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sábado, 24 de agosto de 2019

En las Costas de Groenlandia

Berrinche monumental por parte del CEO en jefe de Washington al enterarse que no todo está a la venta.

Pues bien, gracias a este reportaje dado a conocer por El Independiente llega a nosotros más información acerca de ese objeto del deseo llamado Groenlandia.

Lean por favor:


Los balleneros vascos y franceses dominaron la zona durante los siglos XVI y XVII y libraron grandes batallas en Islandia, Terranova y Groenlandia, un objeto de deseo recurrente para los presidentes de Estados Unidos

Miguel Riaño

La primera ministra de Dinamarca, Mette Frederiksen, confesó ayer su “sorpresa” y su “pesar” porque Donald Trump no visitará su país el próximo mes de septiembre, como estaba previsto. El presidente de Estados Unidos decidió cancelar el viaje tras comprobar, como él mismo anunció en sus redes sociales, que el gobierno danés no estaba abierto a negociar la venta de Groenlandia. Se confirmaban así dos cosas: que Trump está genuinamente interesado en adquirir el territorio ártico y que además creía tener opciones reales de conseguirlo.

Por extravagante que resulte su pretensión, Trump no es el primer dirigente internacional empeñado en hacerse con este terreno. Ni siquiera es el primer presidente norteamericano que persigue ese objetivo. Por su ubicación, su extensión y su interés estratégico, Groenlandia ha sido desde hace más de 150 años un recurrente objeto de deseo de los Estados Unidos. Tanto que en 1946 el demócrata Harry S. Truman ya intentó comprar legalmente el territorio, a cambio de 100 millones de dólares en oro -unos 1.200 millones de euros en la actualidad- y valorando incluir terrenos de Alaska en el intercambio.

Truman no tuvo éxito, pese a que el contexto histórico le era bastante más favorable que a Trump. Tras la invasión alemana de Dinamarca en 1940, durante la Segunda Guerra Mundial, Groenlandia quedó aislada como territorio libre dentro de un Estado ocupado. Una peculiaridad geográfica e histórica que llevó a las autoridades locales de la isla a erigirse como entidad libre y autónoma.

Lo cierto, sin embargo, es que hasta el final de la contienda Groenlandia fue un territorio controlado de facto por Estados Unidos, que lo utilizó en sus rutas de abastecimiento, en sus planificaciones militares, y que se movilizó política y logísticamente para garantizar el control y la protección de la vida en la isla.

Estados Unidos trató entonces de utilizar ese bagaje histórico a su favor, pero con Dinamarca de nuevo en pie Groenlandia continuó bajo su manto. Se frustraba la aspiración de Truman, viejísima. Tal y como recordaba esta semana la prensa norteamericana, ya en 1867 el Departamento de Estado de los EEUU reconocía la necesidad de ejecutar el movimiento en sus documentos oficiales: “Deberíamos comprar Islandia y Groenlandia, especialmente la segunda. Las razones son políticas y comerciales”.

Una historia de piratas

La antigüedad de las fechas, sin embargo, palidece frente a la larga ristra de colonizaciones, intereses y batallas que marcan la historia de Groenlandia. Un relato que arranca antes del año 1.000, con las primeras expediciones noruegas de Erik El Rojo, y se extiende durante más de medio milenio para acabar en manos danesas tras la fusión de ambos territorios nórdicos, en 1536. Noruega se distanció paulatinamente de sus antiguas posesiones coloniales -discutidas por la población local, como en el caso de Groenlandia-, y acabó renunciando a ellas tras la separación en 1814.

Entre medias habían pasado muchas cosas. La mayoría marcadas por el atractivo estratégico de la enorme isla, hoy marcado por sus reservas de gas, petróleo y de tierras raras, pero también por su ubicación, en plena ruta aérea entre Estados Unidos y Europa y en el corazón del Ártico, región que se considera clave para la geoestrategia del próximo tiempo.

Muchos siglos atrás, sin embargo, su ubicación era igualmente decisiva para otro lucrativo negocio: la caza de ballenas en la que sobresalieron y dominaron los marineros vascos de la Edad Moderna. Aventureros capaces de adentrarse en aguas recónditas, peligrosas y prácticamente inexploradas. Eran héroes pesqueros, que 30 años después de que Cristóbal Colón diese por error con Centroamérica ya pedían faenar en Terranova (hoy Canadá) a la caza de cetáceos.

Estas distancias, enormes hoy, eran abismales entonces. Pero los balleneros vascos no parecían especialmente acongojados por ellas. Es célebre el documento, datado en 1526 y que consta en los Registros Gascones de Bayona (Francia), en el que el marino Barthélemy de Montauser pedía al Consejo de la Ciudad permiso para embarcar cuatro barricas de sidra, para su consumo, para ir a pescar “si Dios quiere” a las “Terres Nabes“, como recoge Pierre Rectoran en el enciclopédico libro Los piratas vascos: corsarios, bucaneros y filibusteros (2017). Cuatro barricas de sidra, suficiente combustible para cruzar medio mundo.

Es una especulación recurrente la presencia de pescadores vascos y franceses en Terranova antes de que Colón llegase a América, aunque de esas aventuras precolombinas hay más leyendas que pruebas.

Coursic y Arizmendi, gloria y muerte

De la actividad ballenera en el Atlántico Norte durante los siglos siguientes sin embargo hay documentación extensa. Y en esos viajes hacia las tierras heladas que hoy domina Canadá, Groenlandia e Islandia eran una parada habitual y necesaria para los marinos, que eran tan buenos pescadores en tiempos de paz como corsarios y piratas en tiempos de guerra.

Del País Vasco salieron héroes y descubridores españoles como Blas de Lezo, Juan Sebastián Elcano, Alonso de Salazar, Cosme Churruca…aunque otros tantos faenaron, abordaron y usaron sus patentes de corso en favor de la corona francesa. Eran oriundos de Bayona, San Juan de Luz, Ciboure, Biarritz, Capbreton…

Quizá el más famoso de todos fue Joanes de Suhigaraychipi, conocido por su mote Coursic –El pequeño corsario-, que durante décadas se convirtió en pesadilla de españoles y holandeses. De ellos capturó cientos de marinos mercantes que transportaba metódicamente a San Juan de Luz. Como recoge Rectoran, el duque de Gramont, autoridad local, terminó por escribir a Luis XIV para confiarle que, gracias a las capturas de Coursic, en 1691 se podía “llegar de la casa en que Su Majestad se hospedó en San Juan de Luz hasta Ciboure, a través de los puentes de todos los navíos amarrados unos a otros”.

Dos años después, Coursic partió hacia Groenlandia acompañado por otro vasco-francés, Luis de Arizmendi (Bayona), y dos capitanes bretones. Tenían la misión de expulsar de aquel territorio a los balleneros holandeses, que comenzaban a monopolizar la caza en la zona.

Coursic a bordo del Aigle, y Arizmendi del Favori, pelearon durante horas para acabar capturando a más de 28 navíos holandeses, quemando y hundiendo los demás. La batalla, un clásico de la piratería de la época, se libró en el Mar de Groenlandia a una longitud superior a 81º, en pleno Ártico entre las costa oriental de Groenlandia y la isla de Spitzberg.

Matar vascos fue legal en Islandia durante 400 años

Una hazaña que fortificaba la ascendencia vasca sobre la zona. Hasta el punto de que cuando se produjo la batalla, en 1693, ya hacía 78 años que Islandia había aprobado la orden que permitía asesinar vascos a discreción.

La ley, que no se derogó oficialmente hasta abril de 2015 en un acto al que acudieron el diputado general de Gipúzcoa, Martín Garitano, y el ministro de Educación islandés, Illugi Gunnarson, dio pie a la recordada Matanza de los Españoles: el asesinato en masa de 32 balleneros vascos que naufragaron en las costas del noroeste islandés y fueron acusados de pillaje y fechorías en las poblaciones en las que se asentaron tras el accidente.

Coursic, Arizmendi y otros tantos siguieron navegando durante décadas hasta Groenlandia, esquivando Islandia por su propio bienestar, pero estableciendo la enorme isla danesa como puerto de referencia en sus faenas y batallas en Terranova. Precisamente allí, donde quería llegar Montauser con cuatro barricas de sidra, acabó muriendo Coursic un año después de su gesta en la costa opuesta de la isla helada, cuando atacaba un puerto canadiense. Falleció en el Aigle, hundido y destrozado, remolcado por Arizmendi, mientras otros dos capitanes huían en canoa hacia el hielo: Azpilicueta, de Hendaya; y Echéverri, de Bidart.






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