El lado más oscuro del PNV sale a relucir cuando del caso Galíndez se trata.
Lo más paradójico es que esa turbia faceta al final de cuentas no sirvió de nada a la causa de la autodeterminación vasca pues fue más el odio de la casta política estadounidense hacia todo lo que tuviera que ver con el comunismo que su supuesta defensa de los derechos humanos en el escenario posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Aquí tenemos este magnífico texto de Iñaki Egaña que ahonda en el tema:
Jesús Galíndez: 60 años de una muerte sin resolver
Iñaki EgañaDelegado del Gobierno vasco en Nueva York, la desaparición de su vivienda de la Quinta Avenida neoyorquina en Manhattan el 12 de marzo de 1956 causó una gran conmoción entre sus compañeros del PNV. Tras una infructuosa búsqueda y una deplorable investigación policial, el 30 de agosto de 1963, hace ahora 60 años, fue dado oficialmente por fallecido.
Jesús Galíndez nació en Madrid, de padre de Amurrio y madre, María Suárez Romarate, oriunda de la capital española. Su madre murió a los días del parto, por lo que Galíndez se crio en Amurrio, en el caserío Larrabeobe, propiedad de su abuelo, médico y alcalde. Finalizados sus estudios primarios, la familia lo envió interno a un colegio de Madrid. Estudió luego Derecho y la Guerra Civil le sorprendió en la capital del Estado. Organizó milicias y en 1938 ingresó en el PNV.
Lo trascendente de su trayectoria llegó cuando se ubicó en Nueva York, en 1946, desde donde trabajaría para el FBI bajo el seudónimo de Rojas, con el código de identificación 580-85 y más tarde, ya terminada su labor de aprendizaje, con el ND-507. Galíndez fue uno de los mejores agentes vascos que trabajaron para Washington en la Segunda Guerra Mundial y a comienzos de la Guerra Fría. Fue agente tras los acuerdos del lehendakari Agirre con el equipo de Franklin Roosevelt en 1942.
Buena parte de los archivos tanto del lehendakari Agirre como de Galíndez permanecen sin desclasificar. Entre los que son públicos, uno de los informes sobre su personalidad es extremadamente explícito: “La información suministrada por ND-507, unos 18 informes mensuales, es de un valor extraordinario, y la misma no es fácil de obtener. En repetidas ocasiones ha demostrado ser un informante certero y de entero crédito”.
Las investigaciones federales posteriores a su desaparición descubrieron que Galíndez trabajaba para el FBI desde su estancia en la República Dominicana y que, por su buen hacer, precisamente, fue llamado por Agirre a Nueva York. Que estuvo casi un año en Ipar Euskal Herria de agosto de 1948 a mayo de 1949 formando y tejiendo una red de nuevos agentes, y que también fue captado por la CIA, que lo expulsó de su seno en 1954, cuando Eisenhower dio un vuelco radical a su política con respecto a España, reconociendo al régimen de Franco.
En 1955 redactó su tesis en la Universidad de Columbia que trataba, en 700 páginas, sobre la dictadura de Leónidas Trujillo en la República Dominicana. En su trabajo denunciaba con detalle los asesinatos políticos del dictador, sus negocios y los de su familia, así como las complicidades de ciertos sectores de EEUU con Trujillo. Pero no pudo defender su tesis porque, como es sabido, fue secuestrado.
En 1953, cuando Eisenhower, el Vaticano y otras instancias del bando azul de la Guerra Fría reconocieron a Franco, las relaciones entre vascos y norteamericanos se enfriaron considerablemente hasta el punto de que José Antonio Agirre, Jesús Galíndez y sus correligionarios pasaron a ser, según el Departamento de Estado, «nacionalistas fanáticos», «refugiados ansiosos por dejar de serlo», etc. Y se regeneraron en molestos amigos, bajo sospecha de convertirse en enemigos. Desde 1954, Galíndez y su entorno eran investigados exhaustivamente por los servicios para los que trabajaba. Y solo una semana antes de su secuestro, había viajado a Washington a recibir instrucciones del Departamento de Estado. Galíndez y Agirre fueron la máxima personalización de esa incomodidad.
Por eso, no es de extrañar que la desaparición del primero se gestara en una empresa de ex agentes de la CIA (Robert A. Maheu). La misma empresa que luego fue contratada para asesinar a Fidel Castro o que se vio involucrada en el Watergate que provocó la caída del presidente Nixon. Tampoco de una cuestión capital como la de que Leónidas Trujillo, ordenante del secuestro de Galíndez como revancha a la denuncia de su dictadura, poseía una oficina en Nueva York para defender sus intereses, dirigida por Franklin Roosevelt junior, demócrata, hijo del presidente que había apoyado a los vascos. Roosevelt junior compartía otra empresa con Charles Patrick Clark, que representaba los intereses de la España franquista en EEUU.
Un cóctel de tendencias contrarias a Galíndez. Entre ellos presentaron la tesis, que circuló durante un tiempo, de que se había escapado a Moscú llevándose consigo medio millón de dólares pertenecientes al Gobierno vasco. El republicano Eisenhower no dejó que la investigación por la desaparición superase la esfera local. E hizo pública esa negativa ante la insistencia de The New York Times. ¿A cuento de qué tanta notoriedad? ¿A cuento de qué el presidente de la nación más poderosa del mundo dando instrucciones sobre el delegado de un país que ni existe en los mapas oficiales?
El exilio le había unido a un país que probablemente no hubiera conocido jamás, la República Dominicana y la Guerra Fría lo transformó en un incómodo y peligroso acompañante. Y su final fue como el de ese personaje, Samuel Ratchett, que, en la ficción Asesinato en el Orient Express, Agatha Christie hizo matar con una puñalada por cada uno de los doce viajeros de un tren que volaba por las campiñas europeas. Galíndez sigue siendo uno de los escenarios opacos relacionados con la Guerra Fría, en general, y la colaboración del PNV con la CIA y el FBI en particular.
El mito de Galíndez desaparecido fue creciendo desde 1956, hasta convertirse en uno de los más expandidos en la memoria colectiva vasca. Aunque sus restos ya fueron encontrados e identificados. Todas las hipótesis como la de que fue arrojado a los tiburones desde un avión, quemado en las calderas de un barco o enterrado en una playa dominicana fueron cortinas de humo.
El dictador Rafael Trujillo, ordenante de la detención y desaparición de Galíndez, murió en un atentado el 30 de mayo de 1961. Tras una interinidad compartida por Joaquín Balaguer (presidente constitucional) y Ramfis Trujillo (hijo del dictador y jefe de las Fuerzas Armadas), se promovieron elecciones generales, el 20 de diciembre de 1962, que llevaron al poder a Juan Bosch. Entre la muerte de Trujillo y la victoria de Bosch (19 meses) se produjeron numerosos crímenes políticos y una subcomisión de la OEA (presidida por el colombiano Augusto Araungo) visitó la República Dominicana para observar la situación de los derechos humanos. A comienzos de 1962, diversos grupos opositores a Trujillo, y al calor de los crímenes más recientes, denunciaron la desaparición durante la dictadura de unas 200 personas, entre ellas el propio Galíndez.
La mayoría de estos desaparecidos habrían sido enterrados irregularmente en las cercanías de San José de Ocoa, a cien kilómetros de la capital. Varios de los casos fueron denunciados a la prensa y, como es obvio, el de Galíndez saltó a los medios norteamericanos. The New York Post fue el que más información aportó al respecto. El 13 de enero de 1962 dos partidos políticos dominicanos (Partido Dominicano Revolucionario y Movimiento Revolucionario 14 de junio) crearon una comisión para identificar y recuperar los cadáveres de los muertos en la región de San José de Ocoa. Esta instauró una subcomisión destinada a identificar los restos de Galíndez y a recoger testimonios sobre su muerte.
Varios testigos declararon haber observado que, en la noche del 21 de septiembre de 1956, un cadáver fue arrojado desde un coche a un barranco, bajo el puente del lugar conocido como Arroyo Limón. También que ese mismo día estuvo en el pueblo Octavio de la Maza (presunto secuestrador de Galíndez). Dos días después, el cadáver fue enterrado en el mismo lugar por un grupo de cinco personas dirigidas por Ostaniel Pérez Díaz, alguacil de San José de Ocoa.
En los dos días que el cuerpo estuvo sin ser enterrado, al menos dos personas, Francisco Pérez Velázquez (antiguo alumno de Galíndez) y Abel Ballesteros (refugiado español y amigo de Galíndez), identificaron «sin ningún género de dudas» el cadáver como el de Galíndez. La comisión puso esos datos en poder del Gobierno dominicano y el caso pasó a manos del juez Raúl Fontana Olivier, quien abrió diligencias. Ordenó recuperar los restos, que fueron exhumados por el mismo alguacil que los había enterrado, Ostaniel Pérez Díaz. Los huesos fueron analizados por el médico Mota Medrano quien interpretó raza, estatura y edad. Coincidieron con las de Galíndez.
El juez Raúl Fontana guardó en su despacho los restos de Galíndez. A mediados de 1962, en pleno debate político sobre el futuro del país y bajo la presión de los crímenes políticos, el delegado de la República Dominicana en Naciones Unidas, anunciaba que su Gobierno no haría más averiguaciones sobre el caso y que la investigación, de haberla, correspondía a EEUU, puesto que el delegado vasco había desaparecido en territorio norteamericano. El juez Raúl Fontán archivó la causa. Y el 30 de agosto de 1963, Galíndez fue dado oficialmente por muerto.
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