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sábado, 24 de agosto de 2019

Un Patriotismo de las Personas

Les invitamos a leer este interesante texto dado a conocer en las páginas de Noticias de Gipuzkoa:


Borja Irizar Acillona

Benito Mussolini se presentaba al mundo como heredero de Augusto, César del imperio Romano, y a su nuevo movimiento, denominado por él mismo como “Fascismo”, como una forma natural de continuación del mismo. El fascismo entendía que el imperio romano fue la máxima expresión de civilización, orden y desarrollo social jamás habida. La legitimidad del fascismo y la del Estado italiano se instalaban en un pasado glorioso e indiscutiblemente unido al poder fáctico. Una legitimidad sustentada en la creencia de ser herederos legítimos del Estado romano. Qué locura, ¿Verdad?

Quizá nos lo parezca, pero es, en diversas versiones, lo que todos los Estados, reinos, señores, reyes y reinas han hecho desde el principio de los tiempos. Cada una de las formas de gobierno de una sociedad, salvo contadas excepciones en América, se ha creado sobre la legitimación de un pasado “reeditado” a medida de las necesidades de quien busca legitimarse. Un pasado como parte de una continuidad, que en su existencia, legitima el presente del objeto político. Los Visigodos se legitimaron en el poder romano en la península ibérica. Los reyes astures se decían directamente herederos de los Godos. Incluso el fuero Navarro contiene pasajes sobre áreas perdidas de “Espaynna” a manos de los invasores norteafricanos, de forma, que se legitimase su conquista militar. Los reyes de Castilla se decían herederos de los astures. Cualquier reyezuelo, noble o señor buscaba la más recóndita relación de parentesco para poder dominar un territorio de forma legítima.

El Estado español creado en el siglo XIX se legitimaba en la existencia previa de los reinos peninsulares, que realmente había destruido para poder existir como tal. Legitimarse, no es sólo erigirse en heredero legítimo de las instituciones políticas, sino tomar su historia, sus hazañas, héroes y memoria como propios. Creando con todo ello una continuidad artificial, que no existe en la realidad, pero sí en el relato oficialista y en las verdades sociales. No deja de ser curioso el adueñarse de una historia, que se hizo historia, en un sistema político que estás aboliendo.

Hablábamos de un pasado “reeditado”, porque la legitimación pasa por utilizar y tergiversar las partes del pasado que convienen, como forma de convertir en un proceso natural, la creación de una entidad política nueva. La historia es subjetiva, tanto, que su utilización pretende presentar el presente como algo que “siempre” ha existido. España o mejor dicho sus reinos y señoríos, pasaron en el siglo XIX a ser un Estado unitario con una lengua oficial y una preeminencia del derecho e instituciones de Castilla, sobre las forales o las del reino de Aragón. Eso hoy es concebido de forma subjetiva como un proceso natural, sin embargo, ¿cuánto más natural hubiese sido un Estado confederal con sitio para todas las lenguas e instituciones del momento?

Los territorios forales y el reino de Navarra, son una prueba viva de tal afirmación. Leyendo la historia con todas las fuentes a nuestro alcance y de forma objetiva, no hay manera de aceptar la idea, de que los vascos, en general (permítanme la licencia de llamar vascos a navarros, alaveses, vizcainos y guipuzcoanos), hayan aceptado, jamás, la desaparición de los fueros, la conversión de Navarra, de un reino a una provincia española, la cesión de los tribunales de justicia forales, las aduanas o el pase foral. Ocurre, que tras la imposición política (decreto) y/o bélica (bayoneta) de una nueva situación institucional, como la que se produjo en el siglo XIX con la abolición foral, y una vez las aguas amainen y las encendidas pasiones se apaguen, es menester, de quien tiene el poder, forzar, en el momento oportuno, el refrendo “democrático” de la nueva situación. Obligando, al sujeto político minorizado en sus libertades, los ciudadanos vascos por ejemplo, a elegir entre el status quo impuesto, o el caos. Una sopa fría, cocinada con el decreto en una mano y la bayoneta en la otra, pasa a ser nuestro menú del día, por el que, poco menos que tenemos que dar las gracias, porque claro ¡Lo hemos elegido!

Sin pasado legitimante, no hay sustento que obligue a una parte de los ciudadanos, que se reconocen en nación, a aceptar el sometimiento a las instituciones de otra parte. Ahí, radica la importancia de legitimar la construcción institucional, en otra construcción que le precede. Una que por derecho “histórico” ejerce un poder coercitivo sobre la población y tiene una territorialidad que demuestra como propia. Es sorprendente, que en el siglo XXI, todavía, las sociedades no hayamos podido crear otro supuesto legitimante. Uno distinto a la interpretación, hecha por quien ostenta el poder, parcial, selectiva y adulterada de la historia. Si algún Estado español podría ser legítimo en una visión tomada de la historia, es aquel, que de forma confederal abarque a cada territorio con sus diferencias y libertades en un proyecto basado en la libre adhesión.

Sobre esta forma de legitimación se crea un patriotismo, que no es en realidad sino una forma de nacionalismo oficialista. El mismo reproduce todos los componentes de exaltación creados para la legitimación del Estado. Se exalta a personajes, elevados a la categoría de héroes, en una versión idealizada de su desempeño. Se presenta una selección de hechos históricos, en una forma de presentismo, con el fin de crear una continuidad de sentimientos. Dibujando a los personajes del siglo XVI inmersos en una empresa eterna, ejecutando acciones que forman nuestros intereses presentes, que de alguna manera debían ver con su particular bola de cristal. Se institucionalizan símbolos elevados a la categoría de ser “de todos”. Les contaré un secreto que ya saben, y es que cuando algo, se debe recordar muchas veces que es “de todos”, es porque es de unos. Pero sobre todo, este patriotismo trata de deslegitimar cualquier otra visión de la historia, de la forma que sea necesaria. Realmente es porque tiene miedo a que exista otro ente, creado a imagen suya con una interpretación divergente de los mismos hechos.

Los vascos no deberíamos crear un patriotismo legitimado en un momento histórico anterior. No como base de un orden institucional, sino partiendo de la concepción de nuestro presente, como el momento más evolucionado y perfecto de nuestra construcción social. Y de esta construcción, situar en un peldaño más alto de nuestro progreso, la necesidad de contar con elementos de Estado para defenderla. Nunca hemos tenido una sociedad mejor, aunque a veces queramos idealizar momentos del pasado que disfrutaban de un orden político de mayor soberanía. Nunca la sociedad que ha vivido esos momentos históricos, ni sus valores, han sido mejores que los actuales.

Bien podríamos los vascos, fundar un patriotismo historicista sobre esa parte de la historia que nos compete. Hacer nuestro el propio nombre de España, y reclamar para nosotros la memoria histórica de sus reinos. Pues no ha habido, quien en tan pequeño territorio haya supuesto mayor ingenio y derroche. Pero esa España, la de los Churruca o Lezo, fue arrancada de nosotros, junto con nuestra foralidad y nuestras libertades. Siendo secuestradas con ellas, todas las valerosas empresas de aquellos vascos, que no hubiesen hecho sino pelear a muerte por nuestros fueros. Para qué rebuscar en el pasado, en la historia, si hemos construido una sociedad que no la necesita.

La historia es caprichosa y se tiende a minimizar los elementos que actúan en contra de nuestro credo o simplemente evitarlos. Nunca sabremos qué opinaba realmente, quien creemos que actuaba, en pro de unos intereses, que hoy, nos parecen “buenos”, dado nuestra ideal político. No sabemos las circunstancias de todas y cada una de las decisiones, ni podemos dar por buena la forma de la historia escrita por los vencedores, que está repleta, siempre, de omisiones interesadas.

Es la sociedad vasca actual la que debe desarrollar el Estado. No haciéndolo producto de la legitimación rebuscada en la historia. No como un proceso de continuidad de un régimen anterior, rescatado y repuesto, y como tal, impuesto a la sociedad. Sería legítimo, pero no deberíamos aspirar a reeditar Nabarra (sí con b), su reino, ni Vasconia y su poderoso ducado, sino una creación nueva, confederal y basada en la libre adhesión. Producto y afirmación de la madurez social y de nuestro convencimiento de ser la única forma de progreso posible.

No hay otra manera de que una sociedad prolongue sus valores, sino institucionalizándolos. La sociedad vasca debe converger en la necesidad de crear elementos de Estado como producto de su presente y para servir a su presente. No para rendir pleitesía su pasado. Nuestra nación no tiene que apoyarse en su caldo histórico. Es un ser vivo, que juntos vivimos cada día, y que hacemos mejor, cuando mostramos e inculcamos valores como la tolerancia, el respeto a la diversidad y la unión en defensa de nuestras libertades. Una sociedad de iguales unida en la diversidad, que defiende sus libertades y camina junta en su restauración plena.

Si podemos definir así nuestra nación, como una sociedad diversa unida que se reconoce a sí misma como tal. Nuestro Estado no necesita legitimarse en nada más, que nuestra determinación. Impulsada desde la madurez social de los hombres y mujeres que saben, que sin soberanía, la nuestra, la debida, no hay sino un futuro de más sopa fría, decretos, sentencias del TC y sumisión a otro poder.

Debemos entender nuestro patriotismo como un patriotismo social. Un patriotismo construido sobre la sociedad, sobre sus valores y consensos. Sobre la legitimación de su determinación individual y colectiva. Sobre el inconformismo con la situación actual. Un patriotismo que nada tiene que ver con el español, de corte historicista. Un patriotismo de las personas, de sus convencimientos y determinaciones, de sus creaciones presentes. Un patriotismo social vasco.






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