Un blog desde la diáspora y para la diáspora

domingo, 25 de abril de 2021

Gil de San Vicente | 'Eusko Gudariak' de Lorenzo Espinosa (I de III)

Desde su espacio habitual en el portal de Rebelión traemos a ustedes este texto de Iñaki Gil de San Vicente en el que analiza un libro muy particular pues aborda la lucha contemporánea del pueblo vasco por su emancipación. Como hemos hecho anteriormente, presentaremos el texto a ustedes en tres partes y aquí tienen la primera.

Lean:

 

Presentación del libro Eusko gudariak de Lorenzo Espinosa

Iñaki Gil de San Vicente

“Le aseguro que, por muy poco orgullo nacional que se tenga, la vergüenza nacional se siente hasta en Holanda. Incluso el último holandés es un ciudadano comparado con el primero de los alemanes. [….] Es una verdad que al menos nos confronta con la vaciedad de nuestro patriotismo y la monstruosidad de nuestro régimen político, y nos enseña a cubrirnos la cara de vergüenza. Usted me va a preguntar con una sonrisa: ¿Y qué hemos ganado con esto? Para una revolución no basta con la vergüenza. Yo le respondo: la vergüenza es ya una revolución […] La vergüenza es una forma de ira, ira contenida. Y si una nación entera se avergonzara realmente, sería como un león replegándose para saltar”.

Marx: Anuarios francoalemanes. OME-5. Critica. Barcelona 1978, pp. 165-166.

“El espíritu de resistencia popular intransigente, para lo cual son aptos todos los medios, y cuanto más eficaces mejor […] Pero los inmensos recursos que extrae el país conquistado de la enérgica resistencia popular causaron una impresión tan grande en Gneisenau, que durante varios años estudió cómo organizar mejor esa resistencia […] a fin de prepararse para la lucha sagrada de la autodefensa, en la que todos los medios se justifican”.

Engels: Temas militares. Equipo Editorial. Donostia 1968, pp. 265-274-279.

“Para asegurar la paz internacional, es preciso que cada pueblo sea independiente y señor de su casa. Y, efectivamente, con el desarrollo del comercio, de la agricultura, de la industria y, a la vez, del poderío social de la burguesía, el sentimiento nacional se había elevado en todas partes, y las naciones dispersas y oprimidas exigían unidad e independencia”.

Engels: El papel de la violencia en la historia. Obras Escogidas. Progreso Moscú 1976. T. 3, p. 397.


1.- La vergüenza nacional como fuerza liberadora

Cincuenta y un años transcurren entre estas tres citas. La primera es del joven Marx de 1843; la segunda del maduro Engels de 1870 y la tercera del viejo Engels de 1894. Tienen una coherencia incuestionable: la importancia del llamado «factor subjetivo», de la voluntad, de la vergüenza, del deseo de libertad, de la defensa de país y de su cultura…, y la transformación de ese «factor subjetivo» en una fuerza material objetiva practicada por pueblos oprimidos que se yerguen en movilizaciones masivas y hasta toman las armas para defender o conquistar sus derechos e independencia estatal.

Esta dialéctica entre lo objetivo y lo subjetivo es estudiada por Lorenzo Espinosa en el libro que aquí comento, que viene a completar una especie de trilogía colectiva –incluido Ho Chi Min– publicada por Boltxe desde 2018. Los títulos de los dos anteriores son: uno, Nacionalismo revolucionario: Hermanos Etxebarrieta, Txikia, Argala, y ETA. Y otro, La historia no se rinde. No hace falta decir que es conveniente leer la trilogía para disponer de una visión más profunda y abarcadora, así como, por mi parte, leer el textito Estrategias político-militares. Gure memoria. Nondik gatozen ez ahazteko, del 27 de septiembre de 2020.

Lorenzo Espinosa explica cómo se ha materializado la subjetividad, como ha tomado forma en la lucha de liberación nacional del pueblo trabajador vasco desde la mitad del siglo XX hasta el presente. Lorenzo no hace sino aplicar lo que Lenin denominaba «planteamiento histórico concreto de la cuestión» en uno de sus debates con Rosa Luxemburg sobre el derecho de autodeterminación de las naciones oprimidas, o si se quiere y recurriendo a otra máxima de Lenin: «análisis concreto de la realidad concreta». Penetrar en lo histórico-concreto siguiendo el método del materialismo histórico es la única manera de descubrir por qué se equivocó el joven Engels cuando con sus 29 años de edad aseguró que el pueblo vasco estaba condenado a desaparecer porque era uno de los «pueblos sin historia», es decir, una nación que para 1849 no había podido desarrollar las fuerzas productivas materiales y culturales suficientes para aguantar las presiones de los grandes Estados.

La nación vasca, condenada en 1849 a desaparecer, resistió sin embargo y como veremos, en su interior se inició una respuesta múltiple y compleja que en medio siglo llegaría a niveles de lucha insospechables para Engels que justo acababa de morir en 1895. La serie de respuestas represivas, atroces muchas veces, las contradicciones socioeconómicas y lingüístico-culturales, y las presiones internacionales determinadas por la nueva fase imperialista hicieron que para 1949 de nuevo fuera creíble la amarga y derrotista creencia de inminente extinción nacional. Pero una vez más, fue en ese momento de oscuridad asesina cuando la «vergüenza» colectiva inició otra recuperación de la conciencia nacional de clase, que duró hasta finales de ese siglo XX momento en el que, bajo la presión de profundos cambios en la explotación capitalista, empezó una descomposición interna en la fuerza sociopolítica mayoritaria de la izquierda independentista y socialista vasca que ha llevado a la situación actual que veremos en su momento.

2.- Ley del Valor y la opresión nacional

Hemos recurrido a estas tres fechas separadas por medio siglo no porque estemos de acuerdo con alguna de las escuelas pitagóricas sobre el significado de los números, sino para facilitar la crítica del error del jovencito Engels. Sabemos que la historia es la síntesis del choque de contradicciones, azares y lógicas que se mueven a distintos niveles y ritmos, y que por tanto las fechas son válidas en la medida en que en esas fechas se concentran sinérgicamente algunas, muchas o todas ellas, en las que interviene la acción humana más o menos consciente. También sabemos que pese a todo hay fuerzas profundas que marcan las grandes tendencias evolutivas de la historia, fundamentalmente las relaciones entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción. Lorenzo Espinosa resume esta complejidad que debe ser analizada en cada fase concreta, con la idea aristotélica del ser humano como «animal político», de la función de la «polis» en la evolución y de las alianzas o guerras en su interior y entre las «polis» para ampliar o defender sus recursos, su libertad.

De este modo la «política», o sea, la economía concentrada, ha pasado al centro del escenario desde entonces hasta ahora. Para las ciudades-Estados griegas, la política era la forma de lograr el máximo beneficio posible del esclavismo, de la explotación de las mujeres como simples paridoras de soldados y fuerza de trabajo doméstica, de la utilización del saber de los extranjeros carentes de derechos, del comercio y de la moneda, de las relaciones interestatales…, y de la guerra. La riqueza de Atenas también se había cimentado en los duros tributos impuestos a otras ciudades-Estado, o en su saqueo devastador. Heródoto, pero sobre todo Tucidides y Jenofonte describen con su lenguaje las relaciones entre economía, política, opresión nacional y guerra. Tras ellos, Aristóteles vislumbró los rudimentos de la ley del valor, lo que indicaba la existencia de una economía de mercado, dineraria, cuya expansión a lo largo de sucesivos modos de producción acarreará otras tantas sucesivas formas de opresión y explotación clánica, tribal, étnica, etno-nacional, nacional, etc.

La referencia a Aristóteles que hace Lorenzo Espinosa al inicio de su libro nos abre las puertas a una investigación radical de la opresión y explotación nacional como unos de los efectos desencadenados por el accionar ciego de la ley del valor. Hemos de saber que el potencial heurístico de la ley del valor, incluso en su versión aristotélica inicial, es tal que Smith y Ricardo la desarrollaron en el capitalismo de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, pero fue Marx el que le dio su forma básica al mostrar que el valor es una relación social que expresa el proceso entero de la producción de la mercancía, o sea, de la totalidad del capitalismo, sacando a la luz sus contradicciones insolubles. Dicho de forma más simple, la ley del valor regula el intercambio de mercancías según la cantidad de trabajo simple, abstracto, socialmente necesario, gastado en su producción, lo que hace que, por término medio, las mercancías que exigen más tiempo de trabajo tengan más valor y cuesten más, que las que exigen menos tiempo de trabajo.

El potencial heurístico y revolucionario de la teoría del valor y su ley es tal que ello mismo explica que sea la parte del marxismo más furibundamente atacada por la burguesía y por el reformismo. Un ejemplo lo tenemos en que el problema de la opresión nacional, que tantos debates suscita, se resuelve desenvolviendo las contradicciones del valor que conducen a la ley tendencial de la caída de la tasa media de ganancia y, desde aquí, a las contramedidas que aplica el capital para detener y revertir esa caída tendencial mediante, entre otras muchas, las múltiples formas de opresión y explotación de los pueblos oprimidos. Más en profundidad, la lógica que subyace en los Estados que explotan y dominan a naciones está magníficamente expresada en el desarrollo de la contradicción expansivo/constrictiva inherente al concepto simple de capital. Simplificando mucho, el capital funciona como el vaivén de sístole/diástole del corazón, expandiéndose y contrayéndose. La opresión nacional es una de las expresiones más salvajes de la sístole, mientras que la diástole es el momento en el que el valor extra saqueado es repatriado al Estado ocupante. La expansión del capital vampiriza la vida de los pueblos, y su constricción insufla esa vida vampirizada en el Estado ocupante.

Naturalmente, la conciencia de las clases explotadas de esos pueblos, o si se quiere, su «vergüenza nacional», siempre está actuando de un modo u otro, directa o indirectamente, en el interior de esas contradicciones cuya tendencialidad está determinada en buena medida por la intervención humana, una de cuyas expresiones más obvias y directas es el conjunto de violencias y guerras, como expresión última del estallido de las contradicciones socioeconómicas, políticas, nacionales, etc. La industria de la matanza de seres humanos, como denominaban Marx y Engels a la industria militar burguesa, ha tenido su fundamental mercado de venta de armas en las guerras de invasión desde el siglo XV.

El desarrollo de la crítica marxista de la economía capitalista desde 1844-45 fue inseparable de los estudios sobre las guerras, su papel socioeconómico y sociopolítico, y de las formas de resistencia de las clases y naciones explotadas prácticamente de todo el mundo del que tenían datos, como lo demuestran el estudio riguroso de los mejores militares, sobre todo de Clausewitz, hasta muy poco antes de la muerte de Engels. Mientras se redactaba El Capital y se organizaba la I Internacional y se intervenía en las luchas sindicales y políticas, también se impulsaba la solidaridad internacionalista para con Irlanda, Polonia, etc. De hecho, lo que se llama «problema nacional» está presente de mil modos en los tomos de El Capital publicados o en borrador. Por ejemplo, en el I Congreso de la I Internacional celebrado en 1866 en Ginebra, se plantearon reivindicaciones elementales para el movimiento obrero que, por ser básicas, eran un peligro para la burguesía como la de suprimir los impuestos indirectos, pero la que nos interesa ahora es la de desmantelar los ejércitos, fundamentales para toda opresión nacional. Marx redactó el programa aprobado en Ginebra a la vez que daba los últimos retoques a El Capital que fue publicado el año siguiente, en 1867. No hace falta hablar de la mezcla de pánico y odio que ese Congreso y El Capital suscitaron en la clase burguesa.

Visto esto, las preguntas claves son: ¿puede una nación oprimida ser verdaderamente independiente y libre respetando la dictadura de la ley del valor, del trabajo abstracto? Es decir ¿puede una nación oprimida alcanzar su libertad dentro del capitalismo? Incluso, o sobre todo, teniendo en cuenta que la violencia injusta, burguesa, está presente por activa o por pasiva tanto en las contramedidas para revertir la tendencia a la caída de la tasa de ganancia como en la contradicción expansivo/constrictiva inherente al concepto simple de capital, partiendo de aquí ¿puede conquistarse la independencia en su significado radical respetando el pacifismo parlamentarista del Estado ocupante, que no es sino la forma política del capital y el sostén del fetichismo parlamentario?

Pues bien, la historia no sólo de ETA como movimiento popular de más de 60 años, y como organización con sucesivas escisiones y direcciones, tal cual lo precisó Argala; sino también la prolongada historia de la izquierda vasca desde sus embriones en la década de 1920, esta historia está esencialmente marcada por las diversas respuestas dadas a tales preguntas, respuestas pensadas desde las corrientes marxistas consideradas por esos colectivos como las más enriquecedoras para sus estrategias en sus respectivos contextos. La categoría dialéctica de lo universal, lo particular y lo singular es aquí, como en todo, decisiva para entender parte de los logros y los errores cometidos por las izquierdas vascas desde la década de 1920 y en especial desde poco antes de 1966. Esta categoría dialéctica es tanto más imprescindible cuanto que una y otra vez reaparece en la práctica la teoría marxista de la violencia defensiva, revolucionaria, que va enriqueciéndose y concretándose desde las tesis iniciales del comunismo utópico, babuvista, de finales del siglo XVIII.

3.- De 1833 a 1872

Como hemos dicho, en 1849 Engels creía que el Pueblo Vasco era uno de los condenados a desaparecer: un «pueblo sin historia» porque carecía de la fuerza suficiente para liberarse de la tenaza franco-española que le partía en dos y le llevaba a la extinción. La teoría de los «pueblos sin historia» era una de tantas formas de expresar la ideología eurocéntrica y mecanicista según la cual la humanidad entera debía seguir los pasos de los grandes Estados europeos que se estaban formando engullendo a pueblos pequeños, como Euskal Herria y otros. Aunque Engels y Marx fueron superando esta visión al descubrir la esencia del capitalismo y su impacto sobre el mundo, no lo hicieron del todo otras personas, organizaciones y partidos de la amplia diversidad de socialismos, e incluso algunos retrocedieron a la justificación de la «tarea civilizadora» de los grandes Estados. Ahora mismo, socialdemócratas, eurocomunistas y “comunistas” franco-españoles creen que las naciones oprimidas por sus burguesías debemos aceptar la superior civilización que nos ofrecen.

No podemos elucubrar sobre el grado de conocimiento que tenían Engels y Marx de la guerra de 1833-40, y sobre la fuerte y masiva resistencia popular a las nuevas leyes españolas dictadas tras la derrota vasca. Por ejemplo, el conjunto de prácticas populares e institucionales que retrasaron la puesta en marcha de la española Ley de Minas de 1825, que facilitaba sobre manera su compra por la burguesía en detrimento de los usos y costumbres forales. Los grandes burgueses tuvieron que esperar a la derrota del ejército vasco en 1837 para empezar a presionar con más fuerza represiva. La primera compra de una mina en base a la ley española de 1825 se realizó sólo a partir de finales de junio de 1842, pocos días antes de que a mediados de julio se suprimieran bajo amenaza militar las Diputaciones Forales. En verano de 1843 la nueva patronal derrotó fácilmente la última lucha de dos días del viejo movimiento obrero minero.

Pero este fracaso no acabó con otras formas de resistencia popular, de los jauntxos menores y de las instituciones que, pese a la derrota militar, seguían defendiendo los bienes comunales y el Sistema Foral que sobrevivía tras la derrota de 1840. Es interesante saber que en Hegoalde la flamante «democracia liberal» era en realidad una tapadera que ocultaba la dictadura burguesa al amparo de la ley electoral de 1836, en la que votó el 0,6% de la población, subiendo al 4,3% con la ley de 1843, pero bajando al 0,8% con la ley electoral de 1846. Habría que esperar hasta las elecciones de 1869 para que votase el 24%, con una arrasadora «victoria» de las fuerzas estatalistas dadas las restricciones político-electorales. En Iparralde, fue muy fuerte la solidaridad popular con la resistencia vasca al sur de los Pirineos, que en la historia del País nunca fueron un muro de incomunicación sino un sinfín de pasos bidireccionales que facilitarían la solidaridad mutua. De hecho, en 1844, un año después de la cita de Marx arriba expuesta, Agustín Xaho (1810-1858) había iniciado en Baiona una exitosa serie de revistas dedicadas a la historia y realidad vasca. De entre ellas destacó la que llevaba el título de Ariel.

Xaho sabía de lo que hablaba porque, además de su acervo cultural, había convivido diez años antes con el ejército vasco, o «vasco-carlista» por la historiografía española, entrevistando a Zumalakarregi y llegando a la conclusión de que existían dos carlismos: el reaccionario de la minoría rica, y el abrumadoramente popular que defendía las libertades del País y su Sistema Foral. El pensamiento de Xaho era idealista en lo filosófico pese a su anticlericalismo, pero radical en lo político asumiendo un socialismo anticapitalista enriquecido por la ola revolucionaria de 1848-1852. No quiso formar ningún partido que divulgara su defensa radical de la nación vasca, todavía mayoritariamente campesina, lo que limitó mucho el conocimiento de su ideario, silenciado por eso mismo por las clases dominantes.

Este era el marco político-electoral en el que, sin embargo, fue tomando fuerza la recuperación de la cultura euskaldun tal cual podía realizarse en la mitad del siglo XIX en un país en el que más del 65% de su población era campesina o semicampesina, y con un artesanado urbano que seguía organizado en gremios con fuertes lazos vivenciales con el campo. Esta recuperación se daba además en un contexto de desprecio y persecución institucional a la lengua vasca agudizado desde finales del siglo XVIII, bajo una dictadura ético-cultural católica obsesionada por mantener en la ignorancia al pueblo e impedir que las experiencias terribles de las continuadas guerras y luchas clasistas desde, al menos, la última matxinada de 1766, pudieran precipitar un salto en la consciencia colectiva. Además, desde finales del siglo XVIII la Iglesia impuso sistemáticamente la lengua española a una feligresía popular frecuentemente monolingüe vascoparlante en los amplios territorios de la Llanada alavesa y la Ribera navarra. Sobre todo en Iparralde, la Iglesia se enfrentó a la cultura euskaldun expresada en obras teatrales –Pastoralak–, persiguiéndolas, pero la resistencia pudo salvar de la destrucción al menos 49 libretos de los siglos XVIII y XIX.

Lo más probable es que en 1849 Engels desconociera la historia de las resistencias vascas y que, impresionado por la masacre represiva que había derrotado la oleada revolucionaria de 1848 en media Europa, incluyera a Euskal Herria en la lista de pequeños pueblos arrasados por la reacción. Sin embargo, su análisis crítico de la derrota extrae lecciones valiosas confirmadas posteriormente: hay que preparar bien las revueltas, luchas e insurrecciones populares, o serán aniquiladas; la conciencia subjetiva teóricamente formada es decisiva en esa preparación; el lumpen organizado por el poder dio la batalla contra el proletariado desorganizado, sentando así una tesis fundamental de la posterior teoría sobre el fascismo; en la revolución como en la guerra hay que tomar la iniciativa y mantenerla; y muy especialmente, ésta que resume parte de lo acontecido entre 1848 y 1852:

«La burguesía no declaró que los obreros fuesen enemigos comunes a los que hay que vencer, sino que los consideró enemigos de la sociedad, a los que se destruye […] la clase obrera representaba los verdaderos y bien entendidos intereses de la nación; en la medida de sus fuerzas, apresuraba el curso de la revolución, que ya se había constituido en necesidad histórica para viejas sociedades de la Europa civilizada, y sin la cual ninguna de ellas podía intentar el desarrollo más tranquilo y permanente de sus fuerzas […] La pequeña burguesía, grande en jactancia, es incapaz de obrar, y teme extraordinariamente arriesgarse en lo más mínimo […] Donde quiera que un conflicto armado llevaba a una seria crisis, los pequeño burgueses se sentían presa de un terrible espanto ante la peligrosa situación que se les creaba: de terror ante el pueblo que había dado crédito a su jactancioso llamamiento a las armas; de miedo ante el poder que había caído en sus manos, y sobre todo, de espanto ante las consecuencias que para ellos mismos, para su posición social y su propiedad podría tener la política en que se habían visto envueltos».

Los verdaderos y bien entendidos intereses de la nación son los que defiende la clase obrera –tal cual existía en las zonas de incipiente industrialización de la Europa de 1848, con una amplia franja de proletarios que aún mantenían lazos cotidianos con su entorno y familia campesina–, una clase obrera que para la burguesía pasaba a ser el enemigo a destruir una vez que el proletariado se erguía como el verdadero representante de la nación. En el Manifiesto del Partido Comunista, escrito en esa misma época por él y por Marx y su compañera Jenny, aparece esta misma idea: bajo el capitalismo, el proletariado no tiene patria, tiene que crearla, pero «no en el sentido burgués» de patria. En El 18 Brumario de Luis Bonaparte, de 1852, Marx termina de concretarlo: la «nación trabajadora» se enfrenta en la lucha de clases contra la nación burguesa, que recurre sistemáticamente a su Ejército oficial y a su ejército privado de lumpen reaccionario para vencer a la nación trabajadora. La pequeña burguesía abandona su verborrea y sus aspavientos y se pone a las órdenes del capital.

En este mismo contexto, las ideas de A. Xaho, como hemos dicho, también fueron enriquecidas por las luchas de 1848, lo que puede explicar el silencio impuesto por el poder al radicalismo de Xaho, a sus ideas basadas en las prácticas defensoras de los bienes comunales, en las costumbres de la ayuda mutua y la cooperación que mal que bien, con dificultes, se mantenían vivas como autodefensa. Y este miedo al potencial emancipador de la cultura euskaldun del momento que en aquellas difíciles condiciones impuestas por la derrota militar de 1840 y las revoluciones masacradas en 1848, es también el que explica la ilegalización del canto, del himno Gernikako Arbola, creado por Iparragirre en 1853, y la impresionante y sistemática campaña de desprestigio que ha sufrido. Pero su éxito fue arrollador porque expresaba la profunda identidad popular que aún sobrevivía apegada a las libertades antiguas reflejadas en un sincretismo pagano-cristiano sobre el «árbol sagrado» bajo cuya protección se resolvían los problemas colectivos. Aún estaba fresco en la memoria el esfuerzo cultural realizado en plena guerra carlista para mantener abierta la Universidad de Oñate, lanzada a modernizar la lengua vasca, cerrada en 1839. Sólo 14 años después, Gernikako Arbola revivía simbólicamente aquél logro.

No debemos idealizar aquella forma de representatividad preburguesa que desde su origen defendía más los intereses de los ricos que del campesinado, y que había impuesto el español y el francés como las lenguas oficiales en la vida sociopolítica. Desde el siglo XVII la clase dominante vasca había endurecido su ataque contra la práctica del Biltzar, del Batzar… formas autoorganizativas con las que los campesinos medios y altos, pero sin poder político decisivo podían debatir legalmente cómo resistir a las facciones más poderosas. Los llamados «consejos abiertos» no representaban a los sectores más empobrecidos y explotados, tampoco a las mujeres, pero sí eran pese a sus limitaciones una institución más cercana sobre la que presionaban en defensa de sus intereses. La larga y tensa historia de la lucha de clases en Euskal Herria es inseparable en una tercera fase, aproximadamente desde el siglo XV hasta el XVIII, de la tarea ambivalente de estas instituciones, de los ataques que sufrían desde las poderosas clases dominantes cada vez más unidas a los Estados francés y español, y de las resistencias de las clases explotadas. Gernikako Arbola mostraba cómo estaban destruyendo lo que quedaba en la memoria popular de aquella resistencia de siglos.

Fuerzas democrático-radicales, socialistas utópicas y revolucionarias, burgueses foralistas, carlismo popular, etc., comprendieron al instante la carga emancipadora del himno de Iparraguirre, que había luchado en las barricadas revolucionarias de 1848. Fue prohibido por eso. Desde la mitad de la década de 1850 Marx y Engels ampliaron sus estudios en dos áreas directamente relacionadas con la lucha político-cultural e identitaria que sostenían amplísimos sectores del Pueblo Vasco: por un lado, las resistencias de los pueblos precapitalistas con más o menos amplios bienes comunales, y por otro lado y unido a lo anterior, el estudio de los modos de producción precapitalistas. Marx había conocido la existencia de tierras comunales en su Tréveris natal, y a finales de 1842, con 24 años de edad, salió en defensa del derecho consuetudinario de los campesinos para utilizar los recursos de los bienes comunales, privatizados violentamente por la burguesía. Esta defensa a ultranza se mantendrá durante toda su vida y recorre el desarrollo posterior de sus estudios sobre los modos comunales de producción y sobre la etnografía, estudios que mantuvo con su rigor habitual hasta instantes antes de su muerte.

Según ambos descubrían la historia oculta de las luchas de las naciones oprimidas o atacadas, en sus artículos y cartas sobre el colonialismo y la acumulación originaria, etc., pasaron a admirar la enorme resistencia de estos pueblos que vivían en el amplio espectro que va desde la antigua propiedad comunal preclasista hasta los grandes imperios de lo que llamaron «modo asiático» por la interpretación que hacían de China e India, sin olvidar a los modos antiguo, germánico, incaico, etc., y sus relaciones posibles o no con el llamado modo de producción tributario. En 1857 Engels analizó la «guerra defensiva de montaña que logró renombre últimamente: la de sublevación nacional y la guerrilla» de varios pueblos entre los que citó a la «duración prolongada de la guerra» de los «vascos carlistas», además de a las guerrillas del Tirol, las españolas contra Napoleón, y las tribus caucásicas. Aunque Engels no lo dice, nos interesa dejar constancia de que varias de esas guerras defendían más o menos abiertamente, y con sus contradicciones, los restos de propiedad comunal amenazados por esas invasiones.

Conforme estas reflexiones llegaban a Euskal Herria a finales del siglo XIX sectores socialistas y comunistas explicaban que Gernikako Arbola reflejaba esa dinámica tal cual se había dado en tierras vascas. Las mismas tesis se debatieron en la URSS, China, Japón, Perú, etc., hasta que fueron silenciadas y prohibidas por el stalinismo en ascenso en el llamado Debate de Leningrado de 1932, en donde se impuso la doctrina oficial del tránsito mecánico y obligado del comunismo primitivo al socialismo pasando por el esclavismo y el feudalismo: todo aquello que no cuadraba con el dogma era excomulgado. Sin embargo, en Euskal Herria y por razones que iremos viendo, la práctica de la lucha nacional de clase se sustentaba parcialmente en la memoria colectiva de autoorganización comunitaria que resistía pese a todas las represiones en la cultura popular. Al fin y al cabo, en 1932 no estaban tan lejanas las grandiosas prácticas de autoorganización de violencia defensiva de la guerra de 1872-76, de las huelgas generales desde 1890, de la gamazada de 1893, de la resistencia contra la dictadura militar de 1923-31, e inmediatamente vendrían las luchas desde ese año hasta 1936-45, la oleada de huelgas desde 1947… hasta la irrupción de ETA. Siguiendo esta estela, felizmente se ha iniciado el debate sobre el llamado «modo de producción pirenaico» que debemos profundizar con rigor…

Tras este salto para ofrecer una aclaración básica de un proceso complejo al que tendremos que volver por su trascendencia innegable pero apenas teorizada en la historia de ETA, debemos terminar con el análisis del largo impacto sobre el futuro que tuvo la recuperación de la cultura vasca en las condiciones de la mitad del siglo XIX. Tenemos que adelantar cuatro contenidos que serían decisivos con los años en una dura pelea político-cultural con los Estados español y francés: la revitalización del prestigio de la lengua vasca, tan denostada. La revitalización de elementos claves de la cultura popular como, sobre todo, el bertsolarismo, el folklore, la música… La supervivencia de tradiciones culturales como Pastoralak y otras, y la no extinción de la mitología pagana que algunos curas intentaron integrar sincréticamente en el catolicismo pero que ahora pueden impulsar de algún modo con la lucha contra el sistema patriarco-burgués.

Y, por último, la importancia clave que tuvo la lucha político-cultural en la izquierda independentista. Lorenzo Espinosa dedica varias páginas a glosar la capacidad poética de Txabi Etxebarrieta, quien comprendió que la lucha debía ser en todos los sentidos, también en la poesía, el arte, la cultura… el “uomo totale” renacentista, que era el modelo de ser-humano-genérico de Marx y Engels. Pensamos que Txabi fusionaba en su vida todas las formas de militancia, y que ese logro le hubiera resultado más difícil sin las lecciones del inicial impulso a la cultura vasca a mediados del siglo XIX. Volveremos sobre esta decisiva cuestión.




°

No hay comentarios.:

Publicar un comentario