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sábado, 24 de febrero de 2018

La Dispersión y la Tercera Edad

Ahora que los franquiciatarios politicoides vascongados están taaaaaaaan preocupados por el asunto de los ongi etorris a los presos políticos que salen de prisión tras haber cancelado su deuda con la sociedad - cualquiera que esta haya sido - sobradamente, les dedicamos esta editorial de Naiz en la que se expone otro de los dramas cotidianos que tienen que vivir y sufrir día a día centenares de familias vascas atrapadas en la vorágine vengativa de un régimen arcaico y anacrónicamente colonialista:


Casi todas las culturas del mundo respetan el dolor que la muerte provoca y esta constatación hace especialmente graves algunas situaciones frecuentes para los presos vascos. Cuando en 2004 Karmele Solaguren murió camino de prisión, a su hijo Ekain Gerra lo llevaron al cementerio de Iruñea entre empujones e insultos. Tres años después fue Nati Junco quien perdió la vida por el alejamiento; iba a ver al compañero de su hija, Unai González, a quien ni siquiera se permitió acudir al sepelio. Luego han cambiado los tiempos, pero no la inhumanidad carcelaria; en 2015, a Unai Bilbao se le denegó dos veces despedirse de su madre, y cuando al fin se le autorizó fue demasiado tarde, ella murió habiendo visto a su hijo preso solamente dos veces en cuatro años.

Estas realidades resultan tan habituales que a menudo ni siquiera han sido noticia. Como ocurrió con los «niños de la mochila», Etxerat ha decidido darles la visibilidad que merecen y necesitan. Ayer informó de que Lurdes Arronategi y Pili García acaban de fallecer sin poder despedirse de sus hijos, presos a una distancia muy poco accesible para su edad y su salud. Hay detalles que delatan la planificación estratégica de este pisoteo a los derechos humanos; por ejemplo, a quienes no están en condiciones de viajar se les ofrece cambiar las visitas semanales de 40 minutos por otra de apenas 60 cada mucho tiempo («varios años») y con presencia policial. ¿Quién y qué gana con tan obsceno ejercicio de crueldad?

La legislación europea preserva el derecho a la vida familiar para las personas presas. Es sarcástico que el primer recurso vasco a Europa contra la dispersión fuera rechazado alegando que el prisionero en cuestión recibía visitas habituales de sus familiares. Ello crea una trampa diabólica para las familias; si no viajan, están siendo victimizadas por el alejamiento; y si lo hacen, también, porque ello sirve de excusa para perpetuar la lacra. Una espiral perversa que requiere soluciones políticas y sin dilación.






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