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jueves, 15 de abril de 2021

Gil de San Vicente | Marx: «Comunidad, Nacionalismos y Capital» (V de V)

Hemos llegado a la quinta y última parte del texto con el que Iñaki Gil de San Vicente desmenuza lo expuesto por Karl Marx en su texto «Comunidad, nacionalismos y capital», mismo que traemos a ustedes desde el portal de Rebelión:



5.- Cuaderno Kovalevsky (II)

Lo comunal o comunismo primitivo, la ayuda mutua y la cooperación que gira alrededor de la mujer han sido las fuerzas decisorias para la antropogénesis. Recordemos que para Marx: «El lenguaje mismo es tan producto de una comunidad como, en otro sentido, lo es la existencia de la comunidad misma. Es, por así decirlo, el ser comunal que habla por sí mismo». La carga emancipadora de esta definición aparece al ver que la vida comunal se vertebraba en el valor de uso, es decir, que la lengua era la expresión viva del valor de uso social de la comuna, lo que concuerda con estas ideas de J. R. McNeill y William H. McNeill: «Un hito importante de este proceso evolutivo fue la invención del canto y la danza, porque cuando los grupos humanos flexionan sus grandes músculos y se mantienen juntos moviéndose y voceando rítmicamente despiertan una cálida sensación de solidaridad emocional que hace que la cooperación y el apoyo mutuos en situaciones de peligro sean mucho más firmes que antes».

Comprendemos así la unidad entre valor de uso, lengua e identidad, y como veremos, resistencia a la destrucción de los bienes comunales. Una teoría de la nación comunal, campesina, artesana, obrera… tiene que partir de esta originaria naturaleza comunal de la lengua y de la cultura para entender su antagonismo inconciliable con la industrialización burguesa de la lengua, que no es sino una mercancía más de su industria político-cultural y un arma en sus estrategias contrainsurgentes. La definición que hizo Samir Amín de que «la cultura es el modo como se organiza la utilización de los valores de uso», complementa la de Marx sobre el lenguaje como el ser comunal que habla por sí mismo: las dos nos remiten a la importancia del valor de uso en la antropogenia durante centenares de miles de años en los que «era totalmente desconocida la propiedad privada del suelo» para aquellas comunidades.

Para Marshall Salhins, en las primeras colectividades la vida era inseparable de la satisfacción de las necesidades, de los placeres y de la efectividad cohesionadora de los actos, juegos y fiestas colectivos de redistribución del excedente social acumulado para evitar la polarización de riqueza en una minoría y de pobreza en la mayoría, medida precautoria que «en ocasiones» se extendía a la destrucción de las armas arrebatadas al enemigo vencido para impedir la excesiva acumulación de riqueza, además de otras razones. El autor explica cómo funcionaba «el valor de intercambio» en aquellas sociedades que desconocían la explotación asalariada y vigilaban que no creciese la propiedad privada más allá de un umbral preciso.

En otro texto, M. Salhins detalla los métodos de los pueblos para mantener en la medida de lo posible una igualdad comunal básica aunque ya existiera cierto nivel de acaparamiento privado. Karl Polanyi cita la reciprocidad y la redistribución, y la simetría y centralidad, remarcados en cursivas por el autor, como los pilares de las sociedades que aún no han sido descuartizadas por el mercado capitalista, Ch. Leval y P. Dardot rescatan del olvido las duras críticas de Tomás Moro (1478-1536) a la destrucción violenta de los bienes comunales, citando estas palabras del gran utopista: «encerrando toda la tierra en pastos vallados, sin dejar subsistir nada más que la iglesia, de la que harán un establo para sus ovejas».

Y por no repetirnos, César Roa detalla el poder de resistencia de las formas comunales en Sudáfrica, México, Argelia, China… al ataque colonial y, al final explica cómo se transforman ahora los bienes comunales precapitalistas en lo común anticapitalista. La lucha por reducir la jornada de trabajo, especialmente, tiene una muy directa conexión con nuestro tema porque ha sido una batalla permanente en la historia de la explotación, en la que la solidaridad y ayuda mutua, la tierra comunal y los bienes públicos, etc., han sido medios de autodefensa de los pueblos y clases oprimidas.

Recordemos que, desde el Neolítico, el grueso de las sociedades comunales entraba en escisión social interna por el aumento de las dificultades de todo tipo y la progresiva generalización de las violencias hasta concluir en guerras brutales, y que la solidez de los lazos comunales les mantenía unidos además de entre ellos, también a los territorios que les garantizaban el sustento. Hemos visto al inicio que, en la «larga duración» de la historia, la dialéctica entre comunidad, lengua, cultura, territorio y valor de uso, facilita comprender la pervivencia de sentimientos y prácticas de solidaridad comunitaria en pueblos con ciertas características comunes, por ejemplo, su entronque en el derecho pirenaico. Ideas que podemos rastrear entre otras autores, también en las de Jon Nicolás, recogidas por Jaume Renier, según las cuales, el euskara, la lengua vasca, sería la que expresaba la conciencia de comunidades establecidas desde la zona astur-cantábrica hasta algo más allá de las actuales Andorra y Arán, recorriendo los Pirineos «tal vez hasta las mismas estribaciones de los Alpes».

Surgía así un sentimiento de unidad, con sus tensiones internas crecientes, imprescindible empero para entender la historia. D. Day hace constar que «cuando los lazos entre la gente y la tierra son más débiles, el control del territorio está más expuesto a la llegada de un extranjero poderoso» y entre varios ejemplos cita a la Corea de 1909 ocupada por Japón. Entonces los coreanos escribían clandestinamente su historia nacional manteniendo los irrompibles lazos entre territorio e identidad: verdadera autogestión nacional. Los coreanos repetían sin saberlo los métodos clandestinos de los mayas del siglo XVI para salvaguardar su cultura prehispánica. También la experiencia vasca muestra que la defensa del euskara se ha intensificado ante el aumento de los ataques el imperialismo franco-español.

Estamos ante una constante de «larga duración» que se remonta, al menos, desde los persas. Muchas potencias imperialistas –los incas, por ejemplo– han desarraigado pueblos que se les resistían, llevándolos a la fuerza entre durísimas condiciones a otros territorios lejanos para destruir sus identidades. Pero esta barbaridad no siempre ha sido plenamente efectiva como lo comprobaron los incas en sus ataques contra los Aymara que sí fueron «oprimidos, pero no vencidos». ¿Cómo explicar la interacción entre las condiciones objetivas de estas comunidades y las fuerzas subjetivas que les llevaban a tan largas resistencias? ¿Qué papel podía jugar la identidad comunal en la resistencia de la comunidad?

Sin duda, las complejas y múltiples formas sociales comunitarias de estos pueblos, eran la causa de su resistencia tenaz y polivalente en defensa de sus identidades. La historiografía burguesa realiza un sistemático esfuerzo para ocultar impresionantes lecciones que nos aportan estos pueblos que dicen «atrasados»: naciones indias rechazaron el uso del dinero de los blancos a finales del siglo XVIII, por sus destructivos efectos ya que facilitaban la especulación sobre sus tierras, destruían sus redes comunitarias y con ellas sus culturas y formas de vida. Intuitivamente los indios sabían que «el dinero es un depósito de poder social» que los invasores blancos empleaban también para desunirlos y enfrentarlos unos contra otros.

Probablemente Marx y Engels ignoraban que desde 1700 el Gran Chaco sufría ataques que superaban la dureza de los anteriores, con la excusa de que eran muy pocos quienes aceptaban el cristianismo y el nuevo poder, como indica Mariana Giordano. C. Martínez Sarasola ha contabilizado nada menos que cuarenta grandes enfrentamientos militares entre 1821 y 1848 entre los pueblos de la pampa y del Chaco y los invasores con miles de indios muertos. Aun así, la resistencia continuó en medio de masacres, hasta la gran ofensiva colonialista de 1911, apoyada en una insoportable superioridad de medios. J. L. Ubertalli nos ofrece esta explicación del porqué de la resistencia a la invasión, tesis que Marx citaría con halagos:

«La campaña significó el intento de destrucción de un régimen social y económico, basado en la propiedad comunal de la tierra y la solidaridad, para sustituirlo lisa y llanamente por otro cuyos signos principales eran el salario mal pagado y el despojo total y sistemático de aquélla. A mayor inversión de capital, mayor necesidad de crear “obreros libres” que no podían ejercer la libertad de vivir como quisieran. Todo debía abandonarse para abrazar el “progreso” y la “civilización”. Alguna que otra vez se podría mariscar para sobrevivir durante el tiempo en que no había cochambo, pero eso era complementario. Lo esencial era servir al patrón, al militar y al dios “blanco”, y olvidarse de un pasado “primitivo” y “atrasado”. Era la vara del colonialismo aplicada a ultranza contra un grupo de paisanos unidos en la carne y en el espíritu con una tierra que era madre y hembra a la vez».

Pero un estudio del porqué de las resistencias de los pueblos que prácticamente se iguala a cualquiera que pudieran haber realizado Marx y Engels, y otros y otras marxistas, es el que encontramos en esta investigación colectiva por el pueblo maya en la mitad del siglo XIX:

«Pero el descontento indígena surgió sobre todo de la imposición de la autoridad de los blancos y de la amenaza que ello implicaba para su modo de vida. Así, con la agresión a los campos de maíz se atacaba una necesidad tanto económica como religiosa de los mayas. Es necesario recordar que para este pueblo el maíz no era sólo un ingrediente básico de su dieta (con él elaboraban algunas de sus comidas más apreciadas como tortillas de maíz, tamales, atole,…) sino también un obsequio de los dioses, lo que convertía su cultivo en un deber sagrado para el pueblo. Por otra parte, el aislamiento en que tradicionalmente habían vivido estas comunidades fomentaba su espíritu de independencia y su resistencia al cambio. Otra medida que la población indígena percibió como una amenaza fue el reclutamiento forzoso de sus varones para el ejército y las milicias mexicanas».

Por debajo de las grandes diferencias que separaban a los pueblos del Chan Chaco con los mayas y con el resto de sociedades precapitalistas, a pesar de ello, sí existían identidades de fondo que serán muy importantes para sus resistencias. Una de ella, el conjunto de sistemas materiales y culturales que sostienen su autoconciencia diferenciada, es expuesta de esta manera por E. Jones:

«El testimonio de las ciudades prehistóricas y de la primera época histórica de una parte a otra del mundo, muestra que los cambios sociales posibilitados por el incremento de la productividad de las comunidades agrícolas asentadas produjeron resultados bastante similares, ya en el Lejano Oriente y el Oriente Medio, ya en América Central. La diferenciación dentro de la sociedad, unida a la especialización y división del trabajo, dio lugar a una estratificación social -cuyo componente elitista estaba estrechamente vinculado a las creencias mágico-religiosas- y a la capacidad para organizar los recursos económicos y humanos y crear estructuras de poder de gran eficacia. Todos estos son elementos comunes […] Lo que todas poseían era un centro ceremonial que constituía el punto culminante de toda la ciudad: la necesidad de la arquitectura monumental fue universal y universalmente expresaba divinidad, poder y riqueza».

Muchos estudios insisten en la importancia material y simbólica del «centro ceremonial» también llamado Templo, Palacio, iglesia campesina según T. Moro, o Casa Grande, como la nombraron los españoles al topar con una casa de almacenaje del excedente, reunión deliberativa de la comunidad y lugar de fiesta: quemaron la casa con el pueblo dentro. La larga duración del poder simbólico del Templo, Palacio, Iglesia, Casa Grande…, en las identidades colectivas la apreciamos en persistencia de ceremonias de la autoridad en muchos sitios: en China se mantuvo hasta 1911 el sacrificio anual propiciatorio de una buena cosecha que tenía que realizar el Emperador. Culturas europeas hicieron de ciertos árboles un espacio sagrado o con simbología de poder, alrededor de cual se reunían para resolver los problemas de cierta entidad, el caso del tremendo arraigo popular del símbolo del árbol de Gernika es el más conocido aunque en la historia vasca no es en único.

También es significativa la persistencia de la antropofagia sacrificial simbólica de las religiones del Libro –Biblia y Corán– inseparables del «centro ceremonial» como indica Patrick Tierney. La fuerza material del canibalismo simbolismo es innegable: «Todos somos un cuerpo en Cristo» mediante la «comunión sagrada» que nos une y nos salva del pecado y del infierno. Todos debemos sacrificarnos por esta unidad «como Él lo hizo en nombre del Padre», etc. El concepto clave es el de «expiación» del pecado, para así ser merecedores del «libre acceso a Yahweh». O sea: «todos nos sacrificamos por la patria burguesa». Este ceremonial es igual a otros en los que la presencia del «dios de la guerra», aliado del poder: «Por el protocolo, no hay demasiada diferencia entre uno de los primeros monarcas de Egipto y Luis XIV de Francia o Fernando VII de España. La diferencia no está más que en la satisfacción o disgusto de sus súbditos, no en el criterio gubernamental del estado que tienen las dinastías de Egipto, 3.000 años a. de J.C., o las testas coronadas de la Europa absolutista».

Tampoco hay diferencia básica entre el poder faraónico y el contenido sociopolítico del protocolo por el cual Felipe VI designa al arzobispo castrense español, visibilizando la unidad material, que no sólo simbólica, del poder político-religioso y militar en el Estado: cinco milenios de historia politeísta dan aura de eternidad a tamaño oprobio a la inteligencia humana. También confirman que, como estamos viendo, la ruptura de la unidad comunal debido al triunfo de la propiedad privada, sea faraónica o burguesa, tuvo y tiene efectos directos sobre la conciencias de las clases y naciones explotadas. El poder político-religioso y militar de Felipe VI azuza el debate sobre la unidad y lucha de contrarios que desde el origen de la propiedad privada tensiona al ideal comunitarista en su forma religiosa.

Por ejemplo, la poderosa herejía cátara desde mediados del siglo XI, tenía uno de sus soportes de masas en la pervivencia de tradiciones rurales paganas, precristianas. Por ejemplo, más tarde y exterminado el catarismo a sangre y fuego –«¡¡Matadlos a todos, que dios sabrá distinguir los buenos de los malos!!» –, Tomás de Aquino (1225-1274) no tuvo más remedio que reconocer que in extrema necessitate omnia sunt communia, pero dos siglos después Müntzer (1489-1525) la radicalizo: omnia sunt communia. Ambos eran cristianos, como Felipe VI y el futuro arzobispo castrense español. Por esto, F. Houtart, estudioso de las contradictorias relaciones entre bienes comunales y burocracias político-religiosas y militares, define a las religiones como «Medios de integración y protesta».

Las clases dominantes presionan para transformar los restos de la memoria comunal en instrumentos de su poder privado. La lucha entre la poderosa y siempre reforzada ideología de la propiedad y los restos confusos y borrosos de la siempre perseguida memoria popular, es permanente, sobre todo en las naciones oprimidas. Desde antiguo, uno de los campos de batalla más importantes de esta guerra social por el poder de lo simbólico, no era otro que el de las fiestas oficiales o populares y sigue siéndolos. La «fiesta», con todos sus componentes sociales tan diferentes, opuestos y contrarios, es, desde esta perspectiva, un momento de la lucha de clases, tal como se vio en la revolución francesa. Lenin también opinaba que la revolución es la fiesta de las y los oprimidos. La persistencia también en Europa de estas dinámicas puede ser la coexistencia de formas societarias comunales minorizadas con la economía feudal en agotamiento y capitalista en expansión hasta finales del siglo XVIII en su forma material, y después en sus expresiones simbólicas hasta bien entrado el siglo XIX, como se aprecia en la evolución de las utopías socialistas, anarquistas y comunistas, hasta la formación del comunismo marxista. Según García Linera, Marx conocía la existencia de esas formas sociales en retroceso en muchos sitios de Europa, que Kautsky certificó en 1898.

La memoria social, política y militar-popular, no la de la clase dominante, de los pueblos varía entre otras cosas según se imponga o predomine en su cultura oprimida uno u otro componente. Si en la unidad y lucha de contrarios que siempre se libra en la compleja conciencia popular, se impone el componente integrador, fetichista, vuelve a suceder lo que ya denunció Marx en 1850:

«Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria, es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal».

Si, por el contrario, es el componente de protesta el que subsiste y se reactiva en contextos de mayor explotación, entonces sucede lo que Lenin ya teorizó en 1902 al hablar de la «larga historia» de la experiencia clandestina contra el zarismo que había forjado pautas de comportamiento válidas. No hace falta decir que para que crezca y se imponga la conciencia revolucionaria viva sobre la tradición de todas las generaciones muertas, es imprescindible la militancia organizada. Lenin no hacía más que dar fe de la capacidad de las grandes masas campesinas y artesanas, y del pequeño proletariado aun existente en 1902, para recordar mal que bien, borrosamente, el lado bueno, revolucionario, de los mitos sobre las rebeliones de Pugachov en 1773-1775, y otras. La capacidad provocadora del cura Gapón, miembro de la policía secreta zarista, en 1905 es un ejemplo de ello, como también lo es, pero de signo antagónico, el que los soviets de 1917 readaptaran a la lucha en el medio industrializado formas más desarrolladas que las de 1905 de debate y decisión de la comuna rusa. De los soviets de 1905 a los de 1917 hay un avance en la capacidad obrera y popular de integrar utopías igualitarias, como la hay de la comuna de 1871 en París a la Comuna o Soviet de Baviera de 1918. Otro ejemplo lo tenemos en esta carta de un soldado a su familia campesina en agosto de 1917:

«Querido compadre, seguramente también allí han oído hablar de bolcheviques, de mencheviques, de social-revolucionarios. Bueno, compadre, le explicaré que son los bolcheviques. Los bolcheviques, compadre, somos nosotros, el proletariado más explotado, simplemente nosotros, los obreros y los campesinos más pobres. Éste es su programa: todo el poder hay que dárselo a los diputados obreros, campesinos y soldados; mandar a todos los burgueses al servicio militar; todas las fábricas y las tierras al pueblo. Así es que nosotros, nuestro pelotón, estamos por este programa».

Llegados a este punto, debemos recurrir a la cuarta aportación de J. Ferreiro a la que nos hemos referido arriba: «En determinadas condiciones de la lucha de clases y del proceso político, ciertas manifestaciones culturales de sectores obreros y populares, pueden adquirir connotaciones directamente políticas. Por ejemplo, los rituales en el Día de los Muertos en la ciudad de El Alto luego del levantamiento insurreccional del 2003, dando formas culturales determinadas, formadas históricamente con raíces de las culturas andinas, elementos de la religión católica, nuevos componentes urbanos, etc., pueden pasar a expresar simbólicamente un determinado posicionamiento político frente al Estado».

Llegados a este punto, debemos preguntarnos sobre si estudios posteriores pueden integrarse en esta visión dialéctica y a la vez pueden explicar luchas de liberación tan prolongadas e intensas como la catalana, la vasca, la asturiana –Consejo Soberano de Asturias y León de 1936-37–, la aragonesa –El Consejo de Aragón de 1936-37 por ejemplo–, u otras que entran en el área de lo que, con sus especificidades, estaba regulada por el «derecho pirenaico» cuyo origen es antiguo y se transmitía por la cultura oral, hasta que en 882 se escribió una de sus primeras compilaciones, existiendo por otra parte referencias a la fundación del Reino de Pamplona en 824, el Derecho navarro tuvo que esperar al siglo XII para ser escriturado. Por tanto, un sistema con una base previa de «derecho consuetudinario […] comunalista y concejil». Recordamos ahora la defensa de Marx del derecho consuetudinario, su fascinación por las comunas, etc., y el giro radical de Lenin hacia los soviets y consejos –concejos– incluso en la India de 1920.

Jaume Renyer ha seguido el desarrollo del derecho pirenaico en Aragón, en los valles de Arán, Àneu y Andorra, y en la Catalunya que va expandiendo hacia el sur, su forma particular de derecho pirenaico en la medida en que va arrancando países del islam. Este autor, al que hemos citado arriba, insiste varias veces en la importancia de las creencias precristianas y en la extensión de la lengua «eusko-ibérica», así como de las tierras y bienes comunales para entender el derecho pirenaico, concluyendo con un muy interesante seguimiento de la evolución y las diferencias entre el Derecho privado catalán y el Derecho público español en Catalunya desde 1714 hasta 2015. En 1714 la alianza entre los reinos de España y Francia terminó con la destrucción de la independencia catalana tomando Barcelona tras una tenaz resistencia de su pueblo. En palabras de J. Renyer:

«Esta evolución del área euskaldun es similar en muchos aspectos a la experimentada en el Pirineo oriental […] Las formas de vida y cultura, la casa y la familia con el transcurso de los siglos generan una costumbres y una tradición oral que deviene fuente originaria de la ordenación de la vida comunitaria en los valles pirenaicos que subsisten y evolucionan autónomamente aun cuando la intensa romanización del Pirineo oriental envuelve al conjunto de los pueblos pirenaicos en las sucesivas etapas de hegemonía política visigoda, musulmana y franca […] Esta concepción de la casa y la familia y el derecho consuetudinario familiar es extensiva con variantes locales, al conjunto de los valles pirenaicos en ambas vertientes».

J. L. Orella Unzué también expone las características básicas de Zuzenbide Piriniarra:

«En la configuración de la Corona de España, principalmente desde la entrada de los Borbones en la guerra de sucesión y tras la finalización de las guerras carlistas se dio una suplantación impositiva del sistema jurídico mesetario castellano a todo el territorio. Pero esta imposición abusiva no pudo ser total porque quedaron subsistiendo raíces profundas sociales y culturales, económicas y jurídicas de la forma de ser y del sistema jurídico pirenaico, que diferenciaba sustancialmente de los castellanos los comportamientos, las mentalidades y aun la vida cotidiana de los habitantes de los Pirineos, y en este caso de los vascos, de los navarros y de los catalanes».

El autor se refiere al período que va de finales del siglo XVII a finales del siglo XIX, pero se prolonga hasta ahora mismo debido a las reivindicaciones nacionales y sociales múltiples en estos pueblos, que otros autores extienden hasta el extremo occidental astur-cántabro, según hemos visto anteriormente. Orella sintetiza en tres puntos lo básicos del derecho pirenaico en sus dos vertientes, continental y peninsular: 1) Uso y costumbres de derecho privado; 2) Derecho público en Juntas Generales y Particulares, Cortes, Estados Generales. Y 3) Pactismo, Pase o uso foral y derecho de sobrecarga. Pero Orella no mitifica este derecho, sabe que existían contradicciones sociales que se expresaban en revueltas populares y represiones:

«Los Infanzones gozaban de especiales privilegios, exenciones económicas y honores. No podían ser juzgados sino en la Corte del rey, por su alcalde y con asistencia al menos de tres ricoshombres e infanzones; sus palacios gozaban del derecho de asilo. Acusados de hurto por un villano, eran absueltos por la primera vez bajo su juramento. Los infanzones no pagan portazgo por las mercaderías que compran y venden: pueden sacar hierro de su heredad y llevarlo donde quieran; tenían doble porción que los villanos en la leña de los montes; no estaban obligados a ayudar a la reparación de los muros de la villa».

Ya en este momento de la sociedad pirenaica, Zuzenbide Piriniarra defendía los intereses de la clase dominante, como es lógico, pero también amparaba siquiera formalmente la acción del pueblo en la vida social, como parte del Derecho Pirenaico general. Para esta época la lucha de clases interna a las sociedades pirenaicas era una realidad innegable. El impresionante poder de los Infanzones, sus privilegios y su prepotencia, era apoyado por la Iglesia obsesionada en intensificar la cristianización quemando la memoria popular que recordaba aún la soberanía pagana, precristiana, y su cultura con el fuego de las hogueras que abrasaban a las mujeres vascas acusadas de brujas, sorginak, porque, en el fondo, el poder tenía «miedo a la rebelión»: ¿sería visto el akelarre como una peligrosa asamblea popular ilegal a exterminar?

J. Argote Urzelai nos aporta un ejemplo de la actual fuerza material inserta en la defensa popular de lo comunal:

«Entendemos como comunal aquello que es de uso y disfrute común a todos los miembros de una comunidad, es decir aquello que no es privativo. Está claro que el Concejo como gobierno local difícilmente podría haber llegado hasta nuestros días sin la figura del común. Los concejos y el común han ido de la mano durante siglos, de tal forma que la defensa de lo común ejercida por los consejos alaveses ha sido tan intensa que ni siquiera las diferentes amortizaciones ejercidas en todo el territorio español fueron capaces de privatizarlo. Así, lo que hoy conocemos como montes comunes es el resultado de un bien gobierno concejil y es algo admirado e incluso envidiado en nuestros días».

Podríamos seguir exponiendo prácticas populares y obreras de la resistencia tenaz y hasta desesperada de los bienes comunales menguantes y de las menguantes atribuciones del Derecho Pirenaico, sobre todo en sus formas de Derechos Forales perseguidas primero con presiones y amenazas, y luego con guerras atroces desde los ataques al Estado Navarro desde el siglo XIII para quitarle territorios, y su invasión en el siglo XVI, y definitivamente desde el siglo XVIII en el Estado francés y durante todo el siglo XIX en el español. La misma reflexión hay que hacerse con respeto al resto de los pueblos que se regían por el Derecho Pirenaico.

Pero, para concluir, lo que nos interesa es volver a lo dicho arriba sobre las tres razones por las que es necesario leer y debatir colectivamente, en grupos militantes sobre todo, los tres borradores inéditos hasta que la casa editora Belaterra nos los ha puesto al alcance: la «izquierda» nacionalista española, «izquierda» de Su Majestad Felipe VI, es destrozada hasta la raíz en cada uno de los tres manuscritos. Por razones de espacio, sólo hemos aportado algunas de las críticas radicales que esos manuscritos contienen en potencia y que ahora debemos actualizar colectivamente. Como síntesis, es el nacionalismo español de «izquierdas» el que recibe un golpe demoledor. No es casualidad, pensamos, que este libro tan necesario haya sido editado en Catalunya.

EUSKAL HERRIA, 8 de abril de 2021 




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