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sábado, 18 de junio de 2011

Los Indignados y el Terrorismo de Estado

Mientras que los indignaditos continúan crucificando a los indignados, estos ya se dan cuenta que terreno pisan, y si no lo han hecho, entonces les recomendamos leer este texto publicado en Rebelión, pues o una de dos, o están "contaminados" o son "parte del entorno":

15M. Hobbes en la Ciutadella

Violencia y legitimación del Estado

John Brown

Han tardado en hacerlo, pero la máquina ya está en marcha. Tal vez por oportunismo preelectoral o por genuina sorpresa ante un movimiento tan lógico como inesperado y tan potente, no se atrevieron hasta ahora a utilizar el arsenal de siempre contra el 15M. El arsenal de siempre, blandido ayer por Felip Puig y Artur Mas en el Parlamento catalán, es la utilización de los términos "batasunización" y "kale borroka", es la reducción de toda oposición radical al régimen al punto de fijación que es "la cuestión vasca" identificada con el "terrorismo" y la "violencia". La cuestión vasca acepta a una zona pequeña del Estado español, pero ha sido hasta ahora estratégicamente determinante, pues ha dado al régimen heredero del franquismo oxígeno para mantener un aspecto fundamental de su constitución material: la política, la legislación y los aparatos de excepción que configuran la democracia española como "democracia antiterrorista". No es exagerado pensar que lo que hizo tan extraordinariamente fácil la transición a la democracia fue que, en este aspecto de la excepción antiterrorista no hubiera transición alguna sino riguroso mantenimiento de la legislación y de los aparatos policiales y judiciales del franquismo.

Los incidentes de Barcelona en torno a la votación de los presupuestos de la Generalidad en el Parlamento de Cataluña fueron el pretexto para un ataque policial y político contra el movimiento 15M. Primero fue el ataque policial que repetía las agresiones policiales contra la acampada de la plaza de Cataluña. La particularidad, esta vez es que se produjeron algunas agresiones verbales o simbólicas contra los diputados catalanes. Si bien la mayoría aplastante de los manifestantes había mantenido la misma actitud pacífica y respetuosa que siempre caracterizó al movimiento, un sector optó por un acto de repudio simbólico (un escrache), contra unos diputados que se disponían a operar dolorosos recortes sociales con vistas a una salida de la crisis favorable al capital financiero. Otros aún protagonizaron algún pequeño acto de violencia urbana de mínima importancia como juntar contenedores de basura para frenar las cargas policiales, dar un empujón a un diputado o lanzar alguna imprecación. Está documentada la presencia de policías infiltrados entre los manifestantes. Falta documentar completamente las características de su actuación, pero son fáciles de adivinar. Normalmente, estos agentes procuran soliviantar a los manifestantes, tal como se ha podido ver en un video de las últimas manifestaciones de Valencia, a fin de propiciar cargas policiales y de iniciar una espiral de violencia que -retrospectivamente- justifica las cargas. De hecho, en los principales escenarios de actos "violentos" en torno al 15M: en Madrid, el propio 15 de mayo, en Valencia y en la Ciudadela de Barcelona, se ha podido comprobar la presencia de agentes infiltrados y hay testimonios de su actuación. No todo es violencia policial, pero cuando las autoridades han optado por que se produzcan "incidentes", curiosamente siempre han seguido el mismo patrón con el fin de desprestigiar a un movimiento que ha optado abierta y claramente por la no violencia.

 La opción no violenta, como toda opción política es discutible, pero ha sido la opción del movimiento desde el primer momento. Su mayor virtud es que desprestigia la represión y da una gran autoridad moral al movimiento. Su inconveniente es que resulta difícil en el ser humano determinar las fronteras entre el antagonismo constitutivo de la política y la violencia. Hay quien considera violento que se ocupen las plazas públicas o se deslegitime al parlamento y a las autoridades del país, otros consideramos violento que se voten leyes al dictado de los poderes económicos y financieros y en contra del interés general o que se deshaucie a miles de personas, o que haya más de cuatro millones de parados etc. En todos estos casos no hay violencia física traducida en golpes o lesiones, pero indudablemente se produce una agresión muy real contra las instituciones o contra la mayoría de los ciudadanos. El Estado nunca opta ni puede optar por la no violencia. Para existir necesita tener partidas permanentes de "hombres armados" que constituyen sus ejércitos y policías. El Estado es Estado en la medida en que dispone de la fuerza violenta más poderosa en un territorio. La famosa caracterización del Estado por Max Weber como "monopolio de la violencia legítima" es en cierto modo circular, pues el monopolio de la violencia sólo es legítimo cuando la propia violencia, en competencia con otras, se ha hecho con dicho monopolio. No es que la legitimidad otorgue un monopolio de la violencia; el monopolio de ésta, por el contrario, sustenta la legitimidad.

 El problema de la violencia para un movimiento que, como el actual, pone en entredicho el orden existente y sus instituciones es decidir sobre el respeto del monopolio estatal de la violencia. Evidentemente, este monopolio tiene que ponerse en entredicho si se persigue un cambio político y social radical, pero existen varias maneras de hacerlo. La más evidente es violar el monopolio y practicar la violencia como han hecho las organizaciones que el Estado denomina "terroristas", esto es las que violan el monopolio estatal del terror y de la intimidación violenta de las poblaciones. El problema de esta posición es que, a menos de hacerse progresivamente con un potencia de fuego que pueda superar la del propio Estado y de mantener un fuerte vínculo con los movimientos sociales y las organizaciones políticas como ocurriera en Cuba o en Nicaragua, la organización que desafía el monopolio estatal de la violencia corre peligro de legitimar al Estado con cada una de sus acciones. La historia de ETA y de organizaciones armadas menores (FRAP, GRAPO) durante los últimos decenios en España lo demuestra con toda claridad. Ello no obedece sino a la lógica implacable del régimen de legitimación del Estado moderno.
El Estado moderno funda su legitimidad, desde Hobbes en el hecho de que pone fin a una supuesta situación de guerra civil generalizada. En el "antes" mítico del "estado de naturaleza" que precede a la fundación del Estado, la ilimitación de los deseos humanos enfrentaba a los individuos unos con otros en una guerra "de todos contra todos". La violencia circulaba libremente y, si bien algunos podían disponer de un mayor poder violento que otros por haber concluido alianzas contra un enemigo común o por otras circunstancias, nadie podía espontáneamente hacerse con el monopolio. El momento fundacional del Estado, según Thomas Hobbes, es aquel en que los distintos individuos pactan unos con otros entregar todo su poder (en particular toda su capacidad de ejercer la violencia) a uno sólo, una persona individual o colectiva que se convertiría en el soberano. El monopolio de la violencia que así adquiere el soberano es garantía de la paz y la seguridad para todos los que pasan -mediante el pacto- a ser sus súbditos. Hobbes reconocerá que este pacto reside en "la relación mutua entre protección y obediencia" ("the mutual relation between protection and obedience", Th.. Hobbes, Leviathan, A review and conclusion). No existe gran diferencia entre esta relación entre obediencia y protección y el viejo pacto mafioso por el cual la mafia obliga a obedecerle y pagarle tributos a cambio de "protección". Lo que diferencia Estado y mafia es sólo el monopolio de la violencia al que la mafia no puede acceder y que el Estado mantiene formalmente. Aquí podemos apreciar el carácter mítico y justificatorio del "pacto": gracias al pacto libremente suscrito por los individuos el Estado es, según Hobbes, no sólo un poder invencible sino un poder legítimo. La única manera que tiene Hobbes de impedir que el derecho se reduzca a mera expresión de una correlación de fuerzas es inventar esa ficción jurídica de un origen siempre ya jurídico -contractual- del propio derecho. Sabemos que otra línea de la modenidad filosófica, la que discurre de Maquiavelo a Marx pasando por Spinoza acepta como fundamento de la vida política y del derecho la correlación de fuerzas entre la multitud y el soberano, evitando así la paradoja de un origen jurídico del derecho y rechazando la problemática de la legitilidad como mera mistificación.

 En las particulares condiciones de intercambio de obediencia por protección -en régimen de monopolio- que caracterizan al Estado moderno según la concepción jurídica dominante, toda violencia privada es una reescenificación del estado de naturaleza inicial y justifica el temor de que vuelva a desencadenarse la dinámica de guerra civil. El Estado soberano no sólo se legitima por el pacto, sino por el temor constante a que vuelva a surgir, con cualquier acto de violencia no estatal, la guerra civil. Es esencial para él cultivar este temor para que nunca se olvide el motivo del pacto y de la obediencia. El régimen de Franco, después de la monumental acumulación de terror que él mismo protagonizó, basó así su legitimidad en el temor siempre reavivado al retorno de la guerra civil y fue contando al filo de largos decenios de opresión sus 20 y sus 40 "años de paz". El Estado burgués está basado, tanto en sus formas de excepción como en sus figuras "normales" en un mecanismo de retroalimentación por el cual todo acto -real o imaginario- de cuestionamiento de su monopolio de la violencia termina reforzándolo. La paradoja de la desobediencia violenta es que termina reforzando la obediencia.

 Toda violencia política no estatal se reduce automáticamente a bandidaje y delincuencia, convirtiéndose, cualquiera que sea su motivo, en objeto de temor para la población y fuente de legitimación del soberano. Esto se enfrenta, sin embargo, a la indefinición de los límites de la violencia, pues un mismo acto, cualquier tipo de acto, en función de las circunstancias o de los actores puede o no considerarse violento. Por ello es vital para el Estado no sólo disponer del monopolio de la violencia, sino también del derecho exclusivo a definir como tal lo que es violento. Como sostenía San Pablo, "sin ley no hay pecado". Toda existencia social entraña necesariamente un determinado grado de violencia al enfrentarse necesariamente entre sí las pasiones e intereses humanos, Por ello mismo, el Estado no puede pretender acabar con toda violencia, empezando por la propia; lo que puede hacer es designar como violentos unos actos, ignorando la violencia de otros y tolerándola. Según Carl Schmitt, "soberano es quien designa al enemigo"; hoy, con más exactitud, podemos decir con Julien Coupat que "soberano es quien designa al terrorista" o en general al "violento".

Una de las grandes conquistas del movimiento 15M se debe a su opción "pacifista". Gracias a ella se ha podido ver, a veces de manera sumamente clara el funcionamiento del mecanismo de retroalimentación antes descrito. Efectivamente, el rechazo riguroso de toda violencia física por parte del movimiento ha obligado al Estado en varias ocasiones a escenificar artificialmente la violencia a través de sus cuerpos represivos. Lo sorprendente en el movimiento de los "Indignados" es la inmensa tranquilidad de su indignación y su escasa vulnerabilidad a las constantes provocaciones de la policía infiltrada o uniformada. Esta actitud ha tenido el efecto de un reactivo químico que ha separado claramente la violencia de la convivencia pacífica y de la auténtica vida política, poniendo toda la violencia del lado del Estado. El Estado no sólo se muestra así violento por su política social y económica en favor del capital financiero y en contra de la población, sino en cuanto sus cuerpos represivos, incapaces de realizar una provocación eficaz se ven abocados a la dramatización impotente -con la complicidad de los medios de comunicación- de escenas de guerra civil enteramente fabricadas.

Teniendo en cuenta la historia reciente y lejana del régimen español y los mecanismos de legitimación de que se vale, la puesta en jaque del sistema de retroalimentación de la violencia soberana por la violencia privada, la obligación que la potencia del movimiento ha impuesto a este sistema de retroalimentación de funcionar en circuito cerrado, constituyen un logro de dimensiones colosales que corrobora el acierto de la opción no violenta. En las circunstancias actuales, el régimen ya sólo puede funcionar de manera delirante considerando que es violencia discutir libremente en calles y plazas, resistir pasivamente a una carga policial, oponerse a un deshaucio, recuperar la vida civil, la existencia política de las que el Estado capitalista priva a sus súbditos a través de sus sistema hobbesianos de representación/protección. El Estado soberano tenía entre sus atributos el monopolio de la designación de la violencia, hoy la multitud se lo está arrebatando sin pretender en lo más mínimo disputarle el monopolio de la violencia física. Toda la violencia queda de su lado, del nuestro la potencia constituyente de la indignación.

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