Desde la sección Opinión de La Jornada traemos a ustedes este texto que consideramos indispensable para el entendimiento del escenario en que se se van a estar desarrollando las luchas por la autodeterminación de los pueblos tras el 11 de septiembre y en especial en la estela de la brutal destrucción de Afganistán.
Adelante con la lectura:
El enemigo indispensable
Jorge Camil
Hasta el 11 de septiembre pasado, Estados Unidos era un gigante agobiado que había perdido la brújula. El largo proceso constitucional para destituir a Bill Clinton por sus famosas escapadas sexuales fue un acontecimiento que puso de manifiesto la profunda crisis social y la existencia de dos facciones políticas irreconciliables. Una izquierda amorfa y moderada, que habría de aglutinarse en forma desordenada tras la candidatura de Al Gore, pero que al momento de la verdad demostraría su falta de poder, y una derecha evangélica y fundamentalista, que triunfó en el proceso contra Clinton en la Cámara de Diputados (donde residen los representantes del pueblo) y que habría de mostrar su fuerza política ganando la apretada elección presidencial con la ayuda de aliados formidables en la Suprema Corte. En el terreno económico, la inusitada era de bonanza atribuida a Bill Clinton, pero en realidad producto de la globalización, de la apertura irrestricta de los mercados y de la superioridad tecnológica, llegaba a su fin en medio de una caída generalizada de la confianza. Y, para colmo de males, el nuevo presidente, comparado con el político consumado que fue Clinton, daba muestras preocupantes de ser un político provinciano sin facilidad de palabra, ajeno a los misterios de los sistemas económicos e inocente en asuntos de política internacional. (Por Dios, días antes de invadir Afganistán se refirió a su valioso aliado, el general Pervez Musharraf, como el "hombre que manda ahí", refiriéndose a Pakistán.)
El panorama no era alentador. Mientras los medios de comunicación seguían cubriendo las actividades del carismático ex presidente Clinton y de su esposa Hillary, la flamante senadora por Nueva York, George W. Bush, cuadragésimo tercer presidente de Estados Unidos, era blanco de caricaturistas y comediantes. Todo eso habría de cambiar.
En 1995 Ronald Steel, profesor de relaciones internacionales de la Universidad del Sur de California y autor de Temptations of a superpower, describió en forma magistral el predicamento de Estados Unidos en su papel de única superpotencia: "durante la guerra fría teníamos una vocación; hoy no tenemos ninguna. Antes teníamos un enemigo poderoso; hoy nos ha abandonado. Hace poco podíamos definir claramente nuestro sitio en el mundo; ahora no tenemos la menor idea. Somos -concluyó descorazonado- una superpotencia sin retador, un cruzado sin misión". Seis años después, el 11 de septiembre de 2001, el lamento de Steel habría de llegar a su fin. El problema es que ahora la superpotencia solitaria tiene, como el legendario agente 007 de las novelas de Ian Fleming, licencia para matar o, lo que es igual, autorización para eliminar a todos sus enemigos. Porque las cosas no se van a quedar así, ¡qué va!, todo apunta a que después de Osama Bin Laden seguirán Saddam Hussein y Muammar Kadafi, Fidel Castro y Yasser Arafat, los dirigentes de la ETA y las guerrillas colombianas. ¿Por qué no? Hay que ver las últimas declaraciones presidenciales. Se trata de eliminar el territorio internacional, y es posible que en la mente de Bush, como en la galardonada película de André Cayatte, Nous sommes tous des assassins, todos resultemos asesinos. Por lo pronto, el país se prepara a construir una nueva versión de la muralla china. Con un nacionalismo furibundo, algunos congresistas han propuesto suspender las garantías individuales, instalar tribunales militares secretos, juzgar y ejecutar culpables en forma sumaria, suspender el otorgamiento de visas, expulsar a todos los estudiantes de origen árabe, proteger las fronteras con la guardia nacional y despedir a todos los empleados naturalizados que ocupen puestos de seguridad nacional. (No hace mucho, en 1997, durante el gobierno de Bill Clinton, el jefe del Estado Mayor Conjunto era el general John Shalikashvili, un naturalizado polaco.)
Durante el apogeo del mandato de Clinton, cuando el país estaba en paz con el resto del mundo, la secretaria de Estado, Madeleine Albright, afirmó que Estados Unidos se había convertido en "la nación indispensable; un país erguido que (podía) ver más lejos que los demás". Sin embargo, es obvio que madame Albright, distinguida académica, no veía más allá de sus narices ni había leído el libro de Steele, porque el país, no obstante la bonanza económica, carecía de vocación y de enemigo poderoso. Era, efectivamente, "un cruzado sin misión".
Hoy, merced a Al Qaeda, Osama Bin Laden y los pilotos suicidas del Islam, el "país indispensable" tiene a su enemigo indispensable.
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