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miércoles, 17 de marzo de 2021

Gil de San Vicente | Ley de Valor, Militarización y Guerras (II de V)

Traemos a ustedes la segunda entrega de un total de cinco en el que se ha dividido el texto de Iñaki Gil de San Vicente titulado 'Ley de valor, militarización y guerras justas e injustas', mismo que ha sido publicado en el portal de Rebelión.

Adelante con la lectura:


2.- Militarización, producción capitalista y lucha de clases

«No cabe duda de que nuestra teoría de la determinación de la organización del trabajo mediante la producción no puede encontrar mejor refrendo del que ofrece la industria de la matanza de hombres. Realmente merecería la pena que tú escribieras algo acerca de este tema –a mí me faltan los conocimientos necesarios-, algo que yo pudiese incorporar a mi libro como apéndice y que apareciera con tu nombre. Piensa en ello. Si te decides, ha de ser para el primer volumen, en el que toco expresamente este tema. ¡No puedes imaginarte lo que me alegraría que tu nombre figurara en mi obra fundamental (lo que he hecho hasta ahora no son más que pequeñeces) como colaborador y no sólo en las citas!»

Marx: «Carta a Engels, 7 de julio de 1866». Cartas sobre El Capital. Ediciones Bolsillo. Barcelona, 1974, p. 119.


¿Cómo se ha llegado a que la industria de la matanza de hombres sea el mejor refrendo de la organización de la explotación asalariada, de la organización fabril? La ley del valor exige entre otras cosas que se reduzca al mínimo posible la pérdida de tiempo, los tiempos muertos entre gesto y gesto, entre traslado de un lugar a otro de la empresa, en el traslado a los servicios, etc. Para racionalizar el uso del tiempo aumentando su productividad, la ofimática por ejemplo cambia los despachos, las máquinas, anula los espacios largos excepto lo exigido por la reglamentación sanitaria existente en ese momento, o la incumple con descaro. Lo hace porque el tiempo es oro y porque la clase trabajadora debe ser explotada intensa y extensamente; pero también porque el control del espacio y del tiempo en la empresa dificulta mucho o impide totalmente que la clase obrera hable entre ella escapando de la vigilancia empresarial, prepare resistencias, organice sabotajes no detectables a la producción, etc., desde el interior de la empresa para no tener que depender de reuniones externas realizadas en horas de descanso, de sindicatos amarillos y de partidos reformistas, etc.

La pregunta que hemos hecho es incluso más importante ahora que hace un siglo y medio cuando el epistolario entre Marx y Engels, porque ahora las conexiones a tiempo real en la cadena mundial de valor reducen al mínimo posible el desperdicio del tiempo, la integración de sistemas permite a la patronal controlar la producción, el almacenaje y la distribución en tiempo real, etc., y sobre todo vigilar el descontento obrero para adelantarse a sus estallidos. Las llamadas deslocalizaciones, que siempre han existido, el teletrabajo que se está expandiendo a raíz de la pandemia, y la desregulación y precarización extrema de la explotación social, estas y otras «mejoras» en la explotación social. Sin embargo, como decimos, ahora tiene aún más importancia la respuesta a la interrogante que la que ya tenía en 1866.

Significativamente, el secreto de la respuesta lo encontramos en el papel de la ley del valor dentro de la concepción materialista de la historia, o extraído también del epistolario entre Marx y Engels: el vocablo salario procede del pedazo de sal que era una de «moneda» con la que se retribuía a las legiones romanas, del mismo modo que el vocablo trabajo proviene de un instrumento de tortura para esclavos, etc. Pero la importancia de la remuneración mediante la sal, un bien muy valorado, nos remite sobre todo al rigor romano en el control del espacio y del tiempo mediante una planificación estratégica impresionante para garantizar la sal suficiente para pagar a tantos soldados. Pero esta es la parte más llamativa de la respuesta a la pregunta porque su núcleo no es otro que planificación de los cuarteles romanos había logrado una simplicidad y a la vez una a complejidad tales que lograba con esa unidad aparentemente imposible al menos cinco características integradas después por las empresas capitalistas:

Una: el ahorro máximo de tiempo y la reducción máxima de espacio no sólo para facilitar la vida interna del cuartel, los actos sacrificiales, los entrenamientos y la sanidad, etc. Los cuarteles estaban diseñados de tal forma que en poco tiempo estaban realizadas las calles, los asentamientos, las cuadras, las cocinas, el hospital, los arsenales… y en el centro, adelantándose más de dos milenios al panóptico, el puesto de mando. Incluso de noche y bajo temporal, cualquier soldado sabía dónde estaba, por dónde tenía que ir y qué debía hacer. Podía haber confusiones, pero mínimas, y la rapidez y prontitud eran la constante.

Dos, esta es la segunda característica: reaccionar con rapidez extrema a un ataque exterior sorpresivo, haciendo fracasar, o movilizar en muy poco tiempo un cuerpo expedicionario al exterior por cualquier razón urgente no prevista, es una expresión cruda de uno de los efectos de la ley del valor y que, en el capitalismo del siglo XXI, significa la producción en tiempo real, a pedido inmediato.

Tres, los cuarteles estaban diseñados para que las tropas no pudieran andar libremente de un lado a otro, sino que cada unidad tenía su lugar exclusivo, porque se buscaba impedir que pudieran relacionarse entre ellos al margen de los mandos, controlando así el malestar que pudiera surgir y los motines. Como en cualquier taller o fábrica, la patronal, el mando, vigila atentamente la fuerza de trabajo para que no resista.

Cuatro, los cuarteles podían ser montados en cuestión de horas y en plena noche, con un poco de iluminación por antorchas y hogueras, y podían ser desmontado también en poco tiempo para iniciar la marcha. Ahora, el capitalismo ha logrado montar en poco tiempo y en cualquier parte del mundo, oficinas, sucursales, talleres y empresas, desmontándolas cuando ya no son necesarias o rentables, desmantelarlas en horas y llevarlas a otros lugares donde la explotación es más rentable.

Y cinco, este desplazamiento de los cuarteles de un lugar a otro se realizaba mediante las famosas vías romanas que permitían rápidos movimientos para las condiciones de la época, y además esas vías estaban ideadas en forma de red de modo que los nudos centrales, los grandes cuarteles, hacían de puntos estratégicos que sostenían la agilidad de la red de dominación. Ahora, la red mundial del valor tiene puntos nodales fijos, los grandes Estados-cuna, que guardan la tecnología punta que nunca se transfiere del todo a las empresas «móviles», como los cuarteles romanos en las fronteras o dentro de los territorios insubordinados. Ahora hay empresas capitalistas extranjeras en países inseguros para el imperialismo, pero ninguna de ellas tiene independencia productiva total, dependiendo de la tecnología guardada en las centrales. Un cuartel romano podía ser destruido, pero la red de expoliación y saqueo apenas se resentía porque las grandes reservas centrales eran inaccesibles; ahora, un conflicto en cualquier país inseguro puede obligar a desmontar empresas y sacar capitales, pero la dominación del capital imperialista no se resentirá mucho. Los cuarteles centrales y los Estados-cuna procedían a lanzar feroces, atroces y breves contraataques de exterminio hasta reinstalarse de nuevo.

La disciplina greco-romana y su concepción de guerra atroz, feroz y breve permitió sobrevivir mal que bien al decadente imperio romano de Occidente frente a una tremenda superioridad numérica de los mal llamados «pueblos bárbaros», y luego mantuvo la agonía del imperio en Oriente, en Bizancio, casi mil años más. En su forma político-religiosa esa disciplina pasó a la Iglesia gracias a Pablo y a Agustín, y luego en su forma religioso-militar a los órdenes cristiano-militares, cuyo epítome era la Orden del Temple. En los «siglos oscuros» del medievo, las condiciones determinaban que las guerras entre las clases dominantes, en las que los obispos también tenían ejércitos, y las represiones de las revueltas campesinas fueran igualmente breves, pero la pobreza permitía a la Iglesia aumentar sus ganancias como primera potencia económica mediante los beneficios de administrar la «paz de dios» y la venta de fetiches, entre los que destacaban los militares, como la lanza de Longinos, la que se dice que remató a un tal Cristo. Aun así, Sean McGlynn nos detalla las matanzas atroces de la guerra medieval, una ferocidad, añadimos nosotros, desconocida fuera de Occidente.

Desde el siglo XIV y sobre todo desde el s. XVII se produjeron en Europa dos cambios importantes: Uno, los militares de las clases dominantes empezaron a estudiar a Vegecio y sobre todo a Polivio, extendiéndose al resto de historiadores y estrategas. Maquiavelo (1469/1527) fue uno de los principales estudiosos y divulgadores de los Antiguos. Y dos, en 1495 Leonardo da Vinci había diseñado un autómata al estilo de los inventos de Herón de Alejandría, y poco más tarde, desde el siglo XVII el pensamiento burgués ya estaba basado en el paradigma mecanicista en el que, además de las máquinas movidas aun por la fuerza animal, el viento y el agua, también empezó a tener un peso decisivo la inversión privada y estatal en la investigación científico-militar, en los metales y los cañones, la química de la pólvora, la balística y la trigonometría, la longitud y latitud de la tierra, la relojería y la medición del tiempo, la construcción militar y la planificación del espacio, la medicina y un largo etcétera. La tríada «experiencia, ciencia y espionaje» era subvencionada por los Estados sobre todo en las costosas exploraciones navales.

Así se extendía, la idea de tratar a las clases trabajadoras como si fueran autómatas, seres mecánicos sin conciencia, obedientes, que sólo necesitaban comer un poco: se habían sentado las bases para la imposición coercitiva y por hambre de la disciplina militar autoritaria y mecánica, que tiene más miedo a su propio mando que al enemigo, y la disciplina laboral atada por el terror al desempleo y la incertidumbre de la precariedad asalariada. La fábrica y la disciplina fabril organizadas como un campamento militar puesto a las órdenes de la ley del valor. Colbert (1619-1683) llevó la disciplina laboral que ya se aplicaba en las fábricas reales a niveles más altos, dentro de un proteccionismo mercantilista que más tarde facilitó el auge de la burguesía. Este fue y es uno de los secretos de la expansión capitalista.

Se debate mucho sobre el por qué China no dio el salto al capitalismo pese a reunir todas las condiciones. En su estudio sobre guerras y civilizaciones, Gerard Chaliand analiza la «ambigua estrategia» político-militar de la dinastía Ming (1368-1644) justo cuando en Europa nacía balbuceante y crecía el capitalismo, dándonos un dato esclarecedor: la débil disciplina de la infantería, es decir, que China no había podido crear ya para entonces una base socioeconómica que exigiera una disciplina social y militar como ya empezaba a existir en Europa desde al menos el siglo XVI. Es llamativo el caso mongol, que creó el mayor imperio terrestre, con un ejército brillante en el manejo de la ley de la productividad y del control del tiempo, con una capacidad tremenda para mover miles de jinetes con tres o cuatro caballos cada uno, avanzando rápidamente en grupos separados por decenas de kilómetros que confluían en un instante sobre el enemigo aniquilándolo si no se rendía, y si lo hacía quedaba obligado a pagar tributo y a obedecer en todo. Los mongoles eran desde el siglo XIII el paradigma de la rentabilidad del «trabajo» militar, pero su imperio se esfumó en el aire porque no crearon una estructura socio productiva centrada de algún modo en la mercantilización de las ingentes riquezas que acapararon, despilfarrándolas.

De la misma forma que la guerra relámpago alemana de la II GM tenía muchos precedentes históricos que respondían a la necesidad de rentabilizar el tiempo, la exigencia ciega de acelerar lo más posible el ciclo completo de la realización del beneficio capitalista responde, salvando todas las distancias, a la exigencia objetiva que se deriva de las leyes de la termodinámica y de la dialéctica de la naturaleza, aunque se muevan en niveles de la realidad que aparentemente no tienen nada que ver con el modo de producción capitalista. Un ejército parado o lento frente a su contrario que se mueve con rapidez, roza la derrota; una mercancía parada en el almacén mientras otra de la competencia circula con rapidez por los mercados, supone una pérdida. Una tropa indisciplinada se amotina o entra en pánico; una clase obrera indisciplinada se subleva o trabaja a desgana. El capital que no actúa con las «virtudes» de la guerra griega –feroz, atroz y breve– es rápidamente derrotado por otros capitales.

En el mismo año de 1866 en el que, como hemos visto, Marx le pedía ayuda teórica a Engels precisamente sobre la identidad de fondo entre la industria de la matanza de hombres y la industria de la producción de plusvalía, éste segundo, Engels, adelantaba tres razones por las que el ejército prusiano derrotaría al austríaco: unidad de mando, mejor logística e intendencia, y mejor artillería: cualquier empresario avispado sabe que, traducido a su negocio, estas tres ventajas prusianas son imprescindibles para sobrevivir en la «guerra del mercado». Pero lo más significativo de las reflexiones entre ambos amigos sobre la inserción de lo bélico en el capital radica en que a la vez desarrollaban la teoría de la máquina dentro de la ley del valor y, por tanto, de la lucha de clases. Eran estudios que les exigían estar al tanto de los avances en la teoría del calor, de los fluidos, de los cristales, de la dialéctica entre «campo» y «sustancia», etc.… de la termodinámica, en suma.

La teoría de la máquina de Marx no es en modo alguno tecnicista, de determinismo tecnológico, como se ha falsificado deliberadamente. Por el contrario, es una teoría inserta en otra más abarcadora, la de la explotación de la fuerza de trabajo, la de la plusvalía, la de la lucha de clases… La máquina en un medio de producción dentro de las fuerzas productivas, pero no el fundamental, sino que es el proletariado y sobre todo en sus momentos de conciencia-para-sí, la fundamental y decisiva fuerza productiva. Hay que partir de aquí para seguir luego el enriquecimiento de su teoría de la máquina que, en su tiempo, se sostenía sobre los motores térmicos, mientras que los motores simples lo habían sido de Galileo. Las leyes de valor en su forma cualitativa y cuantitativa, y de la guerra estaban en aquél entonces enmarcados en ese paradigma y en su contexto objetivo, que ha sido confirmado y enriquecido desde la década de 1930 por la teoría computacional de la máquina de Turing. No podemos desarrollar aquí las implicaciones de este avance en la teoría de la máquina computacional en las luchas de las clases y pueblos explotados, y en la práctica de la guerra.




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