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viernes, 5 de enero de 2018

La Grotesca Inquisidora del 18/98

La liberación tras cumplir su draconiana condena del último preso del Macrosumario 18/98, Joxean Etxeberria, ha reavivado el debate acerca de los años de la guadaña represiva del régimen borbónico franquista en contra de la izquierda abertzale.

Los nombres de los jueces que se pusieron al servicio de esta desmedida y brutal campaña represiva montada por Madrid en contra del independentismo vasco es larga, pero en ella resaltan por mérito propio varios de ellos, empezando - no podía ser de otra manera - por el juez clown Baltasar Garzón y continuando con Fernando Grande-Marlaska, Félix Blázquez, Eloy Velasco, Ángela Murillo y a últimas fechas, Carmen Lamela.

Pues bien, con esta editorial, Gara nos recuerda quién fue la encargada de llevar las kafkianas acusaciones cocinadas por Baltasar Garzón hasta sus últimas consecuencias:


No podía haber hallado el Estado nadie mejor que Ángela Murillo para representarlo. La nómina de meritorios en la Audiencia Nacional siempre ha sido amplia, pero la hoy presidenta de la Sección Cuarta de la Sala de lo Penal, que en marzo dijo no creerse el desarme de ETA, vio en el juicio del 18/98 una oportunidad de promoción y se afanó en cumplir todo lo que se esperaba de ella.

Su recuerdo permanecerá indeleble para quienes asistieron a su festival de aspavientos, imprecaciones y salidas de tono. Pronto dejó clara su parcialidad, que a medida que transcurría la vista pasó de «manifiesta» a «escandalosa» en la escala de la defensa. Tan pronto limitaba el acceso de los abogados a los 100.000 folios de las diligencias previas, como permitía que un perito policial –valga el oxímoron– se desdijera después de admitir una prueba favorable a los representantes de “Egin”.

Así fue acumulando alabanzas de la caverna. Pero en una vista pública, con acceso a cámaras y micrófonos, alguien como Murillo es una mina, y en Euskal Herria la magistrada extremeña, desconocida hasta entonces, empezó a ser trending topic, ayudando involuntariamente a evidenciar el escándalo que suponía el juicio. Dicen que una imagen vale más que mil palabras, y aunque admitirlo es duro para quien escribió cientos de crónicas desde la Casa de Campo, cada vez que ella salía en la televisión haciendo una de las suyas el rechazo a aquel disparate crecía exponencialmente. Murillo hizo mucho para asentar la pésima imagen que la sociedad vasca tiene de la Justicia española y para ampliar las simpatías hacia sus víctimas.

Al Estado, sin embargo, este detalle no debió importarle. Al contrario, la jueza parece haber creado escuela, y si hace diez años podía representar una imagen grotesca del sistema, hoy su forma de actuar es norma. En 2017, España es como Ángela Murillo con todos aquellos que no se sienten partícipes de la unidad de destino en lo universal. Basta con oír y escuchar a los portavoces del Ejecutivo de Mariano Rajoy o a cualquier tertuliano de guardia: brocha gorda, sal gruesa, palo y tentetieso.

Lo mismo puede decirse del 18/98. Sentó precedente, y muchas cosas que están ocurriendo –en Catalunya, la Ley Mordaza...– no serían posibles si esa puerta no se hubiera abierto. Entonces muchos optaron por el silencio, pues al final no eran más que vascos...; y ahora la excepcionalidad, el derecho penal del enemigo, se ha extendido. La ventaja para sus nuevas víctimas es que diez años después sabemos que eso no es síntoma de fortaleza, sino de debilidad, y está condenado al fracaso.






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