Un blog desde la diáspora y para la diáspora

viernes, 2 de febrero de 2018

Egaña | Made in Basque Country

Iñaki Iriondo nos acaba de recordar la ordalía vivida por Juan José Ibarretxe cuando se atrevió a desafiar a la metropolí con su consulta... conviene recordar qué vascos están detrás de quienes desde su propio partido le vendieron por treinta monedas de plata. Agradecemos a Iñaki Egaña por mantener viva la memoria y marcar el norte a quienes trabajan por la auténtica emancipación de Euskal Herria.

Aquí el texto publicado en su cuenta de Facebook:


Iñaki Egaña

Eran buena gente, amables, normales y corrientes, y vivían en una casita blanca en una calle enfilada de árboles junto a otras mansiones también blancas. El abuelo había fallecido el año anterior de una enfermedad pulmonar que le atacó traicioneramente. La abuela mantuvo el duelo unos días hasta que todos los vecinos del barrio pasaron por la casita blanca. Una mañana secó sus últimas lágrimas y continuó la vida como si nada hubiera sucedido.

El padre era un hombre alto y delgado que apenas hablaba delante de los suyos, frente amplia y calva naciente. Su esposa le preparaba una papilla sin grumos, bien azucarada y un café cargado por la mañana. Salía después hacia la oficina del censo que el Ayuntamiento de la población mantenía apenas a medio kilómetro de su casa, después de besar uno a uno a sus hijos. Primero a los cuatro niños y luego a las dos niñas, que habían llegado por orden de género cronológico, como si la naturaleza hubiera descubierto demasiado tarde la falta de olores femeninos jóvenes en la mansión.
Las dos niñas aún permanecían en casa con la madre. Poco después de que el padre partiese hacia la oficina municipal, los cuatro hijos andaban hacia la escuela. Como la oficina del censo, tampoco estaba la escuela lejos de la casita blanca. Los niños arrastraban los pies desnudos por la calle una vez asfaltada, mientras sus gritos amenizaban y entretenían al barrio.

El sol ya colmaba las calles, entrando a partir del este, desde donde se había desperezado provocando un amanecer amarillo y polvoriento. Durante esa semana, un grupo de cuervos, no tan negros como su condición marcaba, había osado descender para hacerse con los restos de un saco de cereales deslizado desde un carro tirado por un burro exhausto que antes de la alborada había cruzado el arrabal.

Al mediodía, cuando el calor se hacía insoportable y la sombra adquiría el precio de una onza de oro en el mercado internacional, los jóvenes estudiantes retornaban a sus casas, cruzaban bajo el dintel de las puertas atrancadas con gruesas cortinas de esparto y se escondían al fondo de la cocina, aún humeante, antes de sorber con parsimonia un vaso de agua.

Los niños se sentaban en torno a la mesa, la abuela les arrimaba los platos, la madre los colmaba. Pero antes rezaban una oración que sabían ya de memoria. Tenían la costumbre de cerrar los párpados, hábito que adquirían con el paso del tiempo. Los más pequeños aprovechaban para buscar alrededor alguna razón que hiciera necesario entornar la mirada. Y cuando les llegaba la edad, sin haberla descubierto, seguían instintivamente el camino de sus padres.

De noche se agolpaban, casi sin espacio. La abuela viuda conservaba su soledad en la misma habitación que compartió con su marido. Las niñas pequeñas dormían junto a sus padres y los cuatro muchachos en la tercera de las estancias, repartiendo secretos, que los mayores dosificaban. Eran los últimos en ser atrapados por el sueño.

Eran buena gente los de la casita blanca. Repetían lo que habían hecho sus antepasados durante décadas. Nacer, arropar a los suyos, trabajar y aprovechar los escasos instantes de ocio para mantener en forma los lazos familiares. Veían la televisión en grupo, reían a carcajadas las ocurrencias de los programas graciosos y lloraban cuando los personajes de sus telenovelas favoritas se deslizaban hacia la tristeza.

Hasta que apenas hace unas pocas semanas, la casita blanca de la familia amable, normal y corriente, fue destruida en un bombardeo de la aviación de Arabia Saudí. El padre, como todas las mañanas, había salido hacia la oficina del censo, cuando oyó el rugido de los pájaros de acero. Sin tiempo para tomar una determinación, escuchó despavorido el sonido de una bomba que explotaba tras de sí. Comprendió de inmediato que el blanco había sido su casa y que las víctimas serían su madre, su esposa, sus cuatro hijos y sus dos niñas. Sólo la idea le enloqueció.

La calle era una inmensa nube de polvo. Recogido en la entrada de una vivienda cercana a la oficina municipal, escuchó el estampido de otras explosiones. En su ciudad. En Taiz, al borde del Mar Rojo, donde habían nacido sus padres, sus abuelos y los padres de sus abuelos hasta que la memoria se perdía en los tiempos de Turan-Shah, el hermano mayor de Saladino.

Los escombros de la que una vez fue la casita blanca del barrio al suroeste de Taiz ocultaron los cadáveres de la familia. Los bomberos fueron rescatando sus cuerpos uno a uno. Ningún aliento de vida entre los cascotes. La emisora de radio repitió incansablemente durante todo el día que los muertos eran 54, que la cifra no era definitiva y que desgraciadamente aumentaría en las próximas horas. Que había un alto número de niños entre los fallecidos, entre ellos los seis de la casita blanca.

La notica del bombardeo de Taiz apenas inquietó a las agencias europeas. Medios alternativos difundieron por las redes sociales algunas de las fotografías del desplome de la casita blanca de gente normal, añadiendo que varios niños habían fallecido como consecuencia del bombardeo. Entre los restos y los escombros, una de las fotografías certificaba una imagen sorprendente: un cascote metálico, procedente probablemente de uno de los artefactos que cayó en la vivienda, en el que se podía leer diáfanamente la leyenda “Made in Basque Country” (Fabricado en el País Vasco).

Nadie se escandalizó por semejante revelación.

La venta de ingenios militares, explosivos, drones con fines bélicos, granadas de mortero, municiones y armas cortas y largas con destino a una de las dictaduras más feroces del planeta, Arabia Saudí, es uno de los negocios más pujantes de la industria armamentística vasca. Los centenares de millones de euros en venta y beneficios sirven para equilibrar la balanza de pagos, para elevar el PIB y, sobre todo, para exportar esa idea general de que la economía vasca sobrevive en gran parte gracias al “instinto empresarial exportador”.

Unas cien empresas armamentísticas vascas nutren sus bolsillos con la venta de sus productos. Sepa y Sener son las más conocidas, en ese ramillete avalado por la llamada Banca Armada, las principales entidades bancarias de nuestro país, comenzando por el BBVA, que financian sus cosechas bélicas. El puerto de Bilbo, con más de 300 contenedores de explosivos que salieron de sus naves el año pasado, es la puerta abierta para que el proceso tenga su continuidad.

Esos niños sin nombre, que fallecieron en el bombardeo de Taiz, al borde del Mar Rojo, ese padre que enloqueció ante los cadáveres de sus hijos, ese olvido de aquellos ciudadanos de quinta categoría, ese peregrinaje eterno en defensa de la vida y en contra de la guerra, contrasta con la hipocresía de una clase social vasca que niega la mayor (Urkullu acaba de decir que las únicas armas que venden las cien industrias vascas del ramo son de caza). Si las víctimas de la casita blanca de Taiz hubieran nacido y criado en Neguri, el luto sería perpetuo.

Participes de una especie única y singular, me es extraordinariamente doloroso recibir estas noticas lastradas por el silencio, donde los unos ponen a sus muertos y los otros el negocio empresarial, los unos padecen en silencio sin llegar comprender expresiones como “suelo ético” o “el bien supremo de la paz” y los otros, compatriotas míos, las bombas que los achicharran.

Me duele sobremanera el escaso interés que ponemos en esta matanza sostenida de civiles con el vergonzoso label “Made in Basque Country”, un apellido utilizado como tantos otros para “normalizar” nuestra sociedad, para demostrar que podemos ser tan crueles como el que más. Con el añadido de ese plus de falsedad que sirve para maquillar una forma de hacer política bien lejana de lo que deberían ser los principios éticos y morales de una civilización como la nuestra, cargada de expresiones en otros aspectos solidarias, responsables y revolucionarias.






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