Iñaki Egaña ha compartido el siguiente texto en su cuenta de Feisbú:
Somos hijos de las ideas, del afecto de nuestros antepasados, de épocas más o menos luminosas, más o menos lúgubres. Somos la esencia de los días, la cuerda de una existencia interminable que se asocia con cordones, hilos y se enhebra a golpes.
Benigno y Sixto eran hermanos, uno agricultor, el segundo trabajador en una imprenta. Hijos de Quirico Los Arcos y Petra Hernández. Atrás habían dejado media juventud, cruzando el supuesto ecuador de la vida, los cuarenta. Vecinos de Biana, Sixto esposó con María.
Benigno era soltero.
Benigno fue detenido en marzo de 1938, Sixto en abril de 1939. Aunque pueda parecer una aberración, fueron afortunados. Si hubieran sido arrestados año y medio antes, sus cuerpos reposarían en alguna cuneta junto a caminos de herradura. Como otros 3.000 compatriotas navarros.
Esquivaron la muerte, pero no la dispersión. Sixto fue internado en Alcalá de Henares, lejos de su casa. Benigno en otro continente, en la prisión provincial de Las Palmas, en la isla de Gran Canaria. Un mundo de por medio.
Presos vascos modernos ocuparon 50 años después las mismas celdas, remodeladas incluso en el mismo lugar. En Alcalá-Meco, cientos. Desde 1992 en Salto del Negro, en Las Palmas, varias decenas: Garratz Zabarte, Jon Gaztelumendi, Esteban Nieto, Iñaki Rike, Fernando Arburua, Jon Tapia... también en Tenerife, entre ellos Jon Anza.
Mucho tiempo antes, al terminar el primer conflicto dinástico que llevó a la cárcel y al exilio a miles de jóvenes vascos, Domingo Belaustegigoitia fue detenido en Amorebieta. Como tantos otros. Entre dos generales, Espartero y Maroto, sellaron un supuesto armisticio, que llamaron de Bergara, y la guerra se acabó. No, en cambio, las pesadillas.
El bando de Belaustegigoitia se llevó la peor parte. Los detenidos ingresaron en prisión, marcharon por miles al exilio, fueron perseguidos por las autoridades francesas y se vieron abocados a cruzar el Atlántico, a Uruguay. Para aligerar las cárceles repletas, el Gobierno español comenzó a deportar a los internos. A Domingo Belaustegigoitia le enviaron a Cuba, a otros a Puerto Rico y Filipinas. Un total de 2.232 vascos dispersados a islas lejanas. Domingo jamás regresó a Bizkaia.
En mayo de 1984, casi un siglo más tarde, varios detenidos vascos en el Estado francés fueron deportados también a Cuba: Peio Ansola, José Ángel Urtiaga, José Mari Larretxea, Txutxo Abrisketa, José Miguel Arrugaeta... Sólo unos meses después, en diciembre de ese año, un tribunal de Pau anuló su expulsión. Pero París no acudió a La Habana con un avión Mystère para recoger a los represaliados. Le trajo al pairo su propia justicia.
Larretxea murió a orillas del Caribe, entre ecos de sones y boleros, como aquel joven desterrado de Amorebieta, como Luziano Izagirre, en 2012. Mensajes, pregones de todas las memorias cardinales, como escribió Mario Benedetti.
En los tiempos de Belaustegigoitia, la señora Patricia Ollo y sus dos hijas, fueron detenidas y encarceladas en la prisión de Iruñea. Para aquellos que no sean especialistas, su nombre no dice mucho. Patricia Ollo era la esposa del general Zumalakarregi, líder del bando sublevado.
Ni su detención ni la de sus hijas fue causalidad. Estuvieron retenidas, como rehenes, para intentar modificar la actividad militar de Zumalakarregi. Secuestradas, como esos padres que durante décadas caían en un calabozo local cuando sus hijos escapaban del servicio militar. A la espera del intercambio. Zumalakarregi murió en el asalto a Bilbao, como es sabido, y Patricia y sus hijas fueron liberadas. Cruzaron la muga, la policía francesa les detuvo y les asignó en Angulema.
He recuperado Angulema como podía haberlo hecho con Marsella, Calais, Burgos, Soria, Cáceres, o incluso Sidi-Bel-Abbès, en Argelia, destino de presos, de desterrados vascos ayer, hace unas décadas, hace un siglo. En Angulema fue internado José Manuel Esranizaga, alcalde de Oiartzun antes de la primera guerra dinástica. También Manuel Unzueta, diputado a Cortes por Gipuzkoa en 1869, un par de generaciones después.
Al igual que Pili Claver Labairu, comunista de la localidad navarra de Isaba, cuando la ocupación nazi, en 1941. En Angulema está enterrada. En esa misma ciudad fue detenido el gasteiztarra Alberto Félix López de la Calle, en sus calabozos, fríos y húmedos como en todas las celdas del mundo, ahogaron su inquietud Iker Mendizabal y José Juan García, en 2007.
Hace varios años, sacamos a la luz aquel terrible accidente ferroviario en Alanís de la Sierra (Sevilla) que cercenó la vida a un centenar de presos, la mayoría vascos. La mayor tragedia generada por la dispersión. Fue en noviembre de 1937 y durante décadas, gobiernos de uno y otro signo ocultaron aquella penalidad.
El tren de la muerte transportando presos como si fuera ganado había partido de Bilbao. El destino era la prisión de Puerto de Santa María, en Cádiz. Destino peninsular, paradigma del destierro. El lugar más lejano desde Euskal Herria. Aunque aún habia otro más lejano, Las Palmas. A su prisión, a la de Las Palmas, fueron enviados nueve presos vascos encarcelados en Puerto, entre ellos Teodoro Arregi, ex alcalde de Durango. En diciembre de 1939.
Treinta años más tarde, 1969, una nueva generación. Burgos, Soria... y Puerto de Santa María. Varios centenares de vascos han pasado por sus celdas. Castigo añadido para familia y amigos. Hoy, 2016, no hay cárcel alguna en ninguna parte del mundo, incluida Francia y España, con tanta cantidad de presos políticos vascos, 27. ¡Ninguna como Puerto!
A estas alturas de la vida, de estos párrafos que se enlazan uno a otro con signos de admiración, con cierta dosis de desesperación, no entiendo la dispersión de presos vascos como una cuestión técnica, penitenciaria. Ni siquiera como una decisión política.
Secuestrar, tomar rehenes, incidir en el desasosiego familiar que cada cierto tiempo se echaba al tren, a la carretera, para alcanzar los muros de una cárcel lejana... Un puro ejercicio de venganza.
Legislaciones de todo tipo, entre ellas las internacionales, las franquistas, las monárquicas... ahondaron en la cuestión: los presos cumplirán pena en la prisión más cercana a su domicilio.
No ha sido así cuando estaba en juego la naturaleza de España, la grandeza de Francia. En la medida que menguaba el territorio de ambos estados, la dispersión de sus presos vascos se fue constriñendo. Pero aún sus tierras son extensas, sus travesías interminables.
Durante el primer franquismo, los presos políticos vascos fueron dispersados por 135 cárceles. Creo que no hubo más cárceles en territorio bajo autoridad española. Entre ellas la de Melilla, que acogió entre otros al tolosarra Domingo Artegain. En 1970, los presos políticos vascos estaban dispersados por 20 prisiones. En 1998, aún había presos vascos en Ceuta, Melilla, Las Palmas y Tenerife. En 2016, España y Francia acogen presos políticos vascos en 70 prisiones (más una en Portugal), algunas de las cuales, como las de Puerto, son varias en el mismo entorno.
La vendetta, el alejamiento de los presos, la dispersión ha causado, entre presos y familiares, 40 muertos en estas últimas décadas. Un número relevante que no llega siquiera a la estadística cuando alguna institución ha querido acercarse al tema. Al parecer, morir al salir de una curva, en la carretera, después de centenares de kilómetros conduciendo, un mes sí y otro también, o colgado de una viga en la soledad y lejanía de una celda, es natural. Tan natural como la propia dispersión.
Porque al parecer, como en otros aspectos de esta ajada y estrujada vida, la tradición es un valor en sí. Y esta tradición, maldita tradición, apunta el objetivo de la dispersión, crear el mayor sufrimiento posible a la disidencia y rebelión vasca. Y con ello, todo está justificado.
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