Por medio de Naiz nos hemos venido a enterar que los alrededores de Jaizkibel han sido objeto del interés por parte de la revista National Geographic, lean ustedes:
Bajo el sugerente titular «Fantasía en piedra», la conocida revista recorre parte del litoral guipuzcoano, propagando elogios y detalles de la zona. En el marco de la sección de viajes, la edición española de ‘National Geographic’ dedica un extenso reportaje a la ruta que une Hondarribia y Pasaia. La revista asegura que este tramo permite disfrutar en primera línea de las laderas y acantilados y muestra siete hermosas imágenes donde se puede apreciar, el Gran canto, la localidad de Hondarribia o las vistas al mar Cantábrico.El reportaje firmado por la periodista Mar Ramírez, el pasado 23 de diciembre, define a Jaizkibel como «un espinazo rocoso de belleza insólita, con una naturaleza sorprendente refugiada en sus fondos marinos y entre sus roquedas». El trayecto que lleva hasta Pasaia brinda, como relata Ramírez, todo un espectáculo geológico gracias a la formación rocosa conocida como flysch.
Y aquí tienen el reportaje tal cual en la página de National Geographic, que por cierto, en su versión impresa anglófona ha tenido a Euskal Herria muy relegada por varios lustros ya:
Los acantilados más espectaculares del País Vasco: el monte Jaizkibel
Una seductora ruta desde la marinera Hondarribia permite contemplar los acantilados más imponentes del País Vasco
Mar Ramírez
En apenas 20 kilómetros de la costa guipuzcoana, entre las localidades de Hondarribia y Pasaia, se extiende el paisaje más espectacular del litoral vasco, con rocas que guardan una impresionante huella del paso del tiempo reveladora de secretos milenarios. Un plan sin prisas es a lo que invita la costa de Jaizkibel. Todo sea por admirar los acantilados más imponentes de la zona, solo accesibles por mar o a pie, y por ello intactos; de hecho allí presumen de permanecer sin huella de urbanismo.
Jaizkibel es un espinazo rocoso de belleza insólita, con una naturaleza sorprendente refugiada en sus fondos marinos y entre sus roquedos. Muchos de ellos fueron erosionados por el viento y el agua a modo de láminas, como un hojaldre gigantesco que se despeña sobre el mar desde los 240 metros de altura.
Se inicia ruta con una frontera de agua, la que el Bidasoa marca en su desembocadura. Allí se abre la bahía de Txingudi, dejando el territorio francés en la orilla oriental, abrazada por la arquitectura neovasca de Hendaya, puerta de la Côte Basque. A su playa kilométrica se asoman las casas del siglo XIX, decoradas con vivos colores que resaltan vigas, contraventanas y galerías.
En la otra orilla de Txingudi se asoma la guipuzcoana Hondarribia, un antiguo paso estratégico aún recogido tras su muralla. Para revivir su pasado medieval lo mejor es entrar en el casco antiguo por la puerta de Santa María, imaginando cómo se movían los goznes y cómo sonaba el puente levadizo que permitía penetrar intramuros.
Dentro se pasea por la calle Mayor donde los aleros, los escudos blasonados y los balcones de hierro forjado ennoblecen los caserones. Sobre restos de la muralla fue construida la iglesia de Santa María de la Asunción y del Manzano. Cerca se abre la plaza de Armas, en la que antes se reunían las tropas y hoy culminan los festejos; a ella da la fachada del castillo de Carlos V, hoy convertido en Parador.
En Hondarribia se dice que de antiguo la pintura sobrante de las barcas de pescadores se utilizaba para darle esa paleta de color que alegra las casas del barrio de la Marina, de estética y ambiente pesquero, y animado por tabernas que invitan a degustar recetas de pescado.
La llamada del Cantábrico nos conduce ladera arriba del monte Jaizkibel (543 m), con restos dispersos de antiguos bastiones y torreones defensivos. Apenas a 5 km del pueblo se halla la ermita de Guadalupe, muestra del vínculo de las gentes de esta tierra con el mar. La patrona de Hondarribia se guarda en esta iglesia de la que sale en romería cada 8 de septiembre.
El faro Higuer marca el primer saliente destacado de este litoral. Además, es un magnífico mirador al monte Jaizkibel, el más alto de la costa cántabra, cuyo agreste relieve se desvela a medida que se camina junto al mar o se sigue la sinuosa carretera que recorre su espinazo.
El trayecto brinda todo un espectáculo geológico gracias a la formación rocosa conocida como flysch. Gestado bajo el mar, como atestiguan los abundantes fósiles, en el flysch se alternan capas de rocas duras (areniscas, calizas, pizarras) con otras blandas (margas, arcillas). Al incidir más la erosión sobre unas que sobre otras, se crean formas insólitas, junto a una rica gama de colores (anaranjados, ocres, grises, rojizos...). Jaizkibel alberga otras formaciones insólitas, como las paramoudras, unas esferas de roca de hasta un metro de diámetro. Se trata de concreciones de sílice de origen orgánico y son las mejor conservadas en el mundo.
Halcones peregrinos, paiños europeos y cormoranes moñudos también se afanan entre los roquedos donde crían. Y es que a medida que se avanza por Jaizkibel, sus habitantes naturales van surgiendo al paso, sobre todo aves, pero también reptiles e invertebrados, pues el monte alberga un centenar de especies que se refugian entre las oquedades. Pero no todo queda en tierra y esa diversidad natural se prolonga bajo el agua donde se esconde otro tesoro de Jaizkibel: el paraíso subacuático rico en vida marina que habita en los fondos.
En coche, entre robles, piornos y brezos se desliza la carretera hacia el otro lado del monte. Allí está la portuaria Pasai Donibane (Pasajes de San Juan), con su estrecha ría creada en la desembocadura del río Oiartzun. Una única calle empedrada al borde de la ría articula su trazado, donde la plaza de Santiago es la zona más abierta y con más historia. Visitar la Casa Gabiria en la que Victor Hugo residió un tiempo, acercarse al faro de la Plata, pasear por el embarcadero de Ondartxo o, como hacen los vecinos, tomar el barco que lleva al barrio histórico de Pasai San Pedro, del otro lado de la bahía, son etapas indispensables en este territorio pasaitarra.
El viaje finaliza al fondo de la bahía, en la que se asienta el coqueto pueblo de Lezo. Como un tesoro guarda en su basílica la imagen de un Cristo bizantino. La talla es de gran devoción para las gentes del mar, pues los balleneros consideraban que era milagrosa y a ella se encomendaban antes de enfrentarse a los colosos marinos.
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