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domingo, 19 de octubre de 2014

Egaña | Real Sociedad

Desde Gara traemos a ustedes este texto con un título un tanto cuanto engañoso por si usted es aficionado al futbol.

Lean ustedes:


Iñaki Egaña | Historiador

No quiero confundir con el título, pero la verdad es que no he encontrado, y mira que he dado vueltas, otro más apropiado. A quienes se acerquen a estas líneas esperando descubrir una reflexión futbolística sobre el equipo donostiarra no les voy a pedir que abandonen la lectura de este artículo. Sería un atentado a la inteligencia pensar que a los futboleros no les interesan otros temas al margen del propio del balón.

Aviso, sin embargo, del contenido. Nada que ver con 22 jugadores, cuatro árbitros y esa parafernalia a veces asfixiante, por tanto abominable, que envuelve a lo que una vez Eduardo Galeano definió como el «circo romano moderno de Occidente». No voy a hacer leña. Únicamente uno de la veintena de jugadores que abandonó nuestro país en 1937 con la llamada Selección de Euskadi pudo regresar a casa durante el franquismo. Por eso, el respeto.

Voy a tratar de reflexionar, en cambio, y lo avanzo para no caer atrapado en las redes de la portería con la que se sublima este deporte, sobre una sociedad, la vasca, prendida entre la dicotomía de la ficción y la realidad. Una sociedad, en la que me incluyo por razones políticas y emocionales, que se mece entre la realidad y el deseo. De ahí el título: Real... sociedad. Sociedad real.

Construimos escenarios ficticios, como defensa y también como empuje, que nos alejan de esa telaraña real que tejen poco más de tres millones de hombres y mujeres que hoy se ajustan en ese espacio natural que nombramos Euskal Herria. Un grupo humano traspasado por multitud de encajes, algunos antagónicos, otros casi cercanos a la tribu de nuestros antepasados.

Los mimbres históricos ofrecen una parte de la cohesión argumental para un proyecto de futuro. Pero nada más. La Euskal Herria humana del siglo XXI está tan alejada de la del siglo XX, por ejemplo, como la de aquellos que enterraban en los cromlech de Sohandi a los suyos, mientras que en otras partes del país enjuagaban los pies de las estatuas de una supuesta virgen llamada María, importada de Palestina. Quiero decir, conviven sociedades dentro de las mismas, en el tiempo y en la actualidad. La cohesión entre ellas, por lo general, una quimera.

Nuestra generación se alimentó de símbolos y acontecimientos. Las baladas de Benito Lertxundi nos descubrieron la aparente melancolía de Zuberoa, los poemas de Telesforo Monzón la dignidad de la lucha, «lepoan hartu eta segi aurrera». La letra de Mixel Labeguerie nos convenció de que éramos una nueva generación para liberar a nuestro pueblo, «arrotzez betetzea da Euskadi guztia». Aquello nos revolvió. Patxi Saiz nos lo recordaba hace bien poco con unos viejos bertsos: «bai nekian, oraino ordian, zer zen amaren beharra».

Y acontecimientos, sobre todo acontecimientos. Eso que Slavoj Zizek llama «noción anfibia con más de cincuenta tonos de gris». La Marcha de la Libertad, la huelga irrepetible de Bandas de Etxabarri, la muerte irreverente de Carrero, la masacre sangrienta del 3 de Marzo. Txiki, Otaegi, Argala... la mítica del irreduccionismo.

Cuando llegaron los hijos, descubrimos los recodos maravillosos de su infancia y con ellos, los de nuestro país. Aquella serie de reportajes aglutinados en «La mirada mágica», que aún repite la cuarta cadena de la televisión autonómica vasca en las madrugadas sin programación, alimentaron nuestro espíritu y contribuyeron a fabricar ese país que amamos y sufrimos, al estilo que lo habían hecho Francisco Ulacia, Félix Urabayen o Jorge Oteiza.

«Un país de ensueño», llegué a titular yo mismo hace más de una década en la introducción de un libro encargado por un editor parisino con el propósito confesado de promocionar el turismo. Descubrí, en la tarea previa a la confección de mi texto, la existencia de una heredad a la entrada de Baiona, con el nombre de Paraíso. El pasado nos avalaba.

Hace unas semanas, la Diputación de Gipuzkoa recibía el trabajo encargado a la empresa Aztiker y a la Universidad del País Vasco sobre la identidad política, cultural y lingüística de Euskal Herria. Realizada en los siete territorios. Fue un golpe de realismo. No sorprendía.

Asiduo a los informes de Gaindegia, observatorio para el desarrollo socio-económico de Euskal Herria, el trabajo de Aztiker no me ha pillado por sorpresa. Gaindegia, una de las mejores herramientas para comprender realmente nuestro país, lleva ya unos cuantos años presentando el tejido social, económico e incluso cultural de nuestro país. Sin poesía, ni letras sostenidas por pentagramas irisados.

Vivimos en una sociedad multicultural, según Aztiker. Multisocial según Gaindegia, mucho más de lo que nos sugiere nuestro pasado y presente combativo. Una sociedad traspasada también por todos los males que provoca el monopolio económico e intelectual, la postmodernidad en su sentido más peyorativo, el individualismo, el capitalismo cognitivo.

No hay que escarbar demasiado en mi ciudad, Donostia, como en otras, para conocer las estrellas tanto simbólicas como reales de nuestra época. Convertida los sábados en parque del consumismo, erosionada urbanamente por el avance de las multinacionales, contaminada por efectos hollywoodienses en las formas. No es el espacio, inocuo sin pulsaciones, sino las gentes lo que lo hacen de una u otra manera. Inducidos, sin duda.

Esta sociedad vasca de la que tres de cada cuatro trabajadores pertenece al sector terciario (servicios) con su incidencia en el PIB (63,3%), de la que uno de cada cinco tiene más de 65 años, de la que uno de cada cinco comenzó a manejar dinero en euros, sin haber conocido ni la peseta ni el franco. Una sociedad vasca, pueblo vasco que decíamos, de la que uno de cada diez habitantes proviene del Magreb o de Latinoamérica, uno de cada cinco de Francia o España. Que amplía estos porcentajes de manera escandalosa si nos referimos particularmente a la Ribera navarra o al BAB.

Tenemos el índice más bajo de Europa en natalidad y el más alto en esperanza de vida. Cerca del 10% de la superficie que pisamos es artificial, convertida en cemento, mientras que las grandes superficies nos traspasan el modelo consumista norteamericano y, por extensión, sus derivaciones analógicas.

Un grupo humano sostenido en nuestro imaginario colectivo por arrantzales y baserritarras, que hoy apenas superan el 1% de la clase trabajadora en el conjunto del país, pero que llegan al 25% en Baxenafarroa y Zuberoa. Un colectivo de autónomos (¿pertenecen al concepto que forjamos hace tiempo de clase obrera?) que agrupa a 220.000 hombres y mujeres. ¿Son los parados, 240.000, parte de esa clase que forjó el mito de nuestra vanguardia?

Hace medio siglo, la clase obrera vasca, que alimentó desde la V Asamblea de ETA el debate sobre la dirección en el asalto al Palacio de Invierno, que llenó de pasión el concepto PTV (Pueblo Trabajador Vasco), era el 55% del conjunto. Hoy no llega al 30%, incluidos los parados. Los índices de pobreza y marginalidad, con incidencia especial en migrantes y mujeres, el paro entre la juventud, la economía sumergida consiguiente... ahondan en un cambio estructural de gran magnitud.

Manifestamos nuestro legítimo deseo de no ser ni españoles ni franceses, pero seguimos invirtiendo en I+D como si fuéramos un país subdesarrollado, al igual que en gasto social. Nuestros niveles de lectura nos equiparan a los madrileños, los de consumo de Ricard a los bearneses. La universidad, punta de lanza de nuestro proyecto, fracasa dando lugar a la existencia de decenas de asociaciones que deben suplir su cometido.

No pretendo inducir al desasosiego, ni decorar un sentimiento de derrota que no poseo. Nuestra generación vivió en un entorno también agresivo. El mito se encargó de edulcorarlo. Lo dijo Martín Ugalde cuando el PNV le envió de Venezuela a reorganizar su partido: «No hay nada que hacer. La penetración española es total». Y, sin embargo, el vuelco se produjo.

Hoy necesitamos de nuevas reflexiones en torno a estas y otras cuestiones que he planteado. La ficción social y política conduce al gueto. A la derecha le salva su apoyo mediático, su retaguardia cuartelera. A nosotros, convencidos de nuestra vocación transformadora, nos salva el espíritu de lucha, recogiendo el testigo, como es obvio. Tenemos la obligación de ahondar en los mimbres con los que contamos para convertirnos en la alternativa, no en una más.






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