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domingo, 9 de mayo de 2021

El 'Ama Begoñakoa'

Euskal Herria no se puede entender sin su profundo vínculo con el mar.

Desde los primeros balleneros en las costas del Norte de América hasta navegantes como Juan Sebastián Elcano, llegando hasta el sacrificio heroico en Cabo Matxitxako, la historia del pueblo vasco ha estado bañada en agua salada.

Para muestra de ello, este reportaje dado a conocer en las páginas de Deia:


Almas de marino

El 'Ama Begoñakoa' fue la materialización del sueño de Ramón de la Sota de contar con un buque escuela que formara a marineros vascos. Tomás Undabarrena fue el capitán de aquel velero que cubrió tres grandes singladuras

Eduardo Araujo

El capitán Undabarrena respiró aliviado al ver que la última de las estachas que mantenía su buque unido a tierra era arrojada al agua e izada a bordo. Bajo sus pies, la Ama Begoñakoa emitió una vibración, una especie de gruñido de baja frecuencia, apenas audible, en el mismo primitivo lenguaje que hubiese empleado un gran cetáceo satisfecho.

Cruzó una mirada con Natalio de Larrekoetxea, que a unas decenas de metros supervisaba la maniobra, y ambos dejaron escapar una media sonrisa de complicidad: "¡Libre!", gritó el oficial, llevándose la mano a la boca a modo de bocina, por la fuerza de la costumbre, aunque su voz se escuchase perfectamente a aquella hora temprana, sin viento ni bramido de tempestad que la apagase.

Everano había llegado también a las frías aguas del Clyde y la industriosa ciudad de Glasgow comenzaba a disfrutar del fresco estío escocés. Dumbarton Rock quedaba ya por la aleta de babor, siendo las altas grúas de los astilleros Arch Mc. Millan & Son Ltd. las últimas en desaparecer de la vista. Tomás Undabarrena esperó a ver la proa de la hermosa embarcación doblar los bajos y alcanzar el canal principal para dejar escapar su imaginación: la mente del marino volaba muchas millas por delante, anticipándose a las jornadas que seguirían, e incluso era capaz de sentir ya en las entrañas el bamboleo de las cortas pero rabiosas olas del mar de Irlanda e, infinitamente más lejanas, las del temido cabo de Hornos, el Fin del Mundo.

La Ama Begoñakoa era un buque escuela y la primera lección que se había propuesto enseñar a su tripulación de veinte jovencísimos cadetes –futuros oficiales y capitanes de la marina mercante vasca– iba a tener como escenario el último y más salvaje confín habitado del planeta: Glasgow-San Francisco, más de 7.500 millas (13.890 kilómetros), con escala en Bilbao. "Yo le doy un mando y veinte muchachos. Devuélvame usted veinte marinos", le había dicho don Ramón de la Sota mientras estrechaba su mano al despedirse. No era la primera vez que Undabarrena sentía la responsabilidad de llevar una carga de un lado al otro del océano, sin embargo, al recibir el sólido apretón de manos, comprendió que lo que custodiaría en aquel viaje era el bien más preciado que jamás podría transportar buque alguno: el sueño de futuro de veinte jóvenes y el de sus familias.

Ramón de la Sota y Llano, había garabateado muchas veces la silueta del Ama Begoñakoa sobre las cuartillas de los balances y cuentas, durante las interminables reuniones de trabajo a las que le condenaba el negocio minero y mercantil que heredó de sus padres, Alejandro y Alejandra, y que él había ampliado hasta convertirlo en una de las empresas más importantes de todos los territorios bajo administración española durante el primer tercio del siglo XX. Como primogénito, se hizo cargo a edad muy temprana de los asuntos familiares –principalmente el comercio con mineral de hierro– de forma que su espíritu de joven idealista, pero con una visión práctica y carácter netamente emprendedor, le llevaban a mezclar su destino como empresario con su profundo amor por la navegación.

De esa simbiosis –espoleada por una alianza con su primo, Eduardo Aznar de la Sota, que era corredor marítimo– surgió un modelo de explotación minera integrada: no solo se efectuaba la extracción del mineral en las minas de las Encartaciones y Cantabria, sino también su acondicionamiento, transporte inicial y embarque, todo ello mediante instalaciones y medios propios que incluían una flota de 25 buques. Aquellos vapores, cargados de las entrañas de los montes y el entusiasmo de Ramón y Eduardo, constituyeron el embrión del que nació, en 1906, la Compañía Naviera Sota y Aznar, entidad que llegó a liderar el tráfico marítimo en el Estado español y que convirtió a Ramón en Caballero del Imperio Británico.

De la Sota conocía la historia de su pueblo y las hazañas de los marinos vascos de antaño –en sus navegaciones de altura tras el bacalao y la ballena, primero, y en la actividad mercante, más tarde– le inspiraban en su afán por encontrar maneras de devolver a la sociedad parte de los beneficios que él obtenía en sus empresas. En aquel entonces, la condición de oficial de marina estaba reservada a los pocos jóvenes que podían costearse los estudios y muy escasas veces los hijos de familias humildes llegaban a serlo. Pero además, el empresario y filántropo bizkaitarra estaba convencido de que la mar –y especialmente la navegación a vela– ayudaban a formar hombres en el mejor y más amplio sentido de la palabra, dotándoles de valores que los convertían en competentes capitanes y en magníficos líderes: el universo salvaje del océano domaba la soberbia y premiaba la constancia, la preparación y la determinación, convirtiendo la necesidad imperiosa de colaborar en la primera ley a bordo.

El capitán

En la mar, el capitán, no es el líder omnipotente, tiránico, caprichoso y cruel que tanto se prodiga en tierra –al menos, si lo es no permanecerá en el cargo mucho tiempo– porque enfrentarse a los peligros y desafíos que comporta navegar exige la voluntad de todos los tripulantes, desde el primero al último, y esta nunca puede simplemente imponerse por la fuerza de forma duradera. Así, en un buque –especialmente en la marina civil– el mando lo ejerce quien acredita competencia, no solo en las técnicas propias de la profesión, sino también en la gestión de las relaciones humanas, dentro de un grupo que, a cada milla y en cada maniobra, debe de confiar su propia vida, ciegamente, al compañero.

Es cierto que sobre la cubierta de un barco no suele reinar la democracia en su apariencia clásica, porque la mar no espera a que todos los tripulantes hayan votado qué rumbo tomar o qué vela arrizar para hacer rolar el viento, ponernos de través y enviarnos al fondo, y la urgencia, la técnica y la experiencia que se exigen a quien toma las decisiones no permiten que estas se tomen en una asamblea, a mano alzada, tras el precedente debate. Pero ejercer la máxima responsabilidad no significa poder hacerlo a capricho: detrás de cada decisión del capitán debe de estar el objetivo de garantizar la seguridad del buque, su tripulación y su carga. Las olas de la mar ejercen sobre el alma de los seres humanos el mismo efecto que el martillo y el yunque sobre el hierro sometido al fuego: o se endurece y queda templado, convirtiéndose en una herramienta formidable, útil y beneficiosa, o se quiebra...

Así que mientras Ramón perfilaba a lápiz el aparejo de cuatro palos –tres de vela cuadra y el mesana con cangreja y escandalosa– de su buque escuela soñado, dos decenas de jovenzuelos comenzaban sus estudios náuticos, sin saber todavía que, para el examen final, la pizarra sobre la que sus profesores se empeñaban en enseñarles trigonometría esférica, sería sustituida por los rociones de las olas del cabo más peligroso del planeta, y el suelo, firme y estable del aula, por la tablazón movediza de un buque lanzado a la carrera sobre la superficie del lejano y hostil Atlántico Sur. Junto a ellos, viajarían otros 33 hombres hasta completar la tripulación necesaria para el gobierno y servicio: capitán y tres oficiales; profesor, con la misión de completar la educación general de los cadetes; dos contramaestres, velero, carpintero, calderetero, nueve marineros profesionales, dos grumetes, ocho mozos, dos cocineros y dos camareros.

Todos ellos iban ahora rumbo a Bilbao, luciendo sus inmaculados uniformes, atendiendo cada uno a su tarea: encaramados al aparejo, aferrándose a los cabos que formaban la jarcia, fija o de labor, con la destreza de los simios de la jungla; sobre cubierta, adujando drizas y cabos de diferentes menas y trabajos, comprobando portillos cien veces revisados; bajo cubierta, trincando la carga con más firmeza, repasando la estiba, o pelando las patatas del marmitako que se preparaba para el temprano almuerzo. Su capitán podía escuchar los mil ruidos que producían con la misma capacidad analítica que el fino y entrenado oído del director de orquesta.

Pero ninguno de los intérpretes de aquella obra sinfónica flotante desafinaba, de momento, así que Tomás Undabarrena seguía en proa, esperando a ver pasar Kempock Point por la amura de babor y fijar su atención en el siguiente obstáculo: los bajos de Gantock, que marcarían el punto en el que un nuevo rumbo les llevaría hasta la desembocadura del Clyde.

Expectación en San Francisco

En cuanto la aguja del compás marcó los 1920, el hombre de mayor responsabilidad a bordo suspiró resignado y decidió que había llegado el momento de dejar de recibir el soplo de la estimulante brisa para sumergirse en el trabajo que le esperaba sobre la mesa de su cabina, apilado en forma de varios montones de papeles. Una de las obligaciones que don Ramón le había encomendado era la tutela de las finanzas de los alumnos. Estos recibían un generoso jornal... que no llegaría a sus manos. El capitán se ocupaba de facilitarles lo justo para los pocos gastos que pudieran tener y administraba el resto para que, a su vuelta a casa, los padres recibiesen casi íntegramente los buenos duros que el esfuerzo de sus vástagos les hubiesen hecho ganar.

Tras 158 días de navegación y una dura travesía por el cabo de Hornos, la embarcación vasca, llegó a San Francisco, siendo recibida con notable expectación por su condición de buque escuela, su magnífico porte y el hecho de que hacía tan solo cuatro años del final de la guerra entre España y los Estados Unidos de América, con la pérdida del grueso de la flota hispana en Cuba. El sueño de Ramón de la Sota de contar con un gran buque escuela a vela se cumplió, aunque duró poco tiempo: la Ama Begoñakoa realizó otras dos grandes singladuras además de la primera inaugural por el cabo de Hornos, entre Glasgow y San Francisco. A su regreso, empleó 125 jornadas desde el puerto californiano hasta Liverpool, también doblando el cabo. En esta travesía perdió a su timonel que cayó al agua y no pudo ser rescatado. Pero el descenso de los fletes y el hecho de que la irrupción del vapor había cambiado ya la forma de navegar y la mentalidad de los futuros marinos, que encontraban demasiado duro el periodo de formación a bordo, precipitó la venta del buque a una naviera londinense en 1910, que lo rebautizó Medway. La hermosa protagonista de esta historia terminó sus días en Japón, en 1933, sirviendo de almacén flotante, y la marina vasca no ha vuelto a contar con ninguna otra embarcación a vela comparable a ella.

Agradecimientos: A Juanmari Rekalde y Roberto Hernández, 'El ilustrador de barcos', sin cuya ayuda no hubiese podido escribir este artículo.

Dedicatoria: A los capitanes, oficiales y tripulantes de la marina civil vasca, que en tiempo de guerra se hicieron a la mar a defender la Libertad.





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