Durante los distintos festejos y celebraciones relativas al solsticio de invierno (o a las Saturnales) siempre se recuerda a los que no pueden estar, y de eso nos habla este texto de Iñaki Egaña publicado en Gara hoy, víspera de la festividad cristiana:
Iñaki Egaña | Historiador
El anti cuento de Navidad
El medio es tan agobiante que resulta casi imposible obviarlo. Las costumbres impuestas por la apisonadora cristiana, en sus diversas ramas, encontraron un aliado necesario en el capitalismo que nos invita, para elevar ganancias, a un derroche consumista de corto recorrido: mucho en poco tiempo. Olentzero, reyes de Oriente, Papa Noel, luces de neón, lotería, inocentes, música celestial... Parafernalias sin sentido para alimentar lo que no somos.
En tiempos pasados, las costumbres, a las que apelaban entonces los dirigentes eclesiásticos, animaban a poner un pobre en la mesa del rico y, de esa forma, hacer más humana la Navidad. Quizás por eso de que los pobres lo eran de solemnidad, las ayudas sociales no existían y la fuente actual de la marginalidad, la emigración, aún estaba por llegar, la propuesta se extendía a todo aquel que tuviera un aparador más o menos repleto para la ocasión.
¡Ponga un pobre en su mesa!, habría dicho el eslogan, y aplaque de esa manera, añadiríamos los críticos, su mala conciencia cristiana.
Y de paso haga frente a las teorías izquierdistas igualitarias. Caridad, no justicia. Porque, como bien sabrán, la caridad y la justicia son conceptos antagónicos. Una frente a otra. Pero los tiempos han cambiado.
Nunca tuvimos un pobre en nuestra mesa, quizás porque éramos malos cristianos, quizás porque nuestra familia era muy grande y había que recibir a sus miembros de muchas esquinas y las sillas se ocupaban pronto, quizás porque siempre faltaba alguien, lo que redundaba en el desasosiego, quizás porque también éramos pobres. O al menos no nos sobraba más allá de lo que se repartía para la ocasión.
Hoy, los ricos ya no invitan a su mesa a los más pobres. Para ello están los comedores sociales que darán una copita de vino dulce a los pobres de solemnidad. Para ello están las cárceles que acogerán en el Estado español a más de 70.000 delincuentes y presuntos delincuentes a los que, tras la cena, enchufarán la televisión para que asistan a la perorata del último Borbón.
En estos tiempos, los ricos hacen más ostentación que nunca. Como jamás lo hicieron. Alardean de sus yates, se regocijan en televisión en esos programas apologéticos de las villas kilométricas en las que viven, acaparan las portadas de las revistas con sus conquistas sentimentales. También se pavonean con sus últimas adquisiciones, con coches de lujo y chaquetas de lino austral.
Y ellos, precisamente, se han encargado de subrayar la tendencia: la justicia es una quimera, y la caridad de mal gusto. Los pobres sobran, escoria. ¿Qué puede hacer un pobre? Ese gran escritor que es Rubem Fonseca escribió un cuento a cuenta: «El único bien que poseo es mi propia vida, y la única manera de ganar la partida es matar a un rico y seguir vivo». No siempre es posible. Pero cuando sucede, nadie se rasga las vestiduras.
En la cercanía ya no literaria, recuerdo vagamente a mi madre y a alguna de mis hermanas encerradas en la cocina preparando la cena de autos, entre prisas, y fogones. Y también, en esa interminable noche de humo y mazapán, los susurros por los que faltaban, las conversaciones que nos hurtaban a los más pequeños y, en alguna ocasión, esa llamada de teléfono para el abuelo, desde algún lugar desconocido que sólo los mayores compartían.
Los ausentes han sido, en nuestra tradición, los grandes protagonistas de estas fiestas sin sentido. Quizás sea una gran paradoja, una de nuestras locuras colectivas, pero tengo una impresión bastante anclada en mis convencimientos, que muchas de las celebraciones de estos días, sobre todo la de la víspera navideña, la formalizamos para aquellos que no pueden asistir. Nos resistimos a romper el hilo fino de nuestra existencia colectiva. Y no me refiero a los difuntos.
Somos un pueblo que no ha dejado jamás de tener presos en los últimos cien años. Me dirán que eso no es nuevo. Desde las mazmorras medievales y tal y como nos los contó Foucault, reprimir y castigar es la primera tarea del poder. Añado. Somos un pueblo que en los últimos cien años no ha dejado de tener presos... políticos. Y, también y en consecuencia, aquellos que lograron escapar de jueces y agentes, los que conforman el exilio. Es decir, presos y exiliados. Políticos.
En la actualidad, y según las cifras ofrecidas por los grupos de asistencia penitenciaria, tenemos los vascos un preso por cada 3.500 habitantes. Un exiliado por cada 1.500 habitantes. No conozco semejante proporción en la Europa civilizada, aquella garante de la democracia y la tolerancia, construida, por cierto, para deleite de sus élites, los ricos de siempre, puro, anteojo y barriga descomunal.
Estos ausentes han conformado, en la tradición que he podido vivir desde niño, la referencia de la noche que alguna marca de cava ha designado con el apelativo grotesco de «mágica». Tengo demasiadas dudas en algunos aspectos de la vida, no así en otros. Este último es de los sólidos. En muchos hogares vascos la celebración no lo es por el aniversario de aquel niño judío que nació en un corral y sirvió de marca para una religión, por la vuelta a casa del emigrante o estudiante que saluda a los suyos, ni siquiera por la reproducción bondadosa de ese carbonero que entrando por la chimenea cortaba el pescuezo a los niños que habían sido traviesos.
La falta, la lejanía nos permite pocos espacios. Aprovechamos los escasos que tenemos. Y como hace decenas de años, cuando la noche se extendía al último recodo de nuestra tierra diurna, guardamos lo que más queremos para la intimidad. Y no existe mayor intimidad que la que extraemos en nuestras fuentes solidarias y emocionales. En soledad o acompañados.
Hace ahora un año de la última Navidad, de esas celebraciones a las que aludo. En esos días, por primera vez, uno de los nuestros, el mayor, estaba ausente. Por razones de peso. Un juez español le había internado en prisión en una razia que comenzó entonces y aún hoy está inacabada. Vivimos esas fiestas navideñas y estos comentarios anteriores en primera persona.
Sé que en otros hogares, y lo siento como el mío, la ausencia se remonta a cinco, diez, veinte, treinta años. Joxe Mari Sagardui y Jon Agiriano son quizás los más notorios. Pero medio centenar de presos vascos han cumplido ya más de 20 años en prisión. Son los solsticios de invierno, adornados con luces extrañas, ajenas, para los suyos. Cientos, miles de kilómetros de distancia separan el olor a la leña quemada, el sabor de la manzana asada, el tono de la voz de los mayores, el eco del hogar.
Cientos, miles de kilómetros separan la incertidumbre, la ausencia de noticias, la habitación de un color que se repite una y otra vez sin posibilidad de repuesto. Cientos, miles de kilómetros de angustias e interpretaciones porque, ante el silencio, sólo nos queda adaptar una versión. La cercana, la más entusiasta. Esa llama de la esperanza que nunca vamos a dejar que se apague.
De aquella primera navidad con esa ausencia tan cercana, la del hijo, descubrí lo que intuía. Que tenemos un pueblo extraordinario, que nuestros amigos no son de connivencia sino de fidelidad y, sobre todo, que nuestros familias son la sal de la vida. Alguien nos dirá que nos hemos quedado desfasados, que las relaciones del futuro pasan por otras coordenadas. Le regalo ese futuro.
Recuerdo de hace un año el dolor de la ausencia, pero también la alegría de los compañeros, de las compañeras, de hermanos, hijos, primos... esa red tan tupida que nos ha permitido sobrevivir en los tiempos más duros, en especial, a los que se les niega la luz matutina. Recuerdo selectivamente tantas cosas que, en estas fiestas de la hipocresía, lo único que vale la pena es, precisamente, el apego a los míos, a esos que, a pesar de la distancia, ocupan en mi mesa ese lugar que con orgullo me atrevo a pregonar.
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