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jueves, 10 de octubre de 2019

Franquismo y Genocidio Vasco

Para entender mejor lo sucedido en contra de los jóvenes de Altsasu les recomendamos leer este excelente análisis histórico publicado en las páginas de Noticias de Gipuzkoa:


Imanol Lizarralde

La represión franquista durante y después de la Guerra Civil en Euskal Herria es objeto de un intenso debate historiográfico y político. Los historiadores Francisco Espinosa y Fernando Molina consideran que la afirmación del Gobierno Vasco en un informe de 1938 de que la represión en Euskal Herria fue la más dura del Estado no es más que un mito. Según Espinosa, “fue especialmente suave (…) especialmente con los nacionalistas”. El criterio que rige esta perspectiva es el de limitar su análisis a tres provincias (Vizcaya, Guipúzcoa y Álava), excluyendo a Navarra, y el tomar en consideración solamente el número de fusilados.

El Alzamiento Nacional tuvo, en Euskal Herria, dos realidades territoriales, la de las provincias que se posicionaron con la República y el Gobierno Vasco (Vizcaya y Guipúzcoa) y las que lo hicieron con los alzados (Álava y también Navarra, ya que estas dos provincias poseían vínculos y analogías políticas y sociológicas evidentes). La frontera entre esas dos realidades constituyó el propio frente de guerra. Pamplona fue uno de los principales epicentros de la sublevación militar, junto con su trama civil, donde residía el jefe de los alzados, el general Mola. En Navarra, durante los primeros momentos de la guerra, el movimiento nacional, siguiendo al dedillo las infaustas Instrucciones Reservadas de Mola (“la acción ha de ser en extremo violenta”) causó alrededor de 3.000 víctimas. Y si bien, entre ellas, los nacionalistas vascos eran una pequeña minoría, personalidades nacionalistas tan importantes, como Fortunato Aguirre, alcalde de Estella, fueron ejecutados. Los mismos batallones que mataron a miles de navarros, cuando entraron en Gipuzkoa, trajeron la misma intención represiva y sanguinaria. Como muestra de ello la toma de Beasain el 28 de julio (a escasos diez días del alzamiento), donde, como dice el historiador Fernando Miquelarena, fusilaron a 37 personas, entre ellas guardias civiles y varias personas de la derecha que habían intercedido por los represaliados. En agosto, en la toma de Pikoketa “40 milicianos de ambos sexos serían fusilados, previa violación y corte de pechos de las milicianas”. En octubre-noviembre, más de doscientas personas, entre ellas algunos sacerdotes, fueron fusiladas ante las tapias del cementerio de Hernani.

Es verdad que en las tres provincias “sólo” fueron fusiladas alrededor de 1.700 personas. ¿Por qué esta desproporción de víctimas con Navarra? Digamos que la represión “caliente” actuó, los primeros meses, de forma sistemática. Más adelante, matar no resultó tan fácil (en la misma Navarra el propio obispo Marcelino Olaechea pidió que cesara la matanza). Tenemos otros factores: como nos muestra Miquelarena, los sublevados en Navarra disponían una base de datos de la que carecían en las otras provincias. También que después del fusilamiento de doce clérigos vasquistas o nacionalistas, el Vaticano intervino para evitar los desmanes de la autocontradictoria “cruzada”, el gobierno británico presionó en el mismo sentido, la frontera como zona de escape era cercana y hubo escasez de delaciones.

El criterio de los fusilados es una variable de la represión, entre las que habría que contar con otras variables. El objetivo de cualquier represión política y militar es la de emitir un determinado mensaje a una sociedad por la vía de una serie de hechos. El mensaje de los vencedores de la guerra es de una gran nitidez. Recordemos al falangista Ernesto Giménez Caballero diciendo: “Vasconia, Euzkadi, País Vasco, saben que no les hemos recuperado en unas amigables elecciones: saben que las hemos conquistado virilmente con botas de caballero y un látigo en la mano”. Recordemos el discurso del nuevo alcalde falangista de Bilbao, José María de Areilza, “Vizcaya es otra vez España por pura y simple conquista militar”, “vaya si ha habido vencedores y vencidos”;y la caracterización inequívoca de los tres enemigos: “el socialismo prietista”, “la imbecilidad vizcaitarra” y “el clero separatista”. Fijémonos que José Antonio Agirre presidía un Gobierno Vasco que sólo defendía un Estatuto de autonomía dentro de la República española. Areilza y Giménez Caballero resaltan el carácter absoluto de fuerza y de conquista militar de la victoria franquista. Frente a las leyendas de independencia originaria, los “nuevos romanos” (los militares vestidos de fascistas) habían certificado el definitivo y ansiado “domuit vascones”. Lo que querían hacer sentir a los vascos era aquello que la que fuera presidenta lituana Dalia Grybauskaite llamó “la humillación de los pueblos conquistados” en referencia a lo vivido por su propio país. ¿Hubo tal humillación? ¿Es este quizá otro mito?

Para saberlo, debemos examinar otras cuatro variables de la represión como fueron la económica, la del autogobierno, la religiosa y la del euskera. La represión económica tiene que ver con los vascos que por ser nacionalistas o republicanos fueron despojados de sus empresas y propiedades. Miles de vascos perdieron sus talleres, sus tiendas y sus casas por pertenecer a los vencidos. A otros muchos se les impidió ejercer sus profesiones liberales. Hay que constatar que tras la guerra civil, el gobierno impulsó una política de confiscaciones, expropiaciones y denegaciones de permiso para plantear actividades industriales en Bizkaia y Gipuzkoa que tuvo un evidente sesgo represivo hasta, por lo menos, 1959.

La designación de esas dos provincias como “provincias traidoras” es consecuencia del decreto franquista que suprimió el Concierto Económico en ambas. Ningún “privilegio” (pues es la denominación que el franquismo hizo, en este caso, del régimen foral) para provincias que resisten el Alzamiento. Servicios y propiedades de la diputación, escuelas vascas, las llamadas escuelas de barriada, fueron eliminadas de un plumazo. Cuando vizcainos y guipuzcoanos visitaban Alava y Navarra podían comparar el estado de pueblos, ciudades, carreteras hospitales, etc, mientras los impuestos de las provincias costeras, a falta de infraestructuras de calidad mínima, servía para engordar el prebostazgo franquista. Se puede afirmar que, además de un perjuicio material, la supresión del Concierto constituyó para esas provincias una auténtica tercera abolición foral y una humillación colectiva (que afectaba, dentro de ellas, a toda la población, es decir, tanto a vencedores como vencidos).

Otra de las categorías a extirpar era lo que Areilza denominaba como “la gran vergüenza del clero separatista”. El carácter católico del nacionalismo vasco, y su influencia en parte del clero, eran, para el régimen que se cubría bajo el manto de una “cruzada”, un escándalo que lo ponía en evidencia y en contradicción. El “obispo azul” de Franco, el Consejero Nacional de la Falange, Leopoldo Eijo Garay, que había sido seis años Obispo de Vitoria, no dudaba en “que gran parte de la culpa de la contumacia de los nacionalistas, era del clero, que incluso en el confesionario les habían moldeado la conciencia”. La máxima autoridad eclesiástica del país, el Obispo de las tres provincias, Mateo Múgica, protestó denunciando que sus feligreses “eran injustamente perseguidos, vejados, castigados, expoliados por los representantes y propagandistas del Movimiento Nacional”, lo cual hizo que el mando franquista emitiera en Burgos la orden de su ejecución para finalmente ser exiliado a Roma. La diócesis vasca, a instancias del régimen, con clara intencionalidad política, fue divida en 1949 en tres provincias. Pese a que el Vaticano intervino para que no se siguiera fusilando a religiosos, estos fueron objeto de represión y tuvieron que exiliarse, fueron encarcelados, desplazados de sus sedes a España o sufrieron alguna represalia muchos de ellos por dar o haber dado misas o rezar públicamente en euskara. Obispos, curas y monjas fueron traídos de España para sustituir a los desterrados y desplazados. Según el historiador Santiago de Pablo la represión “provocó un verdadero cataclismo en la Iglesia del País Vasco”. Calcula que afectó a 700 religiosos, “en torno a un 36% del clero de la diócesis”.

Respecto al euskara, las escuelas vascas o ikastolas creadas en la preguerra desde 1914, tanto de ámbito privado como de barriada, bajo el patrocinio de la diputación, fueron eliminadas. También el uso del euskara fue penado de formas diversas. La proclama de abril de 1937 del gobernador militar de Gipuzkoa, Alfonso Velarde, es clara y estricta: hay que “vigilar el exacto cumplimiento de la disposición que proscribe a los nacionales el uso en público de idiomas y dialectos diferentes del castellano”. Existe la constancia de numerosas órdenes y proclamas referidas a la penalización de su uso hablado y tanto en publicaciones, oraciones de la Iglesia, tumbas, nombres propios, denominaciones de empresas, tiendas, etc. Al contrario de la consideración del historiador Fernando Molina, en cuanto a que “la represión del uso público de la lengua vasca (…) careciera de diseño institucional”, en el caso vasco es clara la intención de extirpar la cultura y el idioma, ya que el franquismo planteó la erradicación del euskara del espacio público y educativo por medio de leyes, decretos, ordenanzas y consignas cuya aplicación corría a cargo de “todas las personas investidas de cualquier tipo de autoridad: secretarios, maestros, curas, alguaciles, etc”.

Para concluir, si bien la represión no fusiló tanto en parte de Euskal Herria (no así en Navarra), el País Vasco sufrió una represión que no se dio en el resto del Estado en los ámbitos de lo material, lo espiritual y lo cultural. El mensaje de la represión franquista era claro: Euskal Herria era parte de España por la ley de la fuerza y ser español presuponía un determinado modelo de Iglesia puramente española y el uso obligatorio de la lengua castellana.






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