Los casos de tortura por parte del estado español en contra de ciudadanos vascos son un sol que ya no se puede tapar con un dedo. El que no lo quiera ver o es idiota o es cómplice.
Les presentamos este texto al respecto publicado en Gara:
Una de las cosas más terribles que rodean a las denuncias de tortura que ayer se escucharon y que tristemente se repetirán hoy es la angustiosa sensación de soledad en la que se producen. Claro que las víctimas no están solas, hay miles de personas arropándoles, pero los huecos en el bando de los defensores de los Derechos Humanos son todavía clamorosos. No nos cansamos de repetirlo, pero en cualquier lugar civilizado, testimonios estremecedores como los de Egoi Irisarri e Ibon Esteban generarían un escándalo y abrirían un debate en la sociedad. Cierto es que esta discusión nos podría llevar a la infamia que se registra en Israel, donde los tribunales han discutido abiertamente sobre la conveniencia o no de aplicar el maltrato a los detenidos palestinos. Sin embargo, esta mención, al menos, implica el reconocimiento de que esta práctica abyecta existe, que es precisamente lo que no ocurre en el Estado español, donde la callada por respuesta es un arma para victimizar doblemente a quienes han pasado por las siniestras manos que operan en las comisarías.
La evidencia de que estas torturas estaban anunciadas añade un plus de injusticia. Algunos de los jóvenes sabían lo que les venía encima incluso dos años antes de ser arrestados. Hicieron todo lo posible para evitarlo y no lo consiguieron porque el juez sabía que necesitaba ese maltrato. Quedó en evidencia hace un año, con las declaraciones de otros 40 jóvenes independentistas. Fue refutado en mayo, con una sentencia que no puede dejar más en evidencia lo que ocurre durante la incomunicación. Y ha sido nuevamente validado con estudios como el que se hizo público la semana pasada y que certifica la validez de los testimonios de 45 vascos torturados. Y pese todo, no pasa nada.
Frente a tanto silencio institucionalizado, quizás una buena receta sería que todos aquellos que claman por los Derechos Humanos, tanto en Euskal Herria como en el Estado, acudiesen entre hoy y mañana a escuchar por sí mismos los testimonios. Que oigan el desgarro y la crudeza de los testimonios sobre golpes, la «bolsa» y las vejaciones sexuales. Que vean con sus propios ojos la dignidad de quien ha pasado por aquel infierno. Que les miren a los ojos. Si todavía tienen fuerzas, podrían escuchar el cinismo de sus torturadores. Seguro que no habría tanto «si, pero» ni tanto doloroso silencio.
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