Este escrito nos ha sido enviado por correo electrónico desde Argentina:
La convivencia democrática debe basarse en el perdón y la reconciliación, nunca en la amnesia
Reyes Mate | Profesor de investigación del CSIC
De repente las leyes de punto final y de obediencia debida, aprobadas por el Parlamento argentino hace 20 años, se han esfumado. La Corte Suprema las ha declarado inconstitucionales, pero el agente real que ha acabado con la impunidad de la dictadura ha sido ese extraño fenómeno compuesto por las Abuelas de la Plaza de Mayo y una mayor sensibilidad respecto al pasado, llamado memoria. La memoria, tan frágil ante la amenaza del olvido y el poder del presente, se está erigiendo en una fuerza que hace temblar al derecho.
Antes se decía que el derecho era el de los vencedores, porque cada revolución traía su código colgado de las bayonetas; ahora, en democracia, es el de los vivos, porque son quienes lo hacen. En uno y otro caso hay alergia al pasado, por eso abundan figuras jurídicas de olvido, llámense amnistía, indulto, prescripción o no retroactividad
de una ley.
Tuvieron que pasar muchos siglos de derecho para que apareciera la figura jurídica de la imprescriptibilidad. Fue a propósito del juicio de Núremberg, cuando se depuraban las responsabilidades de algunos dirigentes nazis. Entonces se acordó que un crimen, el crimen contra la humanidad, no perdía vigencia por tiempo que pasara. La memoria de las víctimas, sin embargo, lo tenía claro desde tiempo inmemorial. Las
víctimas saben que las injusticias siguen vigentes mientras no se las salde. Ese saber se transmite de padres a hijos, de generación a generación, se conserva en sus ritos y cantos.
Ahora bien, ¿por qué, se pregunta la ética, son imprescriptibles sólo los genocidios y no también el robo de bebés de desaparecidos o el crimen político? El derecho es una convención social que un día decretó que todos los crímenes prescribían y luego hizo una excepción con los genocidios. Pero la ética, que no entiende de componendas sociales sino que se atiene a lo que debe ser, tiene muy claro que una injusticia sigue siendo injusticia por mucho tiempo que pase. Por eso, para ella, ningún crimen prescribe. El legislador puede hacer leyes que suspendan la aplicación de las penas en determinadas circunstancias pero no puede impedir que la injusticia siga vigente.
Eso lo sabe la ética y ese saber es el que conserva la memoria.
NATURALMENTE que la memoria es incómoda y hasta peligrosa para la política que tiene como primera obligación asegurar la convivencia. No es banal la pregunta de hasta cuándo hay que recordar. Hace unas semanas, en Berlín, dialogábamos españoles y alemanes sobre el peso del pasado en la política actual. Fischer, el ministro alemán de Exteriores, lo tenía claro: "Nosotros sabemos que estamos obligados a hacer política teniendo presente la memoria de Auschwitz". Buena parte de los intelectuales españoles, sin embargo, porfiaban en la apología del olvido. Defender en Venta de Baños la amnesia que caracterizó a la transición política española puede tener algún sentido, pero eso, dicho en Berlín, resultaba una escalofriante banalización de las víctimas del pasado por la sencilla razón de que allí están presentes por doquier. El que aquí las hayamos hecho invisibles no significa que no existan, sólo que no importan. Resulta preocupante que sin haber creado una cultura de la memoria ya se eleven voces, entre historiadores, tertulianos, políticos e ideólogos, denunciando el exceso de memoria. Adoptamos el tono engolado de quien está de vuelta sin haber hecho la ida.
Lo que el caso argentino demuestra es que la memoria es imparable y la política tiene que prepararse a convivir con ella. La política se va a convertir en una profesión difícil porque no hay muchas escuelas en donde se nos enseñe cómo organizar la convivencia teniendo en cuenta las exigencias y las secuelas de la memoria. El punto de partida de este nuevo modo de hacer política es cómo hacer habitable un país roto por la violencia de un régimen dictatorial, ya sea argentino, chileno o español.
AHÍ HAY que traducir convivencia por reconciliación. La convivencia democrática no puede hacerse sobre el olvido, entre otras razones porque nadie olvida nada. Eso que llamamos olvido es sólo la decisión de no dar importancia a las heridas sociales. Si el olvido es imposible, lo que se impone es abrir los ojos y preguntarse cómo restañar las heridas. En eso consiste la reconciliación. Y todo pasa por un reconocimiento público del mal hecho. El perdón y la reconciliación, de momento virtudes que sólo circulan en el campo religioso, tendrán que metabolizarse en valores políticos, como antaño ocurriera con la fraternidad, que llegó a ser un valor revolucionario.
Algo nuevo está ocurriendo en el mundo que va en el buen sentido. Los dictadores y secuaces, una vez derrumbados, ya no pueden esconderse con el botín en retiros dorados. La justicia les espera y les alcanza. La humanidad parece haber comprendido que para que el crimen no se repita hay que empezar por no olvidar..... ... .
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