus mandos, era el bien supremo. Las balas mataron a Normi Mentxaka y causaron heridas a Sebastián Peña y José Unamuno.
Ese mismo día, en la vecina localidad guipuzcoana de Azpeitia, la Guardia Civil detenía un coche con cinco personas. Les hicieron salir, credenciales y registro del automóvil, donde aparecieron algunos pasquines de las Gestoras pro-Amnistía, documentación ilegal dijo el Gobierno Civil. Al calabozo los cinco, entre ellos Andoni Elizondo, entrenador de la Real Sociedad de fútbol. Tuvieron suerte al detectar el control porque desde que año y medio antes la Guardia Civil matara a Mikel Salegi en un supuesto control a la entrada de Donostia, ya eran una decena los fallecidos en esas circunstancias.
Tuvieron suerte también porque quedaron en libertad, probablemente por la relevancia mediática del entrenador realista. No tanta, por ejemplo y en esas semanas, Luis Núñez Astrain, que sufrió 40 días de calabozo para ser torturado a conciencia. O Begoña Carro que antes de ingresar en Basauri padeció 20 días de comisaría y malos tratos. O Carmen Arriaga de Mundaka, cuyo relato del mes que pasó en el calabozo antes de ser llevada ante el juez, sirve para erizar el vello. Vergüenza de la condición humana.
En Santurtzi, a Normi Mentxaka le entró la bala por la nariz y se alojó en el cráneo. Murió en el acto. Y el forense que la extrajo escribió, con bolígrafo de cemento, que «al parecer», la muerte de Normi se debió a un arma de fuego. La nota oficial señaló a dos guardias civiles de paisano como autores de los disparos porque se sintieron «acosados por los manifestantes». Se refugiaron en el local de la Policía Municipal del Ayuntamiento y a las cuatro de la madrugada llegó un Land Rover de la Benemérita que trasladó a los agresores a lugar seguro. Hasta hoy. Mientras, sus compañeros de la Policía Armada apalearon a quienes protestaban por la muerte de Mentxaka y por la protección a los verdugos.
Los sorprendente de esta concatenación de hechos delictivos tiene que ver con la construcción del relato. El Archivo Histórico de Bizkaia corroborará dentro de cuatro años, cuando pasen 50 de lo sucedido y la documentación sea accesible, el cambio en el relato. Aunque las hemerotecas sirven para evidenciarlo. Fueron agentes de la Guardia Civil de paisano los que mataron a Normi Mentxaka, según las declaraciones oficiales de los días siguientes, hasta que, en un determinado momento, alguna instancia suprema decidió que no fueron guardias civiles sino «desconocidos» Guerrilleros de Cristo Rey, una de las marcas utilizadas por el Estado, como BVE o GAL, para estampar sus tropelías. Más de 2.000, se dice pronto, en los últimos 50 años, aunque parezca que únicamente recordemos a las de los GAL.
El cambio de relato que, aún se mantiene, tuvo un seguimiento paralelo, avalado por otros actores que no apretaron el gatillo, pero lo hicieron posible. El expediente de Normi desapareció, pero el Juzgado de Instrucción número 5 de Bilbo, fue capaz de interpretar en clave legal lo sucedido: «un enfrentamiento entre manifestantes». El juez archivó las diligencias por no encontrar indicios de quienes fueron los autores del crimen, a pesar de que se habían refugiado durante media docena de horas en el Ayuntamiento, ni tampoco «encubridores». Evidente, él era uno de ellos.
Por fin, en 2002, la Audiencia Nacional reconoció a Norma Mentxaka como «víctima del terrorismo». Pero, recuerden que la presidencia hispana correspondía al «simpático» Rodríguez Zapatero y la cartera de Interior estaba en manos de Alfredo Pérez Rubalcaba, el abogado del Estado recurrió la resolución del Supremo. A instancias de Interior, de Pérez Rubalcaba. Aquello no era «terrorismo». La impunidad incluso para el relato. En 2006 el Supremo lo corrigió.
Los casos simultáneos de Mentxaka, Núñez Astrain o Andoni Elizondo me vienen al recuerdo con el eco reciente de las declaraciones del exministro José Barrionuevo sobre los GAL y la participación del Estado en las redes de la guerra sucia. Los ejemplos surgen a borbotones para ofrecernos esas cifras espeluznantes: 40.000 detenidos por razones políticas (Jon Mirena Landa cuando era director de Derechos Humanos del Gobierno de Gasteiz), 10.500 torturados (Paco Etxeberria en el reciente documental “Karpeta urdinak”), 1.500 atentados parapoliciales contra propiedades, 853 contra personas con 83 muertos (Euskal Memoria). Con otros actores, encubridores que han hecho posible esa que llamamos «guerra sucia»: jueces, periodistas, grupos políticos, forjadores de opinión, forenses, dirigentes, sindicatos, empresas…
Lo de Barrionuevo no es sino la pataleta de un palo que se siente excluido del relato triunfal. Lo de los GAL, Guerrilleros de Cristo Rey, AAA, BVE… no son sino nombres irrelevantes de una estrategia, un modelo y una estructura que emana desde despachos oficiales. Con una jerarquía militar y política. El resto, eso de cuatro ultraderechistas despechados, es un cuento chino destinado a cubrir un relato insalvable.
Cuando el Estado llevaba ya unos cuantos años de actividad paralela, «de día uniformados de noche incontrolados», un personaje tan poco sospechoso de veleidades radicales, un hombre gris, de orden, como era Jesús Mari Leizaola, residente en París y presidente aún del Gobierno Vasco en el exilio, divulgó un documento precisamente sobre esos «comandos nocturnos, evidentemente protegidos –y se hace irracional dudarlo– compuestos por elementos de las propias fuerzas del orden». No nacimos ayer. Así que, Barrionuevo no es uno, son miles desperdigados por los andamios del Estado.
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