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viernes, 25 de noviembre de 2022

Egaña | Entre Deneb y Kepler 11

Les presentamos el más que ingenioso comentario de Iñaki Egaña a lo que ha terminado por desenterrar el hallazgo antropológico de 'la Mano de Irulegi':


Entre Deneb y Kepler 11

Iñaki Egaña

Elevar la mirada hacia el universo produce una especie de vértigo existencial. No ya por la dimensión gigantesca de galaxias, agujeros negros y cúmulos, sino por esa relativización de nuestras historias particulares, perdidas en un entorno infinito, espacial y temporal. Nos hacemos trucos para fortalecer las certidumbres, también las comunidades, y dejar una huella en el océano galáctico, de los nuestros y de nuestras luchas por un mundo mejor. Con artimañas sobrevivimos y finalmente logramos vencer la quietud inexorable que marca el calendario astronómico. Somos de la misma composición de las estrellas con el añadido del carbono, oxigeno, calcio, fósforo, emociones y convicciones. Suficiente para justificar nuestro paso por el planeta y, en lo particular, por Euskal Herria.

Hace unas semanas me surgieron algunas de estas reflexiones acercando los prismáticos a una constelación que dicen es la más hermosa de la latitud norte, la del Cisne. No soy experto, como habrán observado en el párrafo anterior, en cuestiones filosóficas, como tampoco en estelares. Pero hoy en día, con las aplicaciones asociadas el teléfono móvil, podemos descubrir e identificar buena parte del universo visible. No, en cambio, las razones existenciales, asociadas ya al devenir de cada uno.

En la constelación del Cisne, la aplicación, los prismáticos, una zona de escasa contaminación lumínica y una extensa explicación de la app, me permitieron acercarme a una estrella que el manual decía se trataba de la 19 más brillante del firmamento. Su nombre científico Deneb, cola en árabe.

La particularidad de Deneb estribaba en que la luz que estamos viendo estos días procede de hace 2.100 años, según algunos catálogos astronómicos. La luz que pulsaba y emitía esta estrella hace 22 siglos es la que nos llega, con ese retraso de la distancia. Es decir, se trata de su pasado, en este caso cercano si comparamos este puñado de años con la edad del universo, al igual por cierto que otra menos visible, Kepler 11, a la misma distancia con el añadido que tiene seis planetas, dos menos que nuestro sistema solar.

Y en estos días, casualidades del devenir, un grupo de arqueólogos de la Sociedad de Ciencias Aranzadi ha dado “luz” a un descubrimiento espectacular, el que han denominado “mano de Irulegi”, con una inscripción descifrada únicamente en su inicio: “Sorioneku”. Dicen los expertos, que la mano tiene también 2.100 años. Lo que me ha llevado a una ecuación sencilla. Las luces de Deneb y Kepler 11 que observamos estas semanas partieron en la misma época que un hombre o una mujer colgó la inscripción de acogida o de rechazo de los malos espíritus en la puerta de su choza en Irulegi.

La superposición pudiera parecer forzada, pero a fin de cuentas estamos viviendo del pasado y gracias a él sobrevivimos. No sólo por el firmamento que nos rodea y que llega en diferido, sino también por todas esas señales que hemos ido descubriendo y que nos han hecho ubicarnos en la comunidad y en la vida de una forma determinada. En este caso, con una lengua que dicen vascónica por eso de abrir una puerta de consenso en época tumultuosa, en euskara arcaico que hubiera señalado Luis Núñez o en proto-euskara o paleo-euskara los lingüistas de hace bien poco. El nombre no tiene mayor importancia. Parte de nuestras raíces.

Bajo la luz de Deneb y Kepler 11, la mano de Irulegi interpreta numerosas cuestiones y aporta claridad sobre otras. La primera de la que teníamos varias impresiones previas, la de que no fuimos un país ágrafo, que rechazaba la escritura. Una especie de leyenda negra, ligada a una supuesta identidad bárbara de los vascos, ampliada por una cristianización tardía y unos relatos tenebrosos de los peregrinos a Compostela. La inscripción de Irulegi demuestra que un sector de la comunidad sabía escribir y no era analfabeto. En euskara, además.

Y la escritura, precisamente, es la que hemos marcado en nuestro recorrido vital señalado que son específicas del sapiens, para diferenciarnos del resto de los homininos y luego de los homínidos, y en general de todo el entorno animal. Ninguna especie es capaz de plasmar lo que ve, sus reflexiones, simbolismos, incluso de imaginar un mundo diferente (literatura) o de adornarlo para lograr emociones del mismo (poesía) como lo hacemos los humanos.

La escritura exacerbó lo que es una traza común a otras especies, la memoria. Permitió a generaciones que no tuvieron relación entre ellas su mutuo reconocimiento, al igual que a comunidades distantes saber de ellas. Aunque revolucionó el saber, las relaciones humanas y la propia vida, no fue capaz de sustituir durante miles de años a los relatos orales, la fuente de transmisión de la mayoría de las culturas mundiales hasta hace bien poco, también la nuestra. La oralidad, se asentó con su traslación al papel, anotando el conocimiento.

Y esa es la lección de Irulegi. Dejar testimonio, escribir, trazar los caminos para que generaciones posteriores sepan que adonde llegaron lo fue porque otras y otros desbrozaron las sendas previas. No sabemos en el momento que actuamos que estamos haciendo historia. Pero, aunque inconscientemente, la hacemos.

Deneb y Kepler 11 nos han acercado el brillo de la comunidad del valle de Aranguren. Otras, si nos detenemos cualquier noche estrellada, nos recuerdan otros acontecimientos. El resplandor actual que observamos de AH Scorpii, la décima estrella más brillante en el firmamento, en la constelación de Escorpión, corresponde al momento que nuestros antepasados pintaban en Santimamiñe y Ekain. La luz que hoy nos llega de Betelgeuse salió de la estrella cuando se producía la defensa de Amaiur. La Estrella Polar que vemos ahora es la de la época de Bernard Etxepare, Joan Pérez Lazarraga y Joanes Leizarraga. Y para el año que viene, veremos la emisión brillante que dieron en 1973 nada menos que 133 estrellas. Esperemos que el brillo de ellas corresponda a un nuevo descubrimiento o a un emotivo recuerdo.

 

 

 

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