Hablemos del valor fetiche de las mercancías, incluidos los productos culturales. Para ello, les invitamos a leer este artículo en Granma:
¿Por qué nos gusta lo que nos gusta?
El capitalismo aprendió a dominarnos por nuestros gustos y nos enseñó a gustar de la dominación misma. Luego de chantajearnos por los alimentos, por nuestros miedos, por la vivienda… por lo básico, el capitalismo entendió que podía vendernos lo que nos place y hacer con la dominación de los gustos un negocio inmenso
Fernando Buen AbadUn porcentaje no pequeño de nuestras decisiones y conductas se anima por el juicio del gusto. No pocas veces involucran sentimientos muy profundos. Compras, ventas, matrimonios, partos o sepulturas… suelen asumirse por un desplante patente o latente del «gusto» que nos impone e inspira un objeto o un sujeto. ¿De qué depende que algo nos guste, nos disguste o deje de gustarnos? ¿Somos, acaso, una especie hedonista y frágil a la que se ha victimizado fácilmente por la vía de seducirla con sus gustos, nos guste o no aceptarlo?
También el capitalismo aprendió a dominarnos por nuestros gustos y nos enseñó a gustar de la dominación misma. Luego de chantajearnos por los alimentos, por nuestros miedos, por la vivienda… por lo básico, el capitalismo entendió que podía vendernos lo que nos place y hacer con la dominación de los gustos un negocio inmenso. Rápido nos educaron para que nos gustaran los gustos del patrón, su forma de vida, sus valores, sus comodidades y su poder. Rápido nos educaron para que dejaran de gustarnos nuestros pares y comenzaran a ser de nuestro gusto todas las personas y las cosas que nacen, crecen y se reproducen en el seno de la clase que nos explota. Y nos educaron para comprar y comprar todo lo que ellos inventan, pero, eso sí, con gusto, como el «buen gusto».
Parece ser factor decisivo ante los gustos el –nada infrecuente– componente irracional de sus causas y sus efectos. ¿Por qué se gasta lo que se gasta en el mundo en juguetes bélicos para niños? ¿Por qué se invierte lo que se invierte en bebidas alcohólicas, gaseosas y todo género de cotillón para animar fiestas o celebraciones variopintas? ¿Por qué se consume con gusto la masa ingente de películas, series televisivas, programas, música, noticieros y, en general, mercancías ideológicas burguesas? ¿Por qué la adquisición de ropa, maquillajes y parafernalia de moda a cualquier costo y con calidades dudosas? ¿Por qué nos gusta endeudarnos, por qué nos gusta embrutecernos, por qué nos gusta pelearnos?
Y a pesar de todos los enigmas que rodean el juicio del gusto (es decir, nuestra capacidad de afirmar o negar algo sobre lo que nos gusta) nada de lo que se diga sobre los gustos está exento de la lucha de clases ni de la influencia histórica que imprime, en toda conducta, la ideología de la clase dominante. Simplismos al margen. En el objeto o sujeto de nuestros gustos o disgustos se objetiva la escala completa de lo que sabemos y de lo que ignoramos. Todos nuestros parámetros se cimbran. ¿Lo que nos gusta o disgusta proviene de lo que nos enseñaron en casa, en la escuela, en el trabajo, en la iglesia o en la tele? ¿Nos gusta solo aquello que conocemos o lo que desconocemos también, nos gusta lo que le gusta a todos o lo que nos hace distintos? ¿Nos gustan las combinaciones, las mezclas o las ambigüedades? ¿De dónde sacamos que nos gusta lo que nos gusta?
Y más complejo es saber por qué nos gusta lo que nos daña. Por qué aceptamos con gusto hacer, decir, pensar e imponer como modelos de vida gustos cuya consecuencia –de corto o largo plazo– será algún daño a la salud, a las relaciones sociales, a la política o al planeta entero. ¿Nos gustan las películas de Hollywood, las telenovelas, las teleseries, fumar, alcoholizarnos… financiar dependencias de todo tipo y contribuir a enriquecer mafias a granel?
Para colmo, transferimos «gustos» a nuestros hijos o amigos porque esa transferencia es un ejercicio de poder con el que hacemos reinar la parte más individualista de nuestra estética que, por cierto, suele no ser tan individual como creemos. Por una y muchas razones la crítica a los gustos suele tomarse como una agresión que ofende fibras muy sensibles y suele irritarnos hasta lo irreconciliable. Incluso quedan aún zonas de pudor que se lastiman cuando alguien descubre algo que nos gusta y que nos es difícil de aceptar. De ese alguien se espera la complicidad y el silencio con que se forjan asociaciones estéticas que incluyen, no sin frecuencia, alianzas patológicas en sentidos varios. Adictos se les llama. ¿Por puro gusto?
En el almacén demencial de mercancías –que el capitalismo nos impuso como si fuese la vida misma– abarrotado con no pocos objetos inalcanzables e inútiles, se impuso un criterio resbaloso para impulsar el consumismo a destajo y ese criterio se funda en el gusto. Se compra el televisor que gusta para ver los programas que gustan y toda la publicidad que gusta a un pueblo anestesiado con gustos de mercado y estética de clase. Se compra la licuadora que gusta, el abrigo, las cucharas, los muebles… y principalmente el status, lo distintivo, la plataforma ideológica que facilita la ilusión de pertenencia al mundo del patrón y al universo de sus gustos. Cueste lo que cueste.
La dictadura de los gustos es una batalla económica y es una batalla ideológica. Los gustos son metralla letal de las máquinas de guerra ideológica. Todo junto y en simultáneo. Se mueven en el seno de esa dominación las intenciones más perversas tanto como las ingenuidades más asombrosas. Y es verdad que no todo está milimétricamente calculado cuando se imponen los gustos más rentables, y que hay un grado de apuesta que la burguesía asume como riesgo a la hora de invertir en gustos nuevos para millones de consumidores. No olvidemos que en la producción de gustos oligarcas la masificación es indispensable porque es vital para el negocio. Y eso ha generado sus gustos particulares y sus cánones ideológicos que norman, por ejemplo, la lógica, la ética y la estética mercenaria de los publicistas. Excepciones salvadas.
Es un imperativo de nuestro tiempo desarrollar corrientes científicas especializadas en la crítica y la revolución de los gustos. Mientras el acriticismo cuente con la justificación y la envoltura de los gustos para esconder y para eludir todo análisis –y transformación– serio, tenderemos a hundir buena parte de nuestros problemas en los pantanos del subjetivismo y el relativismo placentero más inmovilizantes. La justificación «porque me gusta» no siempre es la mejor en sinnúmero de casos.
También es verdad que existe una zona de los gustos (la más promisoria, sin duda) que, bajo ciertas condiciones especiales, logra escapar al imperio ideológico burgués (como en el caso, no exclusivo, de algunas experiencias artísticas), y está claro que se trata de episodios no ordinarios. Pero no hay peor enemigo del arte emancipador que el capitalismo. La complejidad de la estética en los seres humanos admite –en sus expresiones menos contaminadas– un ejercicio de emancipación o de libertad que tiene deparadas muchas promesas a la revolución social que terminará con el capitalismo en lo objetivo y en lo subjetivo. Pero no esperaremos a la muerte del capitalismo para insistir en la necesidad de la educación del gusto (su reeducación) y eso requiere de riqueza de conocimientos y experiencias, diversidad, amplitud y hondura con moral y ética del placer, no basadas en someter a los seres humanos.
Reeducación, que es trabajo especializado que reclama su espacio en los frentes de lucha (de la praxis), porque es ahí, mejor que en cualquier otro lugar, donde lo que nos gusta logrará sintetizarse con lo que necesitamos, y logrará transformarse para dejar de ser –el gusto– un embriagante placentero para convertirse en una fuerza emancipadora. Esa es la escuela de la lucha y así son las alquimias de la revolución.
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