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sábado, 19 de octubre de 2019

Egaña | Justo

Desde Naiz traemos a ustedes este ejercicio de memoria histórica:


Iñaki Egaña | Historiador

Soplaba una ligera brisa como esa que suele levantarse en los amaneceres otoñales de nuestro país, cuando la hojarasca se eleva sin avergonzarse de dejar desnuda a la tierra. Una bandada de patos indefinidos que habían surgido desde Uzturre, cruzaba las alturas hacia el sur, bordeando Monteskue y anunciando que se acercaban tiempos fríos. En el barrio de San Blas, los jubilados mañaneros partían en su ronda kilométrica para concluirla horas más tarde con una taza de caldo bien caliente y un pintxo de chorizo.

En el mismo barrio, el camposanto de Tolosa abría sus puertas forjadas, al lado de los muros donde aún se pueden observar las huellas de las descargas que verdugos franquistas realizaron para matar abertzales y republicanos. El panteón de hijos ilustres, a los que le faltan los restos de Aldasoro o Aitzol, se inauguró ya hace años con los de Lizardi que acuña la entrada con la majestuosidad de un mausoleo solitario. Lizardi, el poeta que escribió: «El eco de mis viejos versos me da nostalgia del pasado».

Al lado, un espacio para aquellos que fueron pasados por las armas, en 1936, sin más pecado que el de su apellido, sin más culpa que la de enfrentar al fascismo. Más arriba, hacia la derecha, la piedra que recuerda a Josean Lasa y Joxi Zabala, secuestrados, torturados y asesinados por unos guardia civiles condecorados por la España de Felipe González, aquel que se dijo socialista y no era sino un villano más que aunque en su carné figurara como sevillano y que en una improbable ficha poética debería señalar como natural del Chicago de los años 20.

Entre las calles del camposanto, perdido por esa niebla que de improviso quiso escoltarnos con respeto, nos juntamos amigos, conocidos, familiares o simples compañeros de un viaje tan largo como el de varias generaciones que dispusieron de lo mejor de los suyos para poder honrar la dignidad humana. Recordamos a Justo, Justo Elizaran Sarasola, un joven de apenas 24 años, dos hijos, trabajador de la empresa mecánica Atturri, tiroteado y muerto por cuatro sicarios ahora hace 40 años. En un atentado preparado por los servicios españoles y reivindicado entonces con la siglas BVE (Batallón Vasco Español). Justo se había refugiado en su propio país, en Baiona, en 1973. Llevaba casi seis años en Ipar Euskal Herria.

El acto fue sencillo, con la sinceridad que acostumbramos a recordar a los nuestros, con el empeño que ponemos en que los ecos de su paso por la vida se diluyan en nuestro compromiso diario. Unas palabras recortadas por la emoción, un aurresku, unas notas al txistu y la travesía ininterrumpida de esas aves, quizás grullas, que buscaban las rutas más cálidas. Mientras, abajo, entre nosotros, la fuerza de una comunidad cuyos códigos de simples son excepcionales: solidaridad, apoyo y confianza mutua.

Tenemos en la retina los flases de los GAL, las desapariciones de Lasa y Zabala, las cargas policiales (autonómicas) en ese mismo cementerio. Pero los GAL nacieron del mismo tronco, las cloacas del Estado, que unos años antes habían surgido otros grupos con siglas diferentes pero iguales intereses. El BVE fue la sigla más habitual de estos grupos, formados en su mayoría por mercenarios a sueldo, agentes de la policía o de los servicios secretos, y ultraderechistas.

También firmaron sus acciones como AAA (Alianza Apostólica Anticomunista), ATE (Antiterrorismo ETA) o ANE (Acción Nacional Española). Actuaron indistintamente en Ipar Euskal Herria y Hego Euskal Herria desde junio de 1975 hasta abril de 1981. Hasta hacía bien poco, todas esas acciones de «guerra sucia» se reivindicaban desde el Gobierno de Madrid. Pero España quería reconocimiento internacional y entrar en la Comunidad Europea. Por eso, «maquilló» sus formas.

El BVE cometió su primer atentado en junio de 1975 y lo fue contra Josu Urrutikoetxea, en Miarritze. Para quienes piensen que aquella época era una de las fases del Paleolítico habría que recordarles que Urrutikoetxea, gravemente enfermo, se encuentra 40 años después, encerrado en una mazmorra francesa. Tratado con la misma «délicatesse» cuatro décadas más tarde del que fue, no lo olviden, el primer atentado con coche bomba en Euskal Herria.

En la acción falleció el mercenario Marcel Cardona. Sólo en ese año, el BVE cometió en Ipar Euskal Herria más de veinte atentados. En algunos de ellos fueron detenidos policías españoles in fraganti. En los años siguientes el BVE o sus homólogos reivindicaron la muerte de veinticuatro personas en Hego Euskal Herria y de otras diez en Ipar Euskal Herria. En Ipar Euskal Herria murieron a manos de estos grupos parapoliciales: Eduardo Moreno, Agurtzane Arregi, José Miguel Beñaran, Enrique Álvarez, Jon Lopategi, nuestro Justo, José Miguel Etxeberria, José Camio, Jean Pierre Haramendi y Martín Sagardia.

Asimismo reivindicaron las de Martín Eizagirre y Aurelio Fernández, en París y Jokin Alfonso y Espe Arana en Caracas. En Hego Euskal Herria, el atentado más trágico fue el del bar Aldana de Alonsotegi, que causó la muerte a cuatro personas: Manuel Santacoloma, Pacífico Fika, Mari Paz Armiño y Liborio Arana. Otro atentado cruento fue el cometido contra la ikastola Iturriaga de Bilbo, y en el que fallecieron María Contreras, embarazada de nueve meses, Antonio Contreras y Anastasio Leal. En otros atentados cometidos en Hego Euskal Herria, también murieron David Salvador, Martín Merkelenaz, José Ramón Ansa, Tomás Alba, Carlos Saldise, Francisco Javier Ansa, Miguel Mari Arbelaiz, Luis Mari Elizondo, Joaquín Antimasbere, José Miguel Zubikarai, Yolanda González (Madrid), Felipe Sagarna, Juan Manuel Martínez, Iñaki Ibargutxi, María José Bravo, Ana Tere Berrueta y José Mari Etxebeste.

Bajamos de San Blas cuando la niebla se abría. En las alturas todavía resonaban los chillidos de varias bandadas de aves que continuaban su viaje, siguiendo un eterno rumbo, tal y como nosotros descendíamos al valle por las mismas rutas de siempre, arropados por el eco de los nuestros.






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