4.- Berstein (1850-1932)
Para 1878 Eduard Bernstein sintetizaba en sus primeros artículos el pensamiento de la corriente reformista muy fuerte en la socialdemocracia, aunque aún no sistematizada teóricamente. Al poco, en la Circular a Bebel del 17-18 de septiembre de 1879, Marx y Engels indicaban que los reformistas «No tratan de abandonar el programa sino sólo de aplazarlo… hasta una época indeterminada. El programa se acepta, pero no realmente para uno mismo ni para el tiempo de su vida, sino póstumamente, como legado para hijos y nietos. Y hasta entonces se aplica «toda la fuerza y la energía a minucias y zurcidos de todas clases en el orden social capitalista, para que parezca que se hace algo y al mismo tiempo para no espantar a la burguesía”».
El reformismo zurce y maquilla lo «bueno» del capitalismo, y niega que exista lo «malo» para, así, seguir cosechando voto dopado, frenar la concienciación proletaria y «no espantar a la burguesía». Obseso por conciliar lo inconciliable –amo contra esclava– jura por lo más sagrado –las poltronas parlamentarias– que no ha «abandonado» el programa, que sólo lo «aplaza» porque no existen aún las «condiciones» para su aplicación plena; dice que no hay que precipitarse con aventurerismos ultraizquierdistas que enfurecen al Ejército burgués. Marx y Engels acertaron de nuevo, pero sólo una parte del futuro porque no vieron, o si lo intuyeron se callaron a la espera de más experiencias que lo confirmase, como era su norma, que llegaría el momento en el que el reformismo abandonase el programa originario sin pudor alguno, como ha hecho la II Internacional y buena parte de la III Internacional porque lo fundamental es «no espantar a la burguesía».
Recordemos que fue en 1878 cuando se impuso la ley antisocialista y cuando Bernstein empezó a pulir las tesis reformistas que venían desde Lassalle, si no antes. En 1881 Domela Nieuwenhuis preguntó a Marx sobre qué debería hacer la izquierda si llegase al Gobierno de Holanda, que le responde en la carta del 22 de febrero: «Un gobierno socialista no puede ponerse a la cabeza de un país si no existen las condiciones necesarias para que pueda tomar inmediatamente las medidas acertadas y asustar a la burguesía lo bastante para conquistar las primeras condiciones de una victoria consecuente». Él mismo puso en cursivas las palabras «asustar a la burguesía». Asustar es el primer paso para infundir miedo y hasta pánico y espanto paralizante. Recordemos que el Manifiesto de 1848 explicaba la necesidad de una «acción despótica sobre la propiedad y el régimen burgués de producción» como uno de los pasos primeros del nuevo poder obrero. Ahora, y tras la experiencia acumulada en un tercio de siglo, Marx insiste en lo mismo.
Poco a poco, la represión empezó a hacer mella en la conciencia política de sectores acostumbrados a la acción institucional en ayuntamientos e instancias gubernativas, y en la burocracia sindical, de manera que el posibilismo, es decir, el adaptarse a las exigencias legales para mantener alguna presencia sindical e institucional, además de parlamentaria, fue argumentado con la tesis del «mal menor»: ceder en algo para no perderlo todo. Consciente de ello, Engels en la carta del 28 de noviembre de 1882 le dijo a E. Bernstein que «Hallarse por un momento en minoría con un programa correcto —en tanto organización— es mejor que tener un gran número de seguidores, que solo nominalmente pueden ser considerados como partidarios.». Más adelante, cuando nos detengamos en Bernstein deberemos volver a esta idea de Engels, que fue recogida por Lenin.
Conocedora de la estrategia comunista, la burguesía alemana exigió a la socialdemocracia que para ser legalizada renegase del derecho a la revolución. En la carta a Bebel del 18 de noviembre de 1884, Engels escribió: «Y esos son los partidos que nos exigen que nosotros, sólo nosotros de entre todos, declaremos que en ninguna circunstancia recurriremos a la fuerza, y que nos someteremos a toda opresión, a todo acto de violencia, no sólo cuando sea legal meramente en la forma –legal según la juzguen nuestros adversarios– sino también cuando sea directamente ilegal. Por cierto, que ningún partido ha renunciado al derecho de la resistencia armada, en ciertas circunstancias, sin mentir. Ninguno ha sido capaz de renunciar jamás a este derecho al que se llega en última instancia. […] Tal declaración de ilegalidad puede repetirse diariamente en la forma en que ocurrió una vez. Exigir una declaración incondicional de esta clase de un partido tal, es totalmente absurdo».
El derecho a la revolución, que en la Edad Media era llamado «derecho al tiranicidio» y asumido con restricciones hasta por Tomás de Aquino, también fue practicado y teorizado por la burguesía ascendente. Desde 1948 el Preámbulo de la Carta Universal de los DDHH lo llama «derecho a la rebelión contra la injusticia y la opresión». Las cuatro denominaciones, y otras similares, se refieren al derecho esencial de luchar por la libertad empleando la violencia justa. El debate sobre el mal menor o mayor en su forma extrema es parte de este derecho inalienable a la revolución que, según la ética marxista, se ejercita –el mar menor revolucionario– no para evitar un mal mayor, el fascismo, por ejemplo, sino para avanzar al bien mayor: el comunismo.
Recordemos que estamos hablando de «votar» como acción pasiva individualizada, no de movilizar masivamente al proletariado para derrotar al fascismo en la calle. Como veremos al final, votar al reformismo para evitar un mal mayor –el fascismo– es entregar el futuro al capital y por eso impedir el bien mayor, el comunismo. La diferencia entre la movilización masiva guiada estratégicamente para derrotar al fascismo, y el voto pasivo individualizado dentro de la ley burguesa, es tan obvia que no la desarrollamos aquí. Esta distinción es vital y aunque exige el análisis concreto de cada situación concreta en la que puede plantearse la conveniencia o no del voto reformista como mal menor para evitar el fascismo, siempre hay que contextualizar esa situación dentro la universalidad de la lucha de clases entre el capital y el trabajo.
El poder burgués sabía entonces y lo sabe ahora qué arma definitiva obtiene al exigir a la izquierda que renuncie al elemental derecho a la revolución: encadenarla moral y materialmente a la explotación, a optar siempre por el mal menor reformista para evitar el fascismo porque ella, la izquierda, ha renunciado al mal menor revolucionario para optar por el bien mayor: acabar con el capitalismo y desarrollar el comunismo. Un ejemplo de mal menor reformista fue el apoyo electoral de izquierdas emblandecidas a Pablo Iglesias y a Tsipras, uno de mal menor revolucionario fue el apoyo de los bolcheviques al Gobierno de Kerensky para derrotar el golpe de Kornílov en septiembre de 1917.
Para evitar que las izquierdas apliquen el mal menor revolucionario, el imperialismo ha desarrollado diversos métodos siendo uno de ellos los llamados «Principios Mitchell», una adaptación a algunas luchas de finales del siglo XX y comienzos del s. XXI de la exigencia de Bismarck al partido socialdemócrata de que renunciase él y sólo él al derecho a la revolución. Ambos métodos obligan a la izquierda al desarme y a renegar del derecho a la revolución. Una vez desarmada en lo mental y en lo físico, a la ex izquierda no le queda sino aceptar el mal menor en su sentido reformista: el derecho al pataleo en las instituciones burguesas. Lo comprendemos del todo leyendo los seis «Principios Mitchell»:
1.- El uso de medios exclusivamente democráticos y pacíficos para resolver las cuestiones políticas. 2.- El desarme total de todas las organizaciones paramilitares.
3.- Acordar que el desarme debe ser verificable por una comisión independiente.
4.-Renunciar ellos mismos, y oponerse a cualquier intento de otros, a utilizar la fuerza o amenazar con utilizarla para influir en el curso o en los resultados alcanzados en las negociaciones multipartitas. 5.- Comprometerse con respetar los términos de cualquier acuerdo alcanzado en las negociaciones multipartitas y con recurrir a métodos exclusivamente democráticos y pacíficos para tratar de modificar cualquier aspecto de esos acuerdos con los que puedan estar en desacuerdo.
6.- Instar a que los asesinatos y palizas de “castigo” terminen y a tomar medidas eficaces para prevenir tales acciones.
Por lo que vemos, la exigencia de Bismarck y los «Principios Mitchell» son inconciliables con el «derecho al tiranicidio», o en términos marxistas, son un instrumento represivo material y moral que anula de raíz el derecho a cualquiera de las muchas formas de violencia defensiva –mal menor revolucionario– contra el mal mayor capitalista: la explotación asalariada y la violencia injusta del Estado burgués que es el terror último que protege la propiedad burguesa de las fuerzas productivas. Por poner un ejemplo, la dirección de la izquierda independentista vasca tal como existía en 2010 se comprometió a cumplirlos. Las fuerzas reformistas no necesitan firmarlos porque están de acuerdo con ellos.
Viendo lo anterior, descubrimos una de las razones por las que en la Alemania del último tercio del siglo XIX fue tan efectiva hasta primavera de 1918 la mezcla de represión abierta contra la izquierda del partido pero menos dura con otros sectores, reformas tímidas implementadas para dividir al proletariado según la táctica del palo y la zanahoria, los cambios sociales, la burocratización de sectores sindicales, la presión de sectores municipalistas del partido para volver cuanto antes a la legalidad, la eficacia alienadora del capitalismo sobre la casta intelectual, todo esto hizo que fuese ganando terreno el sector reformista. No es de extrañar por tanto que en 1889 el partido no apoyase la huelga minera en el Rühr. Tras esta prueba de acatamiento del orden, la represión cesó en 1890 pero en 1894 estuvo a punto de aplicarse de nuevo, lo que puso muy nerviosa a parte de la dirección del partido que, sin dudarlo, censuró uno de los últimos textos de Engels: su Prefacio a la edición de 1895 de La lucha de clases en Francia, 1848-1850.
Engels hace un rápido seguimiento de los cambios acaecidos en casi medio siglo, insistiendo en la importancia de la lucha parlamentaria en las condiciones concretas del momento en Alemania, y llegando a la conclusión de que las antiguas insurrecciones revolucionarias ya no tienen posibilidad de victoria porque la burguesía ha aprendido a derrotarlas, pero añade: ¿Quiere decir esto que en el futuro los combates callejeros no vayan a desempeñar ya papel alguno? Nada de eso. Quiere decir únicamente que, desde 1848, las condiciones se han hecho mucho más desfavorables para los combatientes civiles y mucho más ventajosas para las tropas. Por tanto, una futura lucha de calles sólo podrá vencer si esta desventaja de la situación se compensa con otros factores. Por eso se producirá con menos frecuencia en los comienzos de una gran revolución que en el transcurso ulterior de ésta y deberá emprenderse con fuerzas más considerables. Y éstas deberán, indudablemente, como ocurrió en toda la gran revolución francesa, así como el 4 de septiembre y el 31 de octubre de 1870, en París, preferir el ataque abierto a la táctica pasiva de barricadas».
No es este el lugar para ver cómo la historia ha confirmado esta lección de Engels parcialmente desde 1905 y definitivamente desde 1917 a pesar de los errores de la revolución alemana de 1918, ni tampoco para analizar que posibles actualizaciones hay que introducirle desde el mayo’68 –que dio la razón a Engels por su espontaneísmo pasivo incapaz de hacer un «ataque abierto»– hasta ahora viendo cómo se han creado fuerzas policíaco-militares especializadas en la contrainsurgencia urbana, demostraciones que han sufrido recientemente los pueblos obreros y campesinos de Ecuador y Chile, y sufre el de Colombia, la nación mapuche…, sin olvidarnos de otras tácticas integradas en la estrategia general yanqui como los golpes judiciales, los golpes militares, la guerra económica y psicológica, etc., y desde 2020 la utilización de la pandemia de Covid-19 como arma biológica de amedrentamiento y exterminio, aprovechando las limitaciones de las izquierdas para avanzar radicalmente hacia la salud socialista.
Pues bien, en ese 1895 la dirección socialdemócrata, atemorizada por la inminencia represiva, censura y recorta un importante texto de Engels, quien reaccionó de manera furibunda. En la carta a Richard Fischer de 8 de marzo de 1895, dice: «No puedo suponer a pesar de todo, que se hayan decidido a aceptar en cuerpo y alma la legalidad absoluta, la legalidad en todas las circunstancias, la legalidad incluso frente a leyes violentadas por sus propios autores, en resumen, la política de ofrecer la propia mejilla izquierda a quienes nos han golpeado la derecha. Lo cierto es que «Vorwärts», algunas veces, reniega de la revolución con tanta energía como antes la predicó…».
Y en la carta del 3 de abril de 1895 a Paul Lafarge, cinco meses antes de morir, Engels dice: «Liebknecht me ha jugado una mala pasada. De mi introducción a los artículos de Marx sobre Francia de 1848-1850 ha tomado todo lo que pudiera servirle en apoyo de la táctica pacífica a cualquier precio, con rechazo de todo empleo de la violencia, que considera oportuno predicar desde hace algún tiempo, y particularmente ahora, cuando se preparan leyes de excepción en Berlín. Pero yo sólo predico semejante táctica para la Alemania de hoy, y eso aún con fuertes reservas. Para Francia, Bélgica, Italia, Austria, esta táctica, en su conjunto, no es apropiada, y, en el caso de Alemania, puede mañana convertirse en inaplicable». Ese «mañana» al que se refería Engels llegó con la revolución de los consejos a finales de 1918, sólo 23 años después de su muerte.
Al menos dos textos muy importantes para la formación del marxismo y para la lucha contra el reformismo como son la Crítica del Programa de Gotha de 1875 divulgado en 1917 y el Prólogo de Engels de 1895 conocido en 1930, fueron marginados y censurados, además de otros textos, cartas y borradores que no se publicaron hasta muy tarde. No podemos aventurar cómo hubiera sido la lucha entre marxismo y reformismo si se hubieran debatido a tiempo, lo que si podemos es pensar que su silenciamiento facilitó la deriva al centro de la socialdemocracia. Obviando que todas las fuerzas reaccionarias y reformistas recurren a la censura en sus propias filas, desde entonces este ataque a la democracia concreta interna se hizo permanente. Ahora, medios de prensa «democrática y progresista» juegan un papel doble: censurar y desprestigiar a la izquierda, y legitimar el voto al centro-reformista recurriendo en caso extremo a una burda tergiversación del principio ético-político del mal menor para evitar el triunfo de la extrema derecha como mal mayor.
Volviendo a la Alemania de 1895, no debe extrañarnos la censura del pensamiento revolucionario de Engels en un momento crucial para el avance del reformismo, dado que no podía agradar a la burguesía y evitar una nueva ola represiva si dentro del partido se reforzaba el ala izquierda con el texto de Engels, cuyo prestigio entre las bases era incuestionable. La burocracia reformista sabía que su futuro dependía de la debilidad de las ideas revolucionarias y del fortalecimiento de las reformistas. Resulta por tanto comprensible que Bernstein esperase hasta 1896 para dar más sistematicidad a su programa y que lo oficializada por fin en 1899, cuando la izquierda se debilitaba.
Para entonces sus seguidores y los críticos de izquierda debatían abiertamente sus tesis de que el capitalismo había entrado en una fase que anulaba la teoría marxista de la crisis, de la explotación social, de la plusvalía, de la concentración y centralización de capitales, etc. Tampoco servían de nada la dialéctica marxista, de la que Bernstein huía como del diablo, y la teoría marxista del Estado y por tanto de la violencia y de la democracia, porque lo que él entendía por «socialismo» se alcanzaría mediante la suma de votos dentro de la «democracia» que, así, dirigiría el Estado sin rupturas violentas. Igualmente defendía el «buen colonialismo» propagador de la superior cultura europea y por tanto alemana, precisamente cuando el ejército alemán iniciaba desde 1883 un genocidio en Namibia. Proponía que el partido cambiara de nombre por el de «partido democrático-socialistas de reformas», con lo que anulaba la necesidad de la lucha revolucionaria y dirigía todo el esfuerzo del partido a la acción institucional.
Bernstein fue apoyado abiertamente por un sector de la dirección entre los que destacaban especialmente Vollmar, que aplaudía a Millerand, y muy significativamente por W. Heine y M. Schippel que proponían «revisar» el antimilitarismo del partido, y que junto con otros también defendían el «buen colonialismo» se rompía así con la identidad antimilitarista que era una seña de identidad del movimiento obrero y socialista, como hemos visto. Ya desde los primeros contactos internacionales a comienzos de la década de 1860 para fundar la I Internacional en 1864, era unánime la exigencia de acabar con el militarismo, con el ejército burgués, consigna que mal que bien se mantuvo siquiera formalmente hasta 1914, aunque en la realidad iba ganando fuerza el «buen militarismo y colonialismo» como elementos para garantizar el desarrollo económico que impulsase el crecimiento electoral y con él la «vía parlamentaria» a lo que la corriente reformista entendía como «socialismo» y que no tenía nada que ver con el socialismo/comunismo marxista.
Uno de los grandes errores de la izquierda alemana en su justa denuncia de Bernstein fue no plantear la expulsión de la corriente reformista del partido ya que era innegable que negaba la estrategia revolucionaria. Para 1899, el partido había «olvidado» o tal vez arrinconado como hizo con otros textos, la carta de Engels a Bernstein 1882 arriba citada y que en ese momento era decisiva. Las condiciones de 1899 no eran las mismas que las de 1864 cuando murió Lassalle, o en 1878 cuando Marx analizó cómo un sector del partido posponía la lucha contra el capitalismo para sus nietos, pero sí era muy actual la carta de Engels de 1882 porque en sólo tres lustros la corriente que rechazaba la estrategia revolucionaria iba copando el silencio la dirección cuando, precisamente, el capitalismo alemán se estaba convirtiendo en el más potente de Europa, su militarismo se preparaba para impulsar la fase imperialista que llamaba a la puerta y tenía recursos suficientes para mejorar la táctica del palo y la zanahoria ampliando la segunda pero olvidando la primera.
En medio de crecientes debates estratégicos, el fetichismo de la organización mandaba en el partido, beneficiando a su burocracia que con la excusa de la «unidad del partido» va desplazando a las corrientes de izquierda para que las bases no debatan sus críticas al reformismo creciente. El fetichismo de la organización es más dañino si el partido está en el Gobierno progresista, entonces cualquier crítica interna es sentida como un ataque directo al «progreso democrático» que sólo beneficia a la extrema derecha. Tanto en Nuestramérica como en el resto del planeta, las izquierdas que se mantienen como tales son hasta denunciadas por sus ex camaradas, llevando frecuentemente esas acusaciones a las fábricas, sindicatos, movimientos populares y sociales, etc., para marginar a la izquierda. Las depuraciones descaradas o encubiertas de «disidentes de izquierda» son una constante en los partidos que practican el mal menor reformista.
A finales del siglo XIX Lenin y su grupito bolchevique no habían perfeccionado todavía su teoría de la organización. El Qué Hacer apareció en 1902 y era una mejora de la teoría organizativa de Marx y Engels adaptándola dialécticamente a las condiciones rusas, pero también a las del capitalismo industrializado. Mientras que hasta la mitad de la década de 1920 el partido bolchevique fue un ejemplo de debate abierto basado en el centralismo democrático, en Alemania el fetichismo del partido característico de la II Internacional junto a las promesas en victorias electorales, ayudaron a retrasar la creación de un verdadero partido comunista, una de las razones fundamentales de las derrotas de las sucesivas oleadas revolucionarias en Alemania desde finales de 1918 hasta 1933, cuando el terror nazi lo aplastó todo.
Antes, la socialdemocracia obtuvo una victoria enorme en 1912 pero en 1914 fue una fuerza decisiva para conducir a la muerte como carne de cañón en provecho del capital a 2 millones de soldados y sufrir heridas de guerra a otros 4,2 millones, sin contar el empeoramiento de las condiciones de vida del pueblo obrero desde 1916. Desde 1918 hizo lo imposible por aplastar la revolución aliándose con la extrema derecha prenazi para asesinar cientos de camaradas de izquierda entre ellas Rosa Luxemburg, aislar a la URSS y frenar las ansias antinazis del proletariado alemán justificando la pasividad del Gobierno de Weimar y la represión de las izquierdas mientras que el nazismo apenas era perseguido a pesar de su violencia creciente.