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jueves, 15 de septiembre de 2016

¿Qué es la Izquierda Eurocentrista?

La respuesta en este imprescindible texto de Iñaki Gil de San Vicente publicado en El Hurón:

Iñaki Gil de San Vicente

A mediados de septiembre va a tener lugar en Sao Paulo un necesario debate internacional organizado por el MST. Es muy significativa la importante presencia de organizaciones campesinas y populares de casi todo el mundo. La lucha antagónica entre el capital y el trabajo a nivel mundial está marcada por la progresiva toma de conciencia de los pueblos en los que la economía campesina y ganadera es aplastada por la agroindustria transnacional. En los Estados imperialistas sucede algo parecido: por un lado, la Política Agraria Común de la Unión Europea para el quinquenio 2015-2020 ha levantado duras críticas populares; y por otro lado, la primera transnacional láctea del mundo, la francesa Lactalis, se enfrenta a la resistencia de ganaderos castellanos, franceses, gallegos…, contra su política de reducir precios causando la ruina de este sector.

Las luchas campesinas y urbanas adquirirán aún más trascendencia estratégica conforme se acelere el agotamiento de los recursos naturales para satisfacer las necesidades mundiales según las define e impone el capitalismo. Semejante resistencia chocará con mayor virulencia si cabe con las profundas raíces ideológicas, morales y racistas del eurocentrismo. Teniendo en cuenta el objetivo de esta ponencia, conviene adelantar que en 1868, el británico Charles Dilke escribió el libro Greater Britain en el que argumentaba que la desaparición de las «razas inferiores» no solo era una ley de la naturaleza sino una bendición para la humanidad. Fue en este contexto en el que Macaulay ridiculizaba a quienes pretendían instruir a los habitantes de la India. La dinámica actual recuperación del mensaje de Kipling, novelista que legitimó e impulsó el expansionismo eurocéntrico en el siglo XIX, responde no solo a la perspectiva estratégica del imperialismo yanqui7 sino que también es coherente con todo lo visto hasta ahora.

Para no adelantarnos demasiado, recordemos que E. Dussel afirma que la «modernidad» surge al final del siglo XV con la conquista de las Américas, momento en el que el ego cogito moderno es antecedido en más de un siglo por el ego conquiro, propone siete características de la «modernidad»:

1) el eurocentrismo se define superior a otras civilizaciones y culturas;
2) al ser superior tiene la obligación moral de desarrollar a los más primitivos, rudos y bárbaros;
3) este desarrollo debe ser siempre copia y calco del anterior desarrollo europeo;
4) dado que el bárbaro se resiste a ser civilizado, el eurocentrismo debe aplicar la guerra justa colonial en bien del bárbaro;
5) las víctimas de la guerra justa colonial son por ello inevitables y tienen el sentido cuasi-ritual de víctimas propiciatorias en el sacrificio;
6) la negativa del bárbaro a ser civilizado exime de toda culpa a la modernidad, traslada ésta a los bárbaros por resistirse y dota al eurocentrismo de contenido emancipador; y
7) por esto, son inevitables los costos de la modernización de los pueblos atrasados e inmaduros.

La importancia del debate es cuádruple: Una, divulgar qué sucede en Brasil y en toda Nuestra América especialmente desde la perspectiva de la lucha por la propiedad colectiva de la tierra, de los bienes comunes, etc.

Dos, saber cómo evoluciona la alianza entre el movimiento campesino y popular, también proletario en sentido amplio, y el resto de movimientos de protesta y lucha, fundamentalmente el obrero, el feminista, el ecologista y el de liberación nacional, siempre como expresiones concretas de la lucha a muerte entre el capital y el trabajo.

Tres, cómo enlazar las reivindicaciones comunales que subsisten o renacen en muchas luchas campesinas y populares con la praxis comunista, con la lucha contra el trabajo asalariado, contra el tiempo del capital, contra el individualismo metodológico, contra el verticalismo obediente, contra el fetichismo de la mercancía, contra la propiedad privada…

Y cuatro porque al analizar las tres cuestiones topamos con un problema clásico del reformismo europeo: su creencia de que Europa es el continente de la «civilización democrática», la que va a salvar al mundo en general y en especial a los pueblos campesinos que no tienen otra alternativa que seguir los pasos, aplicar sus consejos, abandonar sus culturas aceptando la europea.

Aquí vamos a centrarnos casi exclusivamente en el tercer y cuarto puntos aunque deberemos referirnos a los dos primeros. Y lo haremos no como espectadores, como observadores externos que desde la perspectiva eurocéntrica miramos el mundo desde arriba, sino como participantes activos en la larga lucha de los pueblos hermanos contra el imperialismo. El eurocentrismo, la civilización del capital es el dúctil pegamento que ensambla la multiplicidad material y moral de la extracción de plusvalía a los pueblos no europeos pero a las naciones trabajadoras europeas, especialmente a las oprimidas. Todavía quedan algunos marxistas y demasiados socialistas que defienden la supremacía de los Estados multinacionales sobre las naciones a las que se les impiden disponer de su propio Estado. Esta creencia, que oculta un interés material, viene de los albores del socialismo y del marxismo.

Las y los vascos sufrimos también esa situación porque en su tiempo fuimos calificados por Engels como pueblos sin historia condenados a desaparecer. Obtuvimos un fugaz consuelo al leer la demostración de Román Rosdolsky sobre la causas contextuales, las limitaciones culturales y los errores políticos «refutados por la historia» de Engels, Bakunin y demás pero fue un fugaz respiro porque el estatalismo eurocéntrico tenía raíces más profundas de lo que creíamos. Además, un autor tan poco comprensivo con las problemáticas nacionales, como es E. J. Hobsbawm, ha mostrado que aquellas afirmaciones de Engels deben contextualizarse en los parámetros intelectuales de su época en vez de achacarle a él todos los males.

La refutada idea de Engels suscitó permanentes debates que se intensificaron al poco tiempo debido no tanto a las ediciones de los textos de Marx sobre la comuna campesina rusa, sobre la linealidad de la historia, etc., sino sobre todo al endurecerse en choque político entre quienes defendíamos la necesidad de la independencia basándonos en el marxismo y quienes defendían la primacía de la revolución estatal española y francesa, también basándose en el marxismo. La larga lucha comunal era y es para nosotros un argumento incuestionable a favor de la independencia socialista, lo que nos llevó a, con mucho respeto, ofrecer nuestra opinión en debate boliviano sobre la comuna, el ayllu y el socialismo.

Nuestra tesis es que una de las razones del creciente debilitamiento de la izquierda europea en la segunda mitad del siglo XX hasta caer a su lamentable situación actual es la de haber asumido los valores eurooccidentales precisamente cuando más falta hacía combatirlos en todos los órdenes de la vida cotidiana. Tal asunción, que ya empezó a darse con fuerza a finales del siglo XIX en los debates de la II Internacional sobre el colonialismo, ha llegado ahora a plasmarse en la impotencia de la izquierda para, por ejemplo, combatir el racismo, apoyar a las y los migrantes, explicar el porqué del llamado fundamentalismo islámico como respuesta al imperialismo y al fundamentalismo cristiano, etc. Impotencia ya existente poco antes cuando el grueso de la izquierda aceptó el caramelo envenenado de las «guerras humanitarias» e incluso de la «guerra de civilizaciones», y cuando algo después se tapó los oídos, la boca y los ojos ante la ofensiva de la OTAN contra el norte de África.

Simultáneamente, el reformismo práctico, la prioridad dada al parlamentarismo burgués, el abandono de la autoorganización y de la independencia política de clase, etc., fue paralelo a las desestructuraciones sociales impuestas por la burguesía desde poco antes de los ’80 del siglo pasado. Muy contada izquierda occidental se lanzó a (re)construir e impulsar las prácticas comunitarias y horizontales que identificaron al movimiento obrero desde su inicio, y que, no sin problemas, se enlazaban con las organizaciones de vanguardia. Una lectura actualizada de los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista nos descubre la debacle de la izquierda en estas y otras cuestiones.

2. Derrota

El desarrollismo que resurgió con fuerza después de 1945 en el capitalismo europeo tenía la doble función prioritaria de recuperar la tasa de beneficio y de derrotar la fuerza del movimiento socialista, de la URSS, en el interior de las clases trabajadoras europeas. La burguesía europea, Gran Bretaña y Estados Unidos sabían que la izquierda comunista tenía un enorme prestigio que le facilitó una considerable influencia de masas, influencia reforzada por la admiración de las clases explotadas hacia el Ejército Rojo. La democracia formal, abstracta, fue mitificada al extremo sobre todo desde 1948, mientras que se depuraba muy superficialmente el nazifascismo y se silenciaba el enorme apoyo que había tenido entre las burguesías ocupadas y «democráticas». A la vez, se inflaba la cuantía de personas que, supuestamente, habían participado en la resistencia antinazi para minimizar el heroísmo de las izquierdas y borrar de la memoria colectiva el hecho de que hasta finales de 1943 la mayoría de la población había permanecido pasiva, excepto el sector de izquierda comunista que pagó un altísimo precio en vidas: solo en el Estado francés fueron asesinados 60.000 comunistas.

El desarrollismo estaba asentado internamente en una dura vigilancia social y en la represión silenciosa o descarada de las fuerzas revolucionarias, en la que la OTAN como «fuente de terror» jugaba un papel central. También se basaba en la convivencia con dictaduras europeas como la española, la portuguesa, etc., y en la represión salvaje de las luchas de liberación nacional antiimperialista para asegurar y a poder ser aumentar el flujo de bienes y recursos saqueados a esos pueblos. Hay que recordar que nada más concluir la Segunda Guerra Mundial, el debilitado imperialismo europeo se lanzó a recuperar las posesiones que había perdido y contener en lo posible mediante cesiones negociadas la expansión yanqui en las antiguas posesiones europeas, sobre todo en Asia, en el extenso «Este rojo», pero también en Oriente Medio.

La propaganda proimperialista y eurocéntrica fue masiva y permanente ya que buscaba que los pueblos empobrecidos por la ocupación nazifascista aceptasen los altos gastos militar necesarios para recuperar el imperio. A la vez, esa propaganda belicista era parte de la guerra cultural anticomunista en todos los sentidos. Todas las formas de laborismo, socialdemocracia y socialismos-democráticos situados más al centro-derecha, así como el cristianismo en sus múltiples sectas, se volcaron en esta tarea, siempre bajo la vigilancia directa o indirecta de los Estados Unidos para imponer la «verdad» del capital de modo que las clases explotadas terminasen aceptando el sistema.

Ahora bien, ni la «verdad» fabricada por la industria político-cultural, ni la alienación ni el fetichismo inherentes al capitalismo, ni las sobreganancias imperialistas, ni otros factores, explican por sí mismos la larga estabilización burguesa europea. Reafirmando la efectividad de estos factores, las auténticas razones hay que buscarlas en la interacción de, por un lado, la intensa reconstrucción y la aplicación de las tecnologías militares; por otro lado, la dirección estratégica yanqui y la estabilidad monetaria y financiara; además, el recurso al crédito y la industria militar; y por último, el reparto de Europa entre la URSS y Estados Unidos, el keynesianismo y los gastos sociales admitidos por la burguesía como mal menor, el sindicalismo reformista y la socialdemocracia.

La ideología burguesa del trabajo, el productivismo y el individualismo había ido penetrando en las clases trabajadoras antes de 1940, y volvió a infectarlas inmediatamente después porque no la combatían ni la socialdemocracia ni la versión estalinista de un marxismo, y menos aún el sindicalismo. Sobre este contexto de democracia formal, mejora cuantitativa de las condiciones de vida, amnesia creciente del pasado, etc., fue extendiéndose la falsa creencia de que era posible anular los aspectos «malos» del capitalismo y administrar los «buenos». En la burocracia estatal, la casta académica, los grupos empresariales, el reformismo y amplias franjas trabajadoras aceptaron la tesis de la estabilidad permanente del capitalismo, mientras que los sectores concienciados del proletariado aceptaron la de la burocracia rusa de la «coexistencia pacífica» Así, en dos décadas, de 1945 a 1965, matriz social del capitalismo volvió a asentarse con más fuerza que en la larga crisis inaugurada en 1917 por la revolución bolchevique.

En efecto, aunque desde finales de la década de 1960 se inició una larga oleada de luchas que se sostuvo casi otras dos décadas, hasta mediados de los años 80, la burguesía europea no tuvo que recurrir al nazifascismo para vencer sino al neoliberalismo. El imperialismo yanqui, apoyado por el europeo, sí recurrió a golpes militares e invasiones sangrientas para imponer el neoliberalismo más duro como muestra N. Klein en su descripción cuantitativa impactante de la ferocidad burguesa, pero débil y superficial en la calidad teórica y política.

La tesis de la extinción de la lucha de clases estaba siendo impulsada desde los años 50. Los meritorios logros teóricos que demostraban que la lucha de clases no solo había desaparecido sino que se estaba endureciendo a finales de los 60, como se confirmaba en el Mayo 68, destrozaban la demagogia de la «sociedad post-industrial». Desde la perspectiva actual, incluso un reformista confeso como Paul Mason que asume su «reformismo revolucionario», debe reconocer la fuerza de la oleada prerrevolucionaria derrotada al final por el neoliberalismo. El Mayo 68 y los primeros años de la década de 1970 fueron controlados mediante una efectiva interacción de fuerzas conservadoras y reformistas, de palos y zanahorias, y de incapacidad de la izquierda revolucionaria. El capital había aprendido mucho de las oleadas posteriores a 1917, y la propia estructura del sistema era más maleable y flexible para absorber muchas de las protestas, reprimiendo sin piedad a las no integrables. La «represión democrática» de la Alemania Federal interrogó a 1.500.000 personas sobre sus ideas políticas entre 1971 y 1979 y condenó al ostracismo a otras 4.000.

En 1974 un golpe militar progresista acabó con la dictadura portuguesa pero no avanzó abiertamente al socialismo, sino que estabilizó el capitalismo «democrático». Entre 1975 y 1978 la socialdemocracia y el eurocomunismo español orientaron las luchas de clases y de liberación nacional hacia el cepo monárquico, todavía vigente. La II Internacional llegó en 1981al gobierno francés y en 1982 al español, asentando el poder capitalista. En Italia, el eurocomunismo lideró además de la represión del movimiento revolucionario, también la claudicación de otros eurocomunismos europeos. En la Europa capitalista que aún no había caído en el neoliberalismo, pero sí imponía ya políticas monetaristas como el Alemania Federal, por ejemplo, fue extendiéndose el «desencanto». En Gran Bretaña y en Estados Unidos, el neoliberalismo machacó al movimiento obrero sindicalizado como primer paso para atacar luego al conjunto de las clases trabajadoras.

Simultáneamente, la fábrica ideológica burguesa producía en serie modas intelectuales, la llamada «moda post», que apenas encontraba resistencia en el dogmatismo mecanicista del estalinismo. Aunque este tema concreto, la moda post, está relacionado con la de nuestra ponencia, no vamos a desarrollarlo aquí más que en lo que hace referencia a la capacidad penetrar en las contradicciones de la realidad. El postmodernismo, el postmarxismo y corrientes marxistas rechazaron la dialéctica en general y en concreto en su versión engelsiana y leniniana, con los efectos dañinos sobre la lucha filosófica y teórica, por ello mismo política, precisamente en una fase capitalista en la que la ciencia y la técnica tienen una importancia clave. Pero también la tienen para nuestro objeto de debate porque, como veremos, los estudios de Marx y Engels sobre la comuna campesina, los modos de producción precapitalistas, la posibilidad de saltos y adelantamientos bruscos en el devenir histórico, etc., toda esta concepción solo se descubre desde la «lógica dialéctica».

3. Autocrítica

Pero grupos de la izquierda revolucionaria no se resignaron pasivamente a la espera de mejores tiempos, sino que se lanzaron a estudiar crítica y autocríticamente por qué se había producido la derrota de la oleada iniciada a finales de los años 60, por qué se había desplomado la URSS y su «socialismo», etc. En enero de1992, se publicó un interesante dossier sobre la crisis de la izquierda en el que se recogían las opiniones de antiguos maoístas y trotskistas. Aquí solamente vamos a recoger dos opiniones: Toni Domènech sostuvo que ya no había ninguna «alternativa global satisfactoria» al capitalismo y que tampoco existía «una idea colectiva clara del tipo de igualdad y de justicia que queremos y que propugnamos».

Por su parte, Miguel Romero sostuvo que la izquierda sufría una crisis de credibilidad, que se habían perdido los referentes revolucionarios, que el estalinismo impedía una reflexión creativa sobre las relaciones entre poder popular y revolución, y que había que socializar los valores profundos de la revolución socialista en el sentido de las ideas de Ernst Bloch del «alma caliente» del marxismo –la utopía roja y concreta que recorre las resistencias populares desde su origen, decimos nosotros–, y que:

Conquistar y defender la independencia de los movimientos sociales respecto al Estado, extender la conciencia de que se trata de institución hostil a los intereses populares, incluso cuando existe un régimen parlamentario, es una tarea de máximo valor, que justificaría por sí sola la necesidad de una organización revolucionaria. Es una tarea difícil porque en ella existe una división muy aguda entre reformistas y revolucionarios. Y es, en fin, una tarea muy compleja porque no puede resolverse con la propaganda, la crítica teórica, etc., sino solo en la experiencia práctica. Y esta experiencia no se realiza entre dos campos separados, trinchera contra trinchera, sino en sociedades en las que el Poder penetra en todos sus poros y, por ello, la orientación de los movimientos sociales respecto a él es un problema permanente y decisivo.

La importancia de esta cita radica en que, como se irá viendo a lo largo de la ponencia, la recuperación de la izquierda revolucionaria solo puede lograrse mediante la praxis de masas, colectiva, en la permanente lucha contra la hostilidad descarada del Poder, aumentando la independencia política de clase del pueblo explotado. Muy en síntesis, según estos autores la crisis de la izquierda se debía entre otras razones también a que había abandonado la lucha por los valores y por la autoorganización frente y contra el Estado. Ambos constituían principios irrenunciables de la izquierda desde antes incluso del Manifiesto comunista de 1848. Ambos constituían principios inaceptables para el reformismo desde incluso el socialismo utópico. Uno de los valores y reivindicaciones fundamentales echadas a la cuneta desde hacía mucho tiempo fue la lucha contra la ideología del trabajo y la defensa del tiempo libre y del placer emancipado, como veremos.

El problema para la izquierda radicaba en que la dejación de tales principios se había dado precisamente cuando el capitalismo imponía unas relaciones de explotación que desestructuraban la larga cotidianeidad de la fase Taylor-fordista del llamado «obrero masa» en el marco regulado por el Estado keynesiano, por utilizar esta terminología. En 1995 se editó una revista en la que se estudiaban los efectos de la desestructuración de la cotidianeidad y del empobrecimiento causado por las reducciones salariales y de asistencia sobre la vida colectiva, demostrando que generan vulnerabilidad, preocupación, ansiedad y miedo: existe una unidad entre pobreza y peligro que reactiva las tendencias autoritarias, dogmáticas y racistas, como en Austria a mediados de los años 90 con el ascenso neofascista.

Valores permanentes y esenciales como el de solidaridad comunal, propiedad colectiva, ayuda mutua, horizontalismo, democracia directa, etc., cayeron en el olvido tras ser desprestigiados por el individualismo burgués. Colapsaba un universo de referentes solidarios, creativos y críticos, y se imponía su antagónico, el de la insolidaridad, la rutina y la obediencia como patología. La dejación de los valores y del antagonismo reforzó la ideología interclasista, la creencia de que la «sociedad» no está estructurada internamente por relaciones de propiedad, de explotación, opresión y dominación estratégicamente centralizadas por el un Estado absolutamente hostil al pueblo, y por un Poder a la vez omnipresente, ubicuo, multiforme e invisible en muchas de sus formas, pero también macizo y aterrador cuando hacía falta. La centralidad estratégica del Estado se muestra en que es una «máquina de obediencia».

El productivismo, la asunción obediente de la disciplina del trabajo explotado, el respeto perruno al trabajo abstracto, fueron denunciados entre otros por Lafargue y por Walter Benjamin en. El rechazo del trabajo alienado por sectores juveniles en el Mayo 68 fue superado por el capital mediante la represión policial y económica, y por la cooptación y marginación de los restos.

El endurecimiento de la crisis desde 1973 facilitó la tarea represiva y la ofensiva neoliberal ulterior, con la precarización, empobrecimiento y miedo que genera, logró restablecer el orden a pesar de polícroma demagogia sobre el supuesto «fin del trabajo», desarrollada a partir de la tesis precedente de la «sociedad postindustrial» y de «muerte del proletariado». La dificultad de lucha revolucionaria contra el mito del trabajo nace del peso del papel que el cristianismo en general, y no solo el protestantismo, otorga al trabajo como castigo y a la vez como medio de redención. Las burguesías que no tienen al cristianismo como cemento ideológico recurren a otras disciplinas mentales acordes con la evolución simbólica de sus formas de propiedad privada. En el capitalismo occidental, la obediencia agustiniana es la que centra «la matriz cristiana de la subjetividad desentrañada por Marx», y lo es porque las Confesiones de san Agustín es «el manual básico del sometimiento del individuo tanto a la religión cristiana como al poder del Imperio romano […] La completa desvaloración de la carne, del placer y de lo social en general, junto con la nueva sumisión del sujeto al gobierno de la ley y del orden imperial las duraderas premisas religiosas de la esfera política».

Las culturas clásicas precristianas –Grecia y Roma– no tuvieran una concepción del trabajo en el sentido cristiano de culpa y expiación, sino solo como desgracia y castigo, como tortura, como compulsión, pero nunca como medio de reconocimiento y ascenso social: «no hay en la lengua griega una palabra para designar el trabajo humano con la connotación que le asignamos en la actualidad. Tres sustantivos designaban, a su modo, actividades que hoy identificamos con el acto propio del trabajo: labor, poesis y praxis» y ninguna de las tres se asemeja a la realidad del trabajo asalariado, alienante y castrador. Aunque labor, poesis y praxis eran monopolios exclusivos de los hombres libres y en especial de los enriquecidos, el valor humano-genérico que ya anunciaban entonces y que hoy puede desarrollarse mediante una concepción revolucionaria del trabajo, este valor debe y puede integrarse en la visión comunista del mundo que la izquierda ha de enfrentar ya mismo a la civilización del trabajo asalariado.

Hablamos de civilización de trabajo torturante, y por ello comprendemos la reivindicación histórica del placer de la subversión del trabajo alienante para sustituirlo por una dialéctica entre el trabajo concreto socialmente necesario, que debe tender al mínimo imprescindible, y el trabajo libre como desarrollo consciente de las potencialidades creativas de nuestra especie. Subvertir, revolucionar y destruir el trabajo capitalista es una tarea inseparable del placer revolucionario. Por esto, la consigna «Trabajo y juerga» tiene una carga emancipadora enorme porque se enfrenta mortalmente a «la “base miserable” del tiempo de trabajo abstracto».

La lucha contra el trabajo abstracto, contra el trabajo asalariado, contra la mentira del llamado «salario justo» exige tanto de una suficiente capacidad teórica y pedagógica como de una praxis diaria que demuestre con los hechos que se puede transformar la contradicción entre el trabajo necesario en el sentido antropológico y el trabajo alienante, recordando siempre el sentido de labor, poesis y praxis. Nos enfrentamos a una contradicción esencial que puede descubrirnos el secreto de la antropogenia, que no solo del materialismo histórico: «Se trata del salto ontológico fundante del ser social mediante el cual el hombre supera su animalidad, en tanto es mediante el trabajo que se extrae la existencia humana de las determinaciones meramente biológicas, donde categoría fundante no significa cronológicamente anterior, sino portador de determinaciones esenciales del ser social».

La clave para solucionar la contradicción nos la aporta Daniel Bensaïd cuando, tras reconocer la existencia de una contradicción objetiva en nuestro contexto histórico-capitalista entre ambas realidades, afirma que «No se trata de negar esa contradicción, sino de instalarse en ella para trabajarla». ¿Cómo trabajar la contradicción?: extendiéndola y a la vez conociéndola. Haciéndonos parte de ella. Extenderla quiere decir superar el limitado campo sindical y llevarla a la sociedad entera y en todos los sentidos, lo que exige y conlleva conocerla. ¿Cómo conocerla además de en la práctica diaria?: estudiando la historia que la burguesía niega u oculta.

4. Estudiando

Por razones de espacio solo vamos a recorrer algunas luchas populares realizadas a partir del siglo XIII cuando se habían formado los primeros mercadores burgueses. En este siglo, los pueblos de cultura falacha y animista se oponían tenazmente al dominio cristiano etíope porque, junto a su conversión, tendrían que pagar tributos e impuestos: «A los falachas, los soberanos etíopes, intentaron convertirlos o exterminarlos. Las tribus animistas, situadas en el suroeste, pagan tributo cuando no tienen otra solución». M. Bloch habla de la «resistencia tenaz» de los campesinos para defender sus propiedades comunales y privadas, que disminuían continuamente bajo los ataques expropiadores sobre todo a partir del siglo XVI, una «revolución sorda» mantenida por el campesinado «reveladora de los movimientos sociales profundos» que estructuran la historia. En 1513 Maquiavelo, representante del expansivo capitalismo norteitaliano, extrajo estas lecciones de las luchas de los pueblos:

Los espartanos ocuparon Atenas y Tebas, dejaron en ambas ciudades un gobierno oligárquico, y, sin embargo, las perdieron. Los romanos, para conservar Capua, Cartago y Numancia, las arrasaron, y no las perdonaron. Quisieron conservar a Grecia como lo habían hecho los espartanos, dejándoles sus leyes y su libertad, y no tuvieron éxito: de modo que se vieron obligados a destruir muchas ciudades de aquella provincia para no perderla. Porque, en verdad, el único medio seguro de dominar una ciudad acostumbrada a vivir libre es destruirla. Quien se haga dueño de una ciudad así y no la aplaste, espere a ser aplastado por ella. Sus rebeliones siempre tendrán por baluarte el nombre de la libertad y sus antiguos estatutos, cuyo hábito nunca podrá hacerle perder el tiempo ni los beneficios. Por mucho que se haga y se prevea, si los habitantes no se separan y se dispersan, nadie se olvidará de aquel nombre y de aquellos estatutos, y a ellos inmediatamente recurren en cualquier contingencia, como hizo Pisa luego de estar un siglo bajo dominio florentino. […] El recuerdo de su antigua libertad no les concede ni puede concederles un momento de reposo. Hasta tal punto que el mejor camino es destruirlas o radicarse en ellas.

Maquiavelo se ciñe al medio urbano, a las ciudades, pero la experiencia de las luchas de los pueblos campesinos es exactamente la misma en lo decisivo: aquellos que no se rinden son exterminados total o parcialmente, esclavizando y/o desterrando a los supervivientes, o poniéndoles tales controles y castigos que pierden todo deseo de sublevación. Destruir su cultura e identidad, desarraigarlos, es vital para que triunfe este método, para acabar con toda memoria de la libertad perdida y deseada. Por esto, la lucha cultural por recuperar la memoria es tan vieja como la opresión cultural para exterminarla. En 1556, indios guatemaltecos pasaron a escrito en secreto las tradiciones de su pueblo para que no se perdieran. Los españoles no se enteraron hasta 1702. Por esto existe el Popol Wuj, y a finales del siglo XVIII indios yucatecos pasaron a escrito el Chilam Balam.

Estos pueblos defendieron sus religiones más colectivistas que la cristiana mediante la escrituración de su cultura oral. Defendían también así su sociedad comunal que aunque ya estaba dividida en castas y cacicazgos todavía mantenía una solidaridad mutua muy superior a la cristiana. Luego, la ocupación europea buscaba con toda propiedad comunal: «Como veíamos, al expropiar de la tierra a la masa del pueblo se sientan las bases para el régimen capitalista de producción. La característica esencial de una colonia libre consiste, por el contrario, en que en ella la inmensa mayoría de la tierra es todavía propiedad del pueblo». En 1629 el primer gobernador de la colonia de Massachusetts, Jon Winthrop, aseguró a los colonos blancos que podían apropiarse de todas las tierras que pudieran porque no eran de los indios, sino de Dios, que las ponía a su disposición para trabajarlas y hacerlas rentables. Comentando de la colonización criminal de Nueva Inglaterra en 1703, Marx dice que: «El parlamento británico declaró que la caza de hombres y el escalpar eran “recursos que Dios y la naturaleza habían puesto en sus manos”».

En la primera fase de la lucha obrera europea, desde el siglo XIV al XVIII, las masas explotadas se centraron fundamentalmente en las reivindicaciones salariales, de reducción de tiempo de trabajo, de mejora de las condiciones de trabajo como se vio en la huelga de Lyon de 1501, pero sin una visión política y teórica de largo alcance. Durante esta larga fase se usaban todas las formas de resistencia, desde la huelga hasta el sabotaje, desde la insurrección hasta la protesta pacífica, surgiendo las primeras organizaciones clandestinas; también era frecuente que las y los trabajadores abandonasen sus puestos de trabajo volviendo a sus pueblos natales, a las tierras de sus familias, sobreviviendo con sus recursos colectivos de ayuda mutua y de solidaridad comunal. Semejante forma de resistencia se mantuvo más tiempo en Europa Central y Oriental por el retraso de la expansión capitalista.

Durante estos siglos, la defensa de lo común precapitalista se expresaba, además de en la forma material, también en la forma utópica: «Ya entonces luchaban por la realización de la idea de la igualdad general, aunque fuera en la forma más primitiva y utópica, de la igualdad de todos los ciudadanos sin división de pobres y ricos […] En la superficie de la lucha aparecían motivos religiosos, pero su fondo era social, como lo demuestran las medidas igualitarias de la comuna (trabajo obligatorio para todos, en bien común, socialización de los alimentos, confiscación de los bienes de la Iglesia y monasterios en provecho del pueblo y otras muchas transformaciones). La lucha antifeudal se entrelazaba con las vagas aspiraciones igualitario-comunistas cuyos portadores podían ser solo los elementos proletarios de la población de Münster».

La influencia de la versión igualitarista y popular del cristianismo en las primeras expresiones del socialismo utópico queda demostrada claramente no solo en Saint Simón y su Nuevo Cristianismo sino especialmente en la impronta dada por su discípulo Enfantin que desbordó por la izquierda la doctrina cristiana tradicional sobre la propiedad privada en todos los sentidos, incluida la sexual y afectiva. En 1832 su grupo fue disuelto y él encarcelado bajo la acusación de ir contra la propiedad, contra la familia y contra el régimen político.

Conforme el capitalismo se imponía sobre el feudalismo, era muy frecuente que las rebeliones, huelgas e insurrecciones de los obreros manufactureros entrelazasen con las luchas campesinas, como sucedió en la Suecia durante la huelga minera de 1743 cuando ocho mil personas armadas se dirigieron a Estocolmo, recibiendo el apoyo de las clases empobrecidas de la ciudad: «La insurrección fue atrozmente sofocada». Durante ese mismo siglo, las matxinadas vascas siguieron en esencia el mismo modelo de unión del campesinado y del proletariado y artesanado urbano en reivindicación de mejoras y en defensa de los derechos colectivos y comunales amenazados por la privatización burguesa.

Conocemos al detalle muchas sublevaciones de los pueblos originarios, pero es bueno dar la palabra a la investigadora Consuelo Sánchez al estudiar la decisiva participación de los pueblos indígenas en la lucha por la independencia de México:

La mayoría de los observadores e historiadores de la lucha de independencia (de 1810 a 1821) han reconocido la participación de los indígenas en los ejércitos insurgentes y su apoyo material a éstos. En investigaciones recientes, se confirma que «la composición étnica de la causa insurgente era indígena en su mayoría y no mestiza». Tras aportar datos contundentes sobre la decisiva participación indígena, saca indirectamente a relucir el tema del apego indígena a su territorios, a sus formas comunitarias y a las limitaciones espaciales que ese apego determina en el momento de la guerra: «La propensión de los indígenas rebeldes a actuar en un campo espacial centrado en sus pueblos, villas y aldeas y a permanecer relativamente cerca de sus casas […] Varios autores coinciden en señalar que los pueblos indios que habían perdido autonomía (y sus vínculos comunitarios se habían debilitado) se unieron con mayor decisión al movimiento de independencia».

5. Marx

Durante el último tercio del siglo XIX Marx y Engels estudiaron cómo la revolución giraba hacia el Este, hacia Asia:

Supieron descubrir correctamente el significado del progresivo desplazamiento del núcleo del movimiento socialista revolucionario del centro hacia la periferia del mundo capitalista: no solo no se opusieron, en nombren de alguna ideología obrerista, a dicho desarrollo, sino que, al contrario, supieron indicar a la totalidad del movimiento los profundos motivos –el desarrollo desigual y la crisis del capitalismo– que presidían esa histórica evolución. […] Marx y Engels reconocieron abiertamente y teorizaron que el desarrollo del movimiento revolucionario señalaba la tendencia de que «el campo» asediaba las «ciudades» del capitalismo. Deducían de esta tendencia la certeza de la crisis del capitalismo y la ineluctabilidad de la revolución socialista. Los hechos posteriores a 1917 han confirmado plenamente su previsión científica.

Con anterioridad, en sus artículos sobre la situación mundial y en sus cartas y correspondencia, las luchas anticolonialistas les concienciaron sobre la necesidad de posturas muy radicales a favor de esos pueblos, que pasaban generalmente por la revolución agraria. De todos modos, no debemos mitificarles porque eran hijos de su tiempo.

S. Gianni nos recuerda que:

Marx fue, como diríamos hoy, esencialmente «eurocéntrico» (dada la época, de hecho, sería asombroso que fuese lo contrario): por ejemplo, atribuyó predominantemente el encuentro con el Occidente y con el capitalismo –y no al desenvolvimiento de potencialidades autóctonas– los gérmenes de progreso y de transformación de las sociedades asiáticas. Sin embargo, habló también con respeto de algunos valores positivos contenidos en las culturas de Asia, y con mucha admiración de sus capacidades de resistencia y de lucha contra las invasiones occidentales. En muchos casos, Marx observó que, si las leyes de la economía y del progreso material estaban del lado de Occidente, la moral y la civilización estarían sobretodo del lado de los chinos.

En tensión siempre con su eurocentrismo, fueron buscando una explicación al porqué del aumento de las resistencias. Esa búsqueda teórica fue única en el panorama intelectual de su época y solo pudo realizarse gracias a que pertenecían al movimiento socialista revolucionario que les surtía de información. Krader ha descrito así su desarrollo teórico;

Los estudios etnológicos de Marx se hallaban en una parte en conexión con sus estudios sobre la comuna campesina, es decir, con la cuestión del suelo y de los labradores como tema histórico a la vez que actual; por otra parte se relacionaban con el problema de las aplicaciones agrícolas de la ciencia y la tecnología. En las décadas de 1850 y 1860 había escrito sobre los principados danubianos y sobre temas orientales, referentes sobre todo a la India y China. Sus estudios sobre comunas campesinas eslavas, germánicas, irlandesas y sudasiáticas, y sobre la historia de estas regiones, habían sido citados junto con datos etnológicos de autores antiguos en los Grundrisse, en la Crítica de 1859 y en El capital. Esos estudios se hallan aprovechados más extensamente en los extractos de las décadas de 1870 y 1880. Fue en el epistolario con Vera Zasulic donde Marx mostró cuál era concretamente su interés en estos temas; el problema histórico de la comuna campesina en Rusia y sus relaciones sociales internas, tan sumamente vitales, le era familiar: en las cercanías de Tréveris, su patria chica, existía aún en su tiempo una comunidad así. La comunidad campesina se basaba en actividades colectivas, cuyo fin social no era en primera línea la acumulación de propiedad privada. Al contrario, lo característico de estas comunidades era la inmanente vinculación de moral social y ética comunal colectiva así como la indivisión entre ámbito privado y público. Según Marx, los pueblos eslavos y otros con un alto porcentaje de comunidades e instituciones campesinas no tenían necesariamente que atravesar el proceso del capitalismo. Esta tesis iba contra el fatalismo histórico y, en general, contra el historicismo y diversos determinismos históricos. Los estudios etnológicos de los años 1879-1882 trataban de los Estados antiguos y de las comunidades y sociedades tribales tanto arcaicas como modernas. La categoría de Morgan «sociedad gentilicia» la entendía Marx como interpretación de una institución concreta, a la vez que, desde un punto de vista abstracto, como estudio del progreso evolutivo. De esta categoría, puesta en relación con las comunidades campesinas, tomó Marx el modelo de una sociedad que, en vez de concentrarse en el esfuerzo por adquirir riqueza personal y privada, desarrollara instituciones colectivas de propiedad.

Esta larga e imprescindible cita se completa con las precisiones que hace Krader páginas más adelante sobre las relaciones entre Morgan, Engels y Marx, tema que no podemos reflejar aquí. Sí debemos decir que Marx rechazaba en palabras de Krader «la teoría de la evolución convertida en evolucionismo, una doctrina reconfortante y confortable para quienes quiere fijar las actual civilización como telos del progreso; la asunción de los valores subjetivos de la civilización como resultado final de la evolución sirviendo de razón para darse por satisfecho consigo mismo. A estos fines servía la reconstrucción del pasado, fortaleciendo con medios morales el dominio y explotación de una nación por otra. La mano violenta del colonialismo recibía el apoyo de un aparato entre científico y pseudocientífico».

Krader insiste en el carácter no solo inconcluso de los estudios de Marx y Engels, que aunque brevemente también se preocupó del problema de la propiedad comunal y de las sociedades antiguas con formas de propiedad no privada, sino también de la permanente interdependencia entre los avances teóricos de Marx y los avances de las más modernas teorías en paleontología, biología, etnología, evolución de la especie humana, o sea, de la ciencia en general. Sin embargo, a pesar del carácter inacabado pero permanente de sus estudios sobre el campesinado, la comuna y las formas de propiedad precapitalista, existen varias líneas rojas que vertebran esa continuidad. Una de ellas, fundamental, es la defensa a ultranza del llamado «derecho consuetudinario» desde los primeros textos de un Marx con 24 años de edad. El derecho elemental de los todos los pueblos a utilizar los recursos de la Naturaleza, recursos colectivos, populares, bienes comunes no privatizables por una minoría explotadora, esta reivindicación histórica, es teorizado brillantemente en 1842.

La evolución del pensamiento de Marx sobre el campesinado es analizada también por Michael Dugget que muestra cómo, con lentitud y retrocesos, va avanzado desde el inicial desprecio hasta una visión no solo más favorable sino sobre todo a una concepción estratégica del proceso revolucionario mundial en la que se empieza a teorizar la fuerza emancipadora del campesinado y de bastantes de sus formas de autoorganización y lucha, sobre todo cuando éstas se realizan en base a propiedades comunales. Sin duda, el llegar a esta conclusión fue favorecido por su muy temprana defensa del derecho consuetudinario de los pueblos.

Andrzei Walicki estudiada el pensamiento de Marx y Engels sobre el populismo ruso, sobre las potencialidades que este movimiento político entreveía en el campesinado y en su forma comunal a finales del siglo XIX. Al igual que M. Dugget, Walicki insiste en que hay que contextualizar la evolución de las ideas de ambos amigos porque las tesis de Marx están desarrolladas en su correspondencia hasta poco antes de su muerte en 1883, pero la expansión del capitalismo en Rusia fue imparable y para 1892 Engels, que siempre había sido más escéptico que su amigo, se había vuelto aún más pesimista sobre si podría materializarse todo el potencial revolucionario de la comuna campesina. A pesar de la contextualización, hay tres lecciones en las ideas de Marx y Engels sobre esta cuestión: son contrarios a toda «filosofía de la historia» porque la historia no está preescrita; hay que seguir investigando el papel del campesinado en la revolución; y descubrir en el pasado los embriones de lo nuevo.

Ahora nos interesa la tercera lección –estudiar el pasado para intervenir en el presente e iluminar el futuro– porque fue precisamente lo que no hicieron sus «sucesores» en la cuestión del campesinado, de los valores revolucionarios precapitalistas, de los modos de producción comunales, etc. O sea, hablamos del método dialéctico cuyo desprecio fue una de las razones del desastre de la izquierda europea en el último tercio del siglo XX, como hemos dicho antes.
Pues bien, la naturaleza dialéctica del método marxista de estudio de las sociedades antiguas, precapitalistas, es explicada por Marx a Engels en una carta de 1869:

Sucede con la historia humana como con la paleontología. Hay cosas que se tienen debajo de las narices y que las inteligencias más eminentes no las ven, en un principio, por efecto de cierta ceguera de juicio. Después, cuando comienza a lucir la aurora, viene la sorpresa cuando se advierte que lo que no se había visto ofrece aún vestigios por todas partes […] La segunda reacción, que corresponde a la tendencia socialista, aun cuando sus sabios no se dan cuenta en absoluto de que es la suya, consiste en remontarse por encima de la Edad Media, a los orígenes de cada pueblo. De ahí que les sorprenda tanto encontrar en lo que existe de más antiguo las cosas más nuevas, e incluso hasta cierto punto a igualitarios, cosa que hace temblar al mismo Proudhon.

Marx comenta a Engels la importancia de los libros de Maurer sobre la sociedad antigua, sobre las relaciones de propiedad y las luchas en Roma, etc., en los que se ofrece una visión nueva del pasado que ayuda a descubrir en el presente viejas formas supervivientes bajo la apariencia dogmática y formal de la superficie de los procesos. Son los años en los que Marx profundiza en el estudio de los modos precapitalistas de producción, en las formas de propiedad, en las formas comunales, etc. También tiene mucha importancia para nuestra ponencia, por razones obvias, lo que Marx comenta un poco después sobre las formas irracionales de explotación agraria: «El efecto primero del cultivo sería útil, pero terminaría por ser devastador, por efecto de la tala de bosques, etc. […] El resultado es que el cultivo, si progresa naturalmente, sin ser dominado conscientemente (como ciudadano, no llega naturalmente hasta ese extremo), deja tras de sí desiertos. Persia, Mesopotamia, Grecia, etc. Y ya tenemos, inconscientemente, otra vez la tendencia socialista…».

La dialéctica de la totalidad capitalista de 1869 está condicionada por la antigua dialéctica de la formas de propiedad precapitalista, por la desertización, por las luchas de clases, por las historias de los pueblos… Y aunque no lo sepa ni tal vez lo quiera, el socialismo debe extraer lecciones de ese pasado antiguo, debe y puede extraer valores vitales para el presente –¿quién desea la desertización de la tierra?–, lecciones que atañen a temas centrales en la actualidad como son las relaciones sustantivas entre el lenguaje y la propiedad comunal. Leamos a Marx:

¿Qué diría el viejo Hegel si se enterara en el otro mundo de que Allgemeine [lo general] en alemán y en nórdico no significan ni más ni menos que Gemeinland [los bienes comunes], y el Sundre, Besondre [lo particular], ni más ni menos que la parcela particular separada de los bienes comunes? Así pues, las categorías lógicas derivan inevitablemente de «nuestras relaciones humanas».

Vemos así como la dialéctica del conocimiento está intrínsecamente unida al materialismo histórico. Las categorías lógicas surgen en y de las contradicciones sociales. Las sociedades antiguas pueden enseñarnos lecciones positivas y negativas; pueden descubrirnos valores muy actuales como el del pensamiento comunitario, pero solo a condición de que tengamos un pensamiento dialéctico materialista. Tenemos el ejemplo del concepto «comuna».

En 1875, Engels escribe a Bebel estas ilustrativas palabras: «Por eso nosotros propondríamos remplazar en todas partes la palabra Estado por la palabra “comunidad” (Gemeinwesen), una buena y antigua palabra alemana equivalente a la palabra francesa Commune». Por razones obvias, el reformismo las olvidó y el estalinismo hizo todo lo contrario a pesar de los esfuerzos de Lenin y de pequeño grupo que le seguía. Pero tienen una decisiva importancia en el cuerpo teórico marxista en general y sobre todo en la actualidad como demuestran Derek Sayer y Philip Corrigan: emplear el término de Comuna en vez del de Estado permite ver la historia de manera más profunda y permite desarrollar la democracia socialista, comunera, mucho más que lo que lo hace el simple Estado.

Isabelle Garo muestra cómo mediante el estudio detenido de Polonia, Irlanda, China, Rusia, India, Méjico, Perú, Argelia…, Marx descubrió la fuerza del campesinado, la dialéctica entre campesinado, proletariado y nación, la necesidad de la revolución agraria en alianza con el proletariado, la visión no lineal de la lucha de clases a raíz de la fuerza de las comunas campesinas, etc.:

[…] la figura del proletariado es compleja. Para entenderla, hay que tener en cuenta la especificidad de su formación nacional y por tanto ponerla obligatoriamente en relación con la idea de pueblo. Pero, según Marx, es preciso también, a medio plazo, apuntar a una emancipación que sepa superar las barreras nacionales y los antagonismos, sin unificar a pesar de ello las vías políticas, ni las culturas en el seno de un guión unitario, preescrito, de superación del capitalismo. La atención a la periferia no occidental del capitalismo, cuya importancia se revelará plenamente en el marco de las descolonizaciones del siglo XX, se encuentra ya en el propio Marx, que contempla que determinadas sociedades puedan pasar al comunismo sin pasar por el capitalismo, ahorrándose así su violencia social y su barbarie colonial.

La complejidad del término «proletario», que nos remite al problema de las relaciones entre la teoría del concepto y la teoría del sujeto, permite sin embargo y en contra de lo que sostiene la lógica formal, descubrir realidades mucho más ricas y amplias, decisivas. Este es el caso de la contestación de Engels a Kautsky. En 1882, un año antes de morir Marx, Kautsky preguntaba a Engels sobre si el socialismo europeo debía defender el derecho a la independencia de las colonias, porque creía que tal derecho solo era aplicable a Europa. Inglaterra había bombardeado el puerto egipcio de Alejandría y la mayoría de la militancia socialista europea estaba a favor del pueblo egipcio. Engels respondió a Kautsky criticando el gobierno egipcio por reaccionario pero saliendo en su defensa frente al ataque británico, y apoyando decididamente al campesinado egipcio. Luego tendremos que volver a Kautsky y su tesis sobre el «Estado civilizador».

La dialéctica del sujeto revolucionario, presente en la respuesta de Engels, explica que, en el nivel concreto del debate, o sea, el bombardeo inglés de Alejandría, dentro de la lucha de clases mundial existían varios sujetos: el colonialismo británico, muy apoyado por la clase trabajadora de las Islas; la podrida y reaccionaria clase dominante egipcia, y el «pueblo» egipcio, el campesinado mayoritario pero también los artesanos, braceros, trabajadores y «gente» de Alejandría que padeció el bombardeo. En primer lugar, Engels apoya al pueblo y solo luego y con muchas críticas apoya a la burguesía egipcia pero en la medida en que se resiste al colonialismo, al que denuncia sin piedad. Más adelante veremos cómo Lenin, Mao, Ho Chi Min, Mariátegui…, emplean la dialéctica del sujeto, despreciada por la izquierda occidental.

6. Kautsky

En la obra de Kautsky sobre la cuestión agraria y el campesinado encontramos ideas que a pesar de surgir en 1899, sí mantienen ahora un cierto valor que debemos adecuar a las realidades actuales: «Tampoco en parte alguna es peor la situación que en los Estados policiacos en que una tutela burocrática de muchos siglos ha borrado las costumbres de una democracia corporativa». También sostiene que «la gran explotación no es siempre la mejor». Pero escasas tesis están supeditadas a una visión estratégica en la que prima el concepto de civilización europea superior a la barbarie de los pueblos «atrasados» y la incultura campesina. Sobre todo en el apartado dedicado al «comunismo de aldea» en el que aparece al desnudo su determinismo mecanicista y gradualista de Kautsky:

Por otro lado, sería en cambio caer en la exageración pedir la supresión pura y simple de los derechos de pasto y de tala de bosques que hayan podido conservar algunas poblaciones menesterosas. La supresión de estos derechos forma parte del gran proceso de expropiación de las masas populares en favor de algunos pocos propietarios. Este proceso es inevitable y es un supuesto previo indispensable del desarrollo de la producción socialista moderna. […] Allí donde campesinos pobres y asalariados han conservado derechos de pastos y de tala, la socialdemocracia no debe querer suprimirlos. Ya hemos comparado los efectos a los de las casas obreras construidas por los empresarios. Pero, por mucho que se pueda deplorar que los obreros estén encadenados y dominados gracias a estas viviendas, incluso en ese caso, sería equivocado perseguir que sean expulsados de sus casas.

La apisonadora capitalista no puede ser detenida por nada, pero ello no impide que, aceptándolo, la socialdemocracia luche al menos por mantener activos los antiguos derechos colectivos durante el tiempo posible aunque están condenados indefectiblemente a la extinción. Semejante interpretación está reforzada además por la defensa de la superioridad de la civilización occidental sobre las costumbres primitivas y atrasadas del campesinado. Kautsky utiliza el término de «Estado civilizador» o kulturstaat como antagónico al «Estado policíaco». Reconoce que el Estado actual, al igual que todos los Estados, es «una institución de dominio» que se preocupa exclusivamente por los intereses económicos, políticos y militares del capital. Más concretamente:

La lucha del proletariado por la conquista del poder no es simplemente una lucha por la conquista de los medios de dominación, sino que aspira también a transformar la monarquía absoluta o la oligarquía en democracia, aspira a eliminar de las tareas del Estado las que se refieren al dominio de clase, para llevar al primer plano la tarea de elevar la sociedad a un nivel más alto, aspira a transformar el Estado policíaco y militar en un Estado civilizador. Todo esto está completamente claro y no precisa de más explicaciones.

El desarrollo del Estado civilizador se inscribe dentro del criterio de «necesidad histórica» ineluctable ya presente en la visión de Kautsky: una concepción que, como explica Montserrat Galceran, «excluía cualquier intervención práctica […] la primacía de “lo económico”, entendida como “tecnológico”, implicaba limitar la “revolución social” a una adaptación de las relaciones productivas a las necesidades económico-técnicas. El proceso de adaptación se presentaba, por lo demás, como un proceso continuado, en el que primaban las reformas, mientras que la revolución se convertía en un recurso extremo, para el caso de que la adaptación chocara con él».

La ausencia absoluta de agilidad dialéctica en Kautsky, que concuerda con su «necesidad histórica» férrea, se comprueba en algo elemental para la cuestión que tratamos: la función de las creencias populares en la defensa de las formas de vida. Mitos y tradiciones orales o escritas posteriormente, con muchos cambios, sobre el «paraíso», la «edad de oro», el «reino de los cielos», el «buen vivir», etc., reflejan distorsionadamente anhelos que se hunden en el pasado remoto. Comprenderlos y estudiarlos para ver qué pueden aportar al presente, exige de un método dialéctico ausente en Kausky. Ambrogio Donini, refiriéndose a la exuberante riqueza de matices, diferencias y contradicciones sociales de las creencias religiosas antiguas, ha dicho que:

Las ideas expresadas por todos esos grupos lejos de ser coherentes reflejaban una gran variedad de aspiraciones. Uno de los defectos de la notable obra de Kautsky sobre los orígenes del cristianismo consiste en no haber tenido en cuenta esa compleja estructura social y haber reducido a esquemas ideológicamente rígidos una realidad que se caracteriza por su elasticidad y continuo movimiento.

Los esquemas rígidos, antidialécticos y mecanicistas, de Kautsky sobre los contenidos sociales del primer cristianismo reforzaron la visión eurocéntrica de la socialdemocracia incapaz de ver que, en determinados contextos, algunas versiones menores del cristianismo podían engarzar sincréticamente con las creencias paganas de los pueblos generando otras ideologías impulsoras de resistencias anticolonialistas. Tal visión se plasmaba, además, en las medidas organizativas que la II Internacional decretaba para los socialistas no europeos. En 1900 votó en el Congreso de París «la formación de partidos socialistas coloniales vinculados a las organizaciones metropolitanas», con lo que se imponía una dependencia teórica, cultural, política y organizativa del socialismo de las colonias al de la metrópoli, negando así la independencia en todos los sentidos de las fuerzas revolucionarias de los pueblos oprimidos.

En 1904 apareció una corriente que defendía una «política colonial socialista» positiva porque el colonialismo era una realidad inevitable y necesaria incluso en una sociedad socialista. Las diferencias se ahondaron y en el Stuttgart de 1907 existían tres corrientes: a favor del «colonialismo socialista»; de centro, que denunciaba lo peor del colonialismo, pero no a éste en cuanto tal; y de izquierdas. S. Gianni ha escrito que:

En los años de la Segunda Internacional, esa compleja problemática marxiana (que, además, era conocida solo parcialmente en la época) fue olvidada o vulgarizada. La expansión colonial estaba en su ápice, y se orientaba en aquel momento sobre todo hacia África, trayendo la rebelión de los pueblos que recién emergían de tres siglos de tráfico de esclavos, y que ciertamente no tenían una tradición cultural comparable a la de India o China. Es un hecho que los escritos de los socialistas y las intervenciones en los congresos de la Internacional están llenos de expresiones como «pueblos hostiles e incapaces de ser civilizados», «salvajes», «civilización superior» (obviamente la europea), «pueblos en un período de infancia», etc. El debate en que más se empeñó la Segunda Internacional se refería al siguiente problema: en qué medida los socialistas debían dejarse envolver por la política colonial, considerada por todos, de cualquier modo, como una necesidad histórica. Algunos (Bernstein, Van Kol, David, Labriola, Treves y otros) defendían la oportunidad de una «política colonial socialista», o sea, de una participación activa de los socialistas en los emprendimientos coloniales, como máximo esforzándose por aliviar las penas de los «indígenas». Otros, capitaneados por Kautsky, preferían lavarse las manos como Pilatos: «No, ese trabajo es muy sucio para que el proletariado pueda tornarse su cómplice. Llevar a cabo esa empresa vergonzosa es una de las tareas históricas de la burguesía, y el proletariado debe considerarse feliz por no tener que ensuciarse así sus manos».

El eurocentrismo cohesionaba la tesis derechista sobre la bondad del buen colonialismo, y a la corriente de centro que solo criticaba sus efectos negativos. Conforme la socialdemocracia fue aburguesándose, el eurocentrismo fue apoderándose de su interior, y por mil vericuetos, infectó a los pequeños grupos de izquierda marxista dentro de la II Internacional, entre la reducida socialdemocracia rusa antes de su escisión en bolcheviques y mencheviques. También penetraba el mecanicismo, el positivismo y el idealismo neokantiano. Adelantándose al reformismo bernsteiniano, los llamados «marxistas legales» introdujeron en la primera socialdemocracia rusa buena parte de estas ideas ya que, como ha demostrado V. Strada entendían el marxismo como «un instrumento de europeización» de las culturas atrasadas.

7. Lenin

Los debates con y sobre el populismo y el papel de la comuna campesina fueron centrales en los primeros años de la socialdemocracia rusa. Ya en sus primeros textos de finales del siglo XIX, Lenin tuvo que lidiar con las varias formas de populismo y de sobrevaloración del potencial emancipador de la comuna campesina, siendo significativo el que estuviera más cerca del populismo revolucionario en la cuestión de la alianza estratégica entre el proletariado y el campesinado, que del «marxismo legal». Quitando matices secundarios, Lenin coincidía con el populismo revolucionario en tres84 cuestiones fundamentales: la revolución sería anticapitalista y no solo antizarista; el capitalismo no tenía largo futuro en Rusia; y la importancia concedida al llamado «factor subjetivo» como fuerza material de lucha revolucionaria. De algún modo, esta triple cercanía entre Lenin y el populismo revolucionario se trasladaría de manera fuerte o débil a otras luchas de liberación antiimperialista en las que existían tradiciones comuneras campesinas y un proletariado que no había roto aún sus lazos con su pasado campesino.

La influencia del mecanicismo de Plejánov era innegable, como también lo era la de Kautsky como hemos visto. La decisiva carta de Marx a Vera Zasúlich de 1881 no fue conocida públicamente hasta 1924 porque Plejánov se la guardó para él. Deteniéndose en este comportamiento censor, Martin Cortés dice que no resulta paradójico sino «sintomático» ya que indica el grado de antagonismo político y teórico subyacente al debate sobre la comuna campesina. Pero como sucede siempre, del mismo modo que la historia corrigió a Engels sobre su error con respecto a los pueblos sin historia, también ocurrió lo que Lenin sintetizó en esta expresión: «la revolución enseña». Leamos la carta de un soldado ruso a su familia campesina escrita a final de verano de 1917:

Querido compadre, seguramente también allí han oído hablar de bolcheviques, de mencheviques, de social-revolucionarios. Bueno, compadre, le explicaré que son los bolcheviques. Los bolcheviques, compadre, somos nosotros, el proletariado más explotado, simplemente nosotros, los obreros y los campesinos más pobres. Éste es su programa: todo el poder hay que dárselo a los diputados obreros, campesinos y soldados; mandar a todos los burgueses al servicio militar; todas las fábricas y las tierras al pueblo. Así es que nosotros, nuestro pelotón, estamos por este programa.

La entrada del campesinado pobre, que ya daba muestras de hartazgo un año antes, no hacía sino confirmar su enorme fuerza potencia. Ya en 1915 Lenin era consciente de que «Los tiempos en que la causa de la democracia y del socialismo estaba ligada solo a Europa, han pasado para no volver», lo que venía a decir que se generalizarían las luchas de los pueblos colonizados en las que la masa campesina jugaría un papel decisivo. Como hemos visto, sin los campesinos armados la revolución hubiera fracasado al poco tiempo. Aquí tenemos que volver a la teoría del concepto a la que nos hemos referido arriba. Tenemos como ejemplo qué concepto de «masas», más amplio y abarcador que el de clase social, y parecido al de «pueblo trabajador» que también empleaban los bolcheviques. En un largo párrafo que no transcribimos, Lenin argumenta que «el concepto de “masas” varía según cambie el carácter de la lucha. Al comienzo de la lucha bastaban varios miles de verdaderos obreros revolucionarios para que se pudiese hablar de masas […] El concepto de masa cambia en el sentido de que por él se entiende una mayoría, y además no solo una simple mayoría de obrero, sino la mayoría de todos los explotados».

Aunque se refiere aquí a las masas obreras, es obvio que la flexibilidad de su concepto le permite referirse también al campesinado, si ese fuera su caso, como se había visto poco antes, en el Segundo Congreso de la Internacional Comunista, de agosto de 1920, cuando en la «Tesis sobre el Problema Nacional y Colonial» expone la política hacia el campesinado que rompe con el eurocentrismo socialdemócrata. Muy importante en este sentido fue el debate entre Lenin y Roy sobre la necesidad de aceptar el término de «movimiento nacional revolucionario» en vez de movimiento «democrático-burgués», porque incidía directamente en la especificidad de la nación oprimida, colonizada, que en definiciones occidentales sobre la «democracia»; pero sobre todo fue la tesis de que si el proletariado occidental victorioso apoya decididamente a los pueblos oprimidos en su lucha nacional revolucionaria, entonces:

Es erróneo suponer que la fase capitalista de desarrollo sea inevitable para los pueblos atrasados. En todas las colonias y en todos los países atrasados no debemos limitarnos a formar cuadros propios de luchadores y organizaciones propias de partido, no debemos limitarnos a realizar una propaganda inmediata de en pro de la creación de Soviets campesinos, tratando de adaptarlas a las condiciones precapitalistas. Además de eso, la Internacional Comunista habrá de formular, dándole una base teórica, la tesis de que los países atrasados, con la ayuda del proletariado de las naciones adelantadas, pueden pasar al régimen soviético –y, a través de determinadas etapas de desarrollo, al comunismo– soslayando en su desenvolvimiento la fase capitalista, es imposible señalar de antemano los medios que serán necesarios para que esto ocurra. La experiencia práctica nos la irá sugiriendo. Pero es un hecho fundamentalmente establecido que la idea de los Soviets es entrañable a todas las masas de trabajadores de los pueblos más lejanos; que esas organizaciones, los Soviets, deben ser adaptadas a las condiciones de un régimen social precapitalista y que los partidos comunistas deben comenzar inmediatamente a trabajar en este sentido en el mundo entero.

Los soviets son «entrañables» a las masas trabajadoras precapitalistas, campesinas en su inmensa mayoría, porque conectan directamente con sus formas comunales de organización y resistencia. La cultura y memoria popular almacena mal que bien las lecciones de esas luchas y las transmite de alguna forma. Ya en 1902 Lenin reconoce la importancia práctica y teórica de las desarrolladas por el pueblo ruso en su «larga historia» de lucha contra el zarismo. Trotski, por su parte, se refiere a la campesina francesa Mariette, para quien «siglos y siglos de acontecimientos y de pruebas han enriquecido y saturado su memoria política». Siglos que se han materializado en su presente.

Si nos fijamos, los dos revolucionarios se refieren a la experiencia campesina. Mao hace otro tanto al recuperar la tradición subversiva representada en el personaje mítico del Viejo Tonto que su tenacidad removía montañas y animaba a generaciones de explotados a resistir al explotador. Para que fuera pedagógico el mito del Viejo Tonto, Mao tenía que emplear un concepto amplio y móvil de pueblo: «El concepto de “pueblo” tiene diferentes contenidos en los diversos países y en los distintos períodos de cada país […] En la etapa actual de edificación del socialismo, integran el pueblo todas las clases, catas y grupos sociales que aprueban y apoyan la obra de edificación del socialismo y participan en ella. Los enemigos del pueblo son todas las fuerzas y grupos sociales que oponen resistencia a la revolución socialista, que se muestran hostiles a la edificación socialista y la sabotea».

No tiene sentido reincidir en citas de otras y otros revolucionarios que emplean la misma dialéctica para conocer qué son las masas y el pueblo, inclusos qué son las clases sociales partiendo de la definición de Lenin. En Nuestra América esta cuestión ya ha sido resuelta en lo fundamental, gracias a las lecciones de las masas y de los pueblos como en la Bolivia de 1929 que confirmó que: «el indio es capaz de todo sacrificio cuando se trata de la recuperación de sus tierras». En otras regiones, como la centroamericana, los pueblos generaron formas democráticas y de defensa colectiva transmitidas en la práctica pero también en las formas míticas de sus culturas comunales que, más tarde, sirvieron de base al movimiento zapatista.

Jorge Fava ha llamado la atención sobre las raíces míticas que refuerzas internamente al zapatismo, destacando las siguientes: unidad en la diversidad; procedimiento colectivo en la toma de las decisiones, la unanimidad; ejercicio de la autoridad como servicio y autonomía comunitaria: «Ancestralmente las comunidades mayas se han autogobernado a través de un consejo en el que los comuneros, reunidos en asamblea, participan de manera directa e igualitaria en la toma de las decisiones que los afectan en su cotidiano vivir. El intenso debate que allí tiene lugar se prolonga todo el tiempo necesario hasta que, finalmente, se llega a un “acuerdo” entre todos los asistentes, sin disidencias».

Pero la demostración boliviana de 1929 y de Nuestra América en general, como la china de 1927 y una infinidad más, apenas sirvió de algo porque en 1931, se realizó el triste y dañino «Debate de Leningrado» en el que la burocracia estalinista en proceso de asentamiento definitivo impuso la visión lineal, mecánica y determinista de la sucesión de solo cuatro modos de producción, excomulgando al llamado por Marx «modo de producción asiático», que con los conocimientos actuales es el modo de producción tributario, y otras modos específicos que también aparecen en la obra marxiana: «a comienzos de los años 30, la condena de la teoría del modo de producción asiático, con la correspondiente afirmación de la teoría de las “fases” obligatorias en la historia de todo pueblo, contribuyó para aquél empobrecimiento del marxismo (tanto occidental cuanto oriental) que tuvo lugar en muchos ámbitos». Aprovechando que los jóvenes Marx y Engels solo hablaron de tres modos de producción, y que Engels solo cita cuatro de ellos –comunismo primitivo, esclavismo, feudalismo y capitalismo–, en Leningrado se decretó que eran los únicos que podían y debían existir en la historia:

Estos debates sobre la sociedad asiática giraban sobre la controversia entre una visión determinista y monolineal de la historia y las perspectivas multilineales. La validez del MPA (modo de producción asiático) resultaba crucial para los enfoques multilineales porque implicaba que el marxismo no estaba comprometido con un esquema evolutivo mecanicista en el cual las fases históricas se suceden de acuerdo con leyes necesarias. El esquema unilineal –comunismo primitivo, esclavo, feudal, capitalista y socialista– vino a prevalecer después que de la conferencia de Leningrado de 1931 rechazara la relevancia del MPA para el análisis de las sociedades asiáticas. La decisión fue confirmada por la adhesión de Stalin a una perspectiva mecanisticamente monolineal; el rechazo del MPA significó que las sociedades asiáticas fueran a continuación incluidas en las categorías de esclavitud o feudalismo.

Al comienzo de los años 30, los enfoques multilineales, es decir, admitir que los pueblos pueden hacer sus revoluciones sin tener que seguir las directrices de Moscú, suponían un riesgo para la burocracia que empezaba a dominar la URSS. Como se vería poco después, en 1935, con la línea de los Frentes Populares, o con el pacto con Hitler en 1939, o con los acuerdos con Estados Unidos en 1944-1945, por ceñirnos a Europa, las secuelas del «Debate de Leningrado» fueron desastrosas. También lo fueron para los procesos de liberación nacional anticolonialista y antiimperialista, forzados por Moscú a buscar negociaciones claudicantes con sus respectivas «burguesías nacionales», muchas de las cuales terminaron en sangrientas masacres.

8. Buen Vivir

Pero tanta brutalidad imperialista reactivó la conciencia humana, comprobándose que «El socialismo, la idea de un “regreso a la edad de oro”, es decir, una sociedad sin clases, es mucho más viejo que el capitalismo industrial. Son prácticamente tan viejos como la propia división de la sociedad en clases. Encontramos ecos de ella en la antigua poesía griega, en los profetas hebreos, en los primeros padres de la Iglesia católica, en numerosos pensadores de la China clásica y el islam. Durante la Edad Media y en los grandes movimientos ideológicos a partir del siglo XV, esta tradición se extiende cada vez más. También es reforzada por la existencia de sociedades relativamente igualitarias encontradas por los europeos durante los viajes de descubrimiento o campañas de conquista».

Para corroborar lo que acabamos de leer tenemos las siguientes palabras:

El Buen Vivir (o Sumak Kawsay, o Alli Kawsay, o Ñande Reco, o cualquier otro nombre que usted le quiera poner, como Ubuntu en África o Svadeshi, Swaraj y Apargrama en la India) consiste simplemente en reconocer la existencia de otros valores, experiencias y prácticas. Es decir, consiste en reconocer otra forma de organizar la vida, en relación con los propios seres humanos y entre estos y la naturaleza, viviendo en armonía y comunidad. Yo creo que ese es el punto medular. Y en este sentido creo que cobra especial importancia reconocer la realidad colonial de América Latina pasados ya más de 500 años de la conquista; una colonización que en cierta medida continúa en la actualidad […] Las ideas del Buen Vivir, en términos amplios, han existido y existen en diversas partes del planeta. Si por el concepto de Buen Vivir entendemos una vida en armonía del ser humano, consigo mismo y con sus congéneres (otros pueblos o naciones), así como en armonía con la naturaleza, entonces debemos reconocer a este término no simplemente como una alternativa de desarrollo, sino como una alternativa al desarrollo.

Jaro Ferreira sostiene que es en la mitad de los años 60 cuando en la amplia Bolivia se inicia el resurgimiento del nacionalismo indígena pero con más insistencia en las reivindicaciones culturales que en las de la propiedad de la tierra. No nos corresponde a nosotros detallar las causas de la prioridad de las reivindicaciones culturales sobre las de la propiedad de la tierra, sí decir que la defensa de la cultura popular, cultura no mercantilizada en la medida en que esta sigue existiendo, se convierte en otra forma de lucha contra la industria cultural imperialista. Nuestra América tiene mucha experiencia al respecto, y ya desde finales de los años 60 la lucha cultural adquiría cada vez más urgencia en todo el continente y no solo entre los pueblos originarios. R. Vega Cantor defiende que las tradiciones tienen componentes emancipadores y afirma que el permanente ataque capitalista contra la memoria de lucha de los pueblos «constituye otra típica maniobra de expropiación, tan importante como la expropiación de las riquezas naturales de los pueblos del mundo».

G. Bouchard ha sintetizado once métodos de exterminio o marginación de las culturas nativas en América entera, Australia y Nueva Zelanda: supresión física, marginación, aculturización, mestizaje biológico, biculturalismo, ocultación, búsqueda de semejanza, búsqueda o invención de orígenes comunes, neutralización, mestizaje cultural, y otros recursos. De una u otra forma, todas ellas se mantienen operativas en el presente. El problema radica en saber conectar la resistencia contra el imperialismo cultural con la resistencia contra el imperialismo político-económico porque, aunque en el fondo son lo mismo, en la apariencia de la vida cotidiana fetichizada se presentan no solo como diferentes, peor aún, la defensa de la cultura aparece como la única o principal reivindicación mientras se abandona la cuestión estructural de la propiedad al reformismo, a la burguesía. Por debajo de la apariencia fetichizada de la realidad, la concatenación de la economía capitalista con su industria cultural y con los intereses sociales de las minorías indígenas ricas es tal que resulta imposible separar la lucha por la cultura propia de la lucha por la recuperación de la propiedad colectiva, movimiento que, si quiere triunfar, a la fuerza ha de realizarse desde una estrategia comunista que desarrolle «una cultura de transición al socialismo».

Jaro Ferreira analiza esta totalidad incluso en vitales normas colectivas de ayuda a las parejas recién casadas que entre otras cosas han de recibir un trozo de tierra comunal para su sustento: la expansión capitalista las va limitando y destruyendo, con los efectos negativos sobre la cultura comunal que ello acarrea debido a la «mercantilización de derechos y deberes». El mismo autor sostiene que las estructuras comunitarias bolivianas entraron en un «acelerado proceso de diferenciación social […] destrucción y degradación de las formas comunales» a raíz de la reforma agraria de 1953.

Nayeli Moctezuma Pérez sigue el proceso de surgimiento del sumak kawsay o buen vivir en la larga cordillera andina, basado en la propiedad comunal de la tierra, el trabajo en cooperación y en el reparto social de los bienes productivos, forma que se disoció en dos caminos, el de las actuales Perú y Bolivia, y el de Ecuador y Colombia. Explica cómo el Inca no destruyó este sistema sino que lo integró en su imperio mediante violencias, concesiones e intereses de ciertos grupos lo que facilitó el surgimiento de una escisión socia entre una capa social enriquecida y el resto del pueblo, si bien no desapareció la cooperación ni las costumbres comunitarias. La autora explica con el ejemplo de Ecuador, que ni la ocupación española, ni la independencia criolla ni la república han acabado con las formas comunales. Reconoce que:

Si bien la estructura comunitaria en muchas ocasiones ha sido refuncionalizada por el capital, en la actual etapa de expansión sobre el territorio y de acumulación por despojo se vuelve cada vez más un obstáculo, siendo el sumak kawsay una propuesta que parte de la experiencia histórica comunitaria en constante resistencia y que se transforma en proyecto alternativo de sociedad.

Es muy importante que la autora admita que en muchas ocasiones el capitalismo ha usado en su beneficio la estructura comunitaria, al igual que el movimiento cooperativista radical reconoce que la burguesía frecuentemente emplea el cooperativismo y la autogestión reformista en el suyo. Todo depende de la teoría y estrategia que guíen la acción comunitaria, cooperativista y autogestionaria. La antropología burguesa sabe manipular en su beneficio las contradicciones en los pueblos originarios, creando otras más agudas, para romper su unidad ya debilitada e imponer el poder de la minoría procapitalista. La intervención reaccionaria de las llamadas «ciencias sociales» ya fue denunciada en los años 70, pero a pesar de ello se incrementaría conforme aumentaban las luchas populares. Uno de sus objetivos es reforzar la colonización mental de las clases y pueblos. Una buena definición de colonialismo en el aspecto que ahora nos ocupa nos la ofrece Silvia Rivera en su conversa con Boaventura de Sousa Santos:

Yo veo el colonialismo interno como un modo de dominación. Esta última instancia es lo más importante, incluso por encima de la economía. No uso la idea de colonialidad del poder y estas cuestiones, porque colonialidad es un estado, un ente abstracto. Colonialismo en cambio es una especie de activo que se incrusta en la subjetividad. El colonialismo interno es internalizado en cada subjetividad y creo que esa es la peculiaridad. Encuentro al sistema colonial como una relación compleja, conflictiva, contenciosa, que afecta a todas las clases y sectores étnicos de Bolivia. Todas y todos somos colonizados.

Sería oportuno rescatar las aportaciones de Frantz Fanon sobre la colonización mental y cultural para comprender la hondura de los intereses del imperialismo por adecuarlas al presente, teniendo que cuenta que, como explica Luciana Ghiotto, bien pronto se generalizó por toda Nuestra América un multiforme movimiento en defensa de los bienes comunes amenazados abierta y definitivamente por el primer TLC de 1989. Un amplio movimiento formado por «campesinos, indígenas, sindicatos, organizaciones ambientalistas, feministas, movimientos territoriales urbanos, piqueteros, entre tantos otros» que debe ampliar su lucha contra los TLC y en defensa de la vida en base a un principio básico corroborado durante los últimos decenios: «Hoy está más claro que nunca que, o nos salvamos todos, o no se salva nadie. La discusión no puede reproducir ciegamente viejas fórmulas que tenían que ver con pactos de gobernabilidad (o más crudamente, con la paz de clases)».

La paz de clases y la gobernabilidad pactada entre explotadores y explotados nunca ha tenido sentido, y menos en el presente. Las versiones interclasistas del Buen Vivir, que las hay y son masivamente difundidas por la industria político-cultural, huyen rápidamente de cualquier debate sobre la paz entre las clases. Incluso versiones más radicales del Buen Vivir, como la de Jesús González Pazos, no entran a la contradicción antagónica esencial: ¿qué formas de propiedad defienden las diferentes, opuestas y contrarias versiones del Buen Vivir, y cómo se posicionan en la actual lucha a muerte entre la propiedad capitalista y la comunista? Rolando Astarita sí responde argumentando la imposibilidad objetiva de algo parecido a un «socialismo comunitario» como alternativa al capitalismo indígena, forma regional y supedita al capitalismo mundial.

Este y no otro es el punto crítico: la propiedad de y sobre la Tierra Madre, Ama Lur. La propuesta marxista es nítida y absolutamente inaceptable por la burguesía, sea cual fuere su lugar geográfico de asentamiento, Manhattan, Euskal Herria o la altiplanicie andina, acabar con los títulos de propiedad privada de la tierra:

Lo que crea el título son las relaciones de producción. Cuando estas llegan a un punto en el que no tienen más remedio que mudar la piel, desaparece la fuerza material del título, económica y jurídicamente legítima, fuente basada en el proceso de la producción social de vida, y con la fuente del título la de todas las transacciones basadas en él. Considerada desde el punto de vista de una formación económica superior de la sociedad, la propiedad privada de algunos individuos sobre la tierra parecerá algo tan monstruoso como la propiedad privada de un hombre sobre su semejante. Ni la sociedad en su conjunto, ni la nación ni todas las sociedades que coexistan en un momento dado, son propietarias de la tierra. Son, simplemente, sus poseedoras, sus usufructuarias, llamadas a usarla como boni patres familias y a transmitirla mejorada a las futuras generaciones.

La tierra es la base del proceso de producción social de vida. Poseerla a título de propiedad privada es lo mismo que poseer, controlar y dirigir la producción social de vida según y para los intereses de la minoría propietaria. Las versiones interclasistas y reformistas del Buen Vivir escamotean esta decisiva cuestión, sobre la que giran las restantes. Corrientes del Buen Vivir se centran en hablar casi exclusivamente del modelo de centralidad de la vida diferente a la vida alienada burguesa. Desde la perspectiva revolucionaria, para José Ramón Fabelo Corzo: la centralidad de la vida es un componente definitorio del marxismo, cuya metodología dialéctico-materialista es la única que explica qué es y cómo se muestra esa centralidad en las contradicciones antagónicas que mueven la historia. Porque son esas contradicciones sociales las que explican la praxis y a la vez son explicadas por ellas: sin contradicciones y sin praxis, sin esta unidad concreta en cada época histórica no se comprende qué es la centralidad de la vida. Por esto, José Ramón Fabelo Corzo insiste en otro escrito anterior en la importancia vital de la praxis humana dentro de las discontinuidades de la historia.

Centrados en el ojo del huracán, el papel de la propiedad de la tierra en el choque de trenes entre la vida burguesa y la vida comunista, es necesario leer la interesantísima entrevista que María Torrellas y Carlos Aznares hacen a Lolita Chávez:

La tierra no es solo la tierra en sí, es territorio, y la territorialidad te da otras miradas, te da historia: cuerpo de las abuelas y abuelos, biodiversidad, relaciones. Entonces la colectividad, la relación con la biodiversidad y la red de la vida, hace que tengas otra inspiración, que no está relacionada con la del capital. El capital es nuestro principal enemigo depredador de los seres que se desvinculan de la madre tierra. Ahora los códigos de vida están cambiando rápidamente, la gente está ensimismada, las opresiones están cayendo a una situación tan perversa porque a la gente le interesa mucho el capital. Y es razonable porque si los seres ya no se vinculan con la madre tierra, con la biodiversidad, con generar alimento, con generar vida, energía, si las empresas se lo están dando, van a endiosar a estos poderes que te desvinculan de la madre tierra. Entonces recuperar el ser vinculado con las energías, la madre tierra y el cosmos, es quitarle poder a el capital.

El solo inicio de la entrevista –«Somos un pueblo milenario de guerreras y guerreros»– es significativo en sí mismo: en el contexto de opresión patriarco-burguesa imperialista que sufre Guatemala, lo que de entrada quiere resaltar Lolita Chávez es la identidad feminista comunitaria de la lucha guatemalteca por su independencia: un pueblo de guerreras y guerreros en defensa de la tierra y de la producción social colectiva de la vida.

Para la izquierda revolucionaria uno de los retos es el de adaptar al capitalismo urbano salvaje los valores positivos del Buen Vivir, surgidos en un entorno productivo y cultural muy alejado del terrible contexto cotidiano de las clases trabajadoras que malviven en las gigantescas conurbaciones. Sin salir de Nuestra América, en los últimos lustros se ha formado una clase obrera oculta125, que pasa desapercibida para muchos políticos e intelectuales de izquierda, centrados exclusivamente en el campesinado y naciones originarias. Las irrupción de estas grandes agrupaciones humanas es innegable, como lo es que ha reabierto antiguos debates que nunca debieran haberse cerrado en falso; como es innegable la revitalización y renovación de la clase trabajadora mundial gracias a la asalarización de millones de campesinos expulsados a la fuerza o por hambre de sus tierras, a la entrada de cientos de miles de mujeres campesinas, y de decenas de miles de artesanos, vendedores autoexplotados y muy pequeña burguesía empobrecida.

9. Resumen

Justo al final de su extenso, intenso e imprescindible El principio esperanza, Ernst Bloch nos recuerda lo dicho por Marx y añade una pregunta: «“Derrocar todas las relaciones en las que el hombre es un ser humillado, esclavizado, abandonado, despreciable”. ¿Qué es lo que ha llevado a la bandera roja a tantos que, por así decirlo, no tenían necesidad de ello? Quizá el sentimiento que, siempre que existe, se crispa ante la miseria de tantos». Y poco después: «Paso erguido: algo que distingue de los animales y que todavía no se posee. El paso erguido es primeramente solo un deseo, el deseo de vivir sin explotación y sin señor».

El deseo de vivir sin amo, sin explotación, está presente de algún modo en la historia del ser humano desnaturalizado en esclavo, en explotado y en mercancía. La izquierda eurocéntrica perdió el valor humano del deseo revolucionario, lo cambio por las treinta monedas de la civilización del capital. El comunismo como deseo ha cedido ante el deseo como dinero. Jodi Dean nos recuerda algunas ideas de Alain Badiou:

Badiou da expresión a la idea filosófica del comunismo eterno mediante lo que llama «invariantes comunistas» («la pasión igualitaria, la idea de justicia, la voluntad de acabar con las componendas en el servicio de los bienes, la erradicación del egoísmo, la intolerancia ante la represión, el deseo de que el Estado desaparezca»).

La izquierda ha de recuperar en la praxis estos valores, ha de impulsar las formas organizativas adecuadas para su potenciación, y ha de argumentar con hechos que tales valores son aplicables contra todas las injusticias y existen desde que éstas existen. Para salir de la crisis actual, las fábricas de ideología burguesa producen mercancías intelectuales que potencian, en Europa, la recuperación de una especie de «occidentalismo bueno» que sustituya al «colonialismo bueno» de comienzos del siglo XX. La misma «izquierda» está penetrada por la xenofobia y el racismo, y no combate la política migratoria de la Unión Europea haciendo bueno el dicho que quien calla otorga. El racismo europeo es patriarcal: el 73% de las agresiones islamófobas en el Estado francés son contra mujeres.

Por otro lado, no se trata únicamente de multiplicar el consumismo compulsivo para reactivar la debilitada economía, ni de reducir los derechos laborales y sociales multiplicando la explotación, que también, sino a la vez de adoctrinar a la juventud europea para que asuma la eventualidad de una futura guerra «en defensa de los valores de Occidente». La tendencia al rearme europeo, sobre todo el alemán, es imparable con la excusa de la defensa del «enemigo exterior». Rearme acompañado de un incremento de las policías militarizadas internas y de recortes de derechos.

El rearme euroimperialista no es el único argumento sobre la necesidad de recuperar los ideales revolucionarios. Los recientes rumores sobre presiones de la OTAN a Grecia para que se distancie de Rusia indican el ascenso del militarismo interno, y la humillante venta de los ferrocarriles griegos a una transnacional italiana por un precio irrisorio muestra hasta qué grado Bruselas está dispuesta a empobrecer a los pueblos privatizando sus bienes comunes. La reivindicación de la vida, de la producción social de vida digna, sana y libre, adquiere carácter de necesidad urgente porque la crisis ha multiplicado monstruosamente el sufrimiento laboral y la drogadicción masiva con ansiolíticos, sedantes, etc., como escapatoria.

Los valores, el ideal, la utopía concreta de la bandera roja, el poder popular y comunitario, la autoorganización y la democracia consejista, soviética, defendidas por el pueblo en armas, son principios prácticos elementales, irrenunciables.







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