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domingo, 4 de enero de 2009

Una Cámara Para Garzón

Este escrito ha sido publicado en Gara:

Julen Arzuaga |  Giza Eskubideen Behatokia

Señor juez, me he comprado una cámara

A la atención del Juzgado Central de Instrucción de la Audiencia Nacional que corresponda:

Primero. Teniendo en consideración los casos de torturas contra ciudadanos vascos testimoniados durante el recién terminado año -ascendiendo a la escalofriante cifra de 64- muestro mi preocupación por el riesgo real de que esta se produzca, en el futuro, contra mi persona. No creo que sea exagerado pensar así viendo lo que está sucediendo. La catedrática Carmen Lamarca nos decía en la Conferencia sobre el Derecho de Excepción celebrada en el Colegio de Abogados de Bizkaia que la suspensión de derechos que la Constitución justifica en la actuación de organizaciones armadas «no se trata de una suspensión de derechos individual, porque afecta potencialmente a todos los ciudadanos». Cierto, tanto personas que militan en una organización armada como otras que, en su recorrido vital, sencillamente han desarrollado una actividad social, política, pacífica, se han visto enajenadas de sus derechos más básicos para facilitar su detención y encarcelamiento. Le recuerdo, Sr. Juez, que el Relator de Naciones Unidas para los Derechos Humanos en la Lucha contra el Terrorismo, Martin Scheinin, en el informe provisional tras su visita al Estado español empleaba el término afortunado de «deterioro gradual». Lo explicaba así: «la clasificación de delitos como terrorismo desencadena la aplicación de la detención en régimen de incomunicación; sustituye a la jurisdicción de los tribunales por la de la Audiencia Nacional, un tribunal especializado con jurisdicción sobre todo el territorio nacional, y desencadena penas agravadas y cambios en las normas que rigen el cumplimiento de las sentencias». Yo añado: afectando potencialmente a un sector social amplio y continuamente ampliable.

Segundo. Ante esa situación de riesgo objetivo, constato con indignación que los mecanismos de prevención ante la tortura que alguno de ustedes y/o su Gobierno proponen, Sr. Juez, son una verdadera tomadura de pelo: el «protocolo Garzón», el Mecanismo de Prevención del Protocolo Facultativo de las Naciones Unidas, así como el últimamente aclamado «Plan Nacional de Derechos Humanos» presentado por todo lo alto por el Gobierno español en Nueva York e inmediatamente llevado a la vía muerta en Madrid. Los últimos testimonios escalofriantes, conocidos tras la presentación de tanto plan, evidencian que no hay voluntad de atajar la práctica de la tortura, porque es rentable y beneficiosa para la siempre prioritaria lucha antiterrorista, que no para la justicia, principio elemental que reclamo mediante este escrito. En vez de tomar acción inmediatamente, y poner en marcha mecanismos como, por ejemplo, medios de grabación en las comisarías, ustedes nos marean con el diseño de planes y mecanismos, de cuyo contenido inmediatamente hacen caso omiso. Quien sufre hoy una sesión de tortura no entiende de problemas técnicos, de carencias presupuestarias, de prevenciones futuribles, de mecanismos que se implementarán más tarde. El impacto de esa sesión en la persona es del 100%. No disminuye por la expectativa de que -tal vez- el tormento será menor en el futuro.

Tercero. Incluso ustedes, Sr. Juez, pueden -y deben- adoptar una posición garante: la detención está en última instancia bajo su competencia ,y con ello la integridad de la persona detenida. Sin embargo, no tienen por costumbre citar inmediatamente ante su presencia a quien se acoja al derecho de no declarar y prefieren que permanezca en manos de la policía durante los cinco días de incomunicación. Y todos sabemos por qué. Deniegan el habeas corpus, institución que juraría nunca han aplicado. Si bien el conocido como «protocolo Garzón» recogía la promesa de que el juez visitaría directamente a los detenidos para conocer su estado, dígame, ¿cuántas veces ha bajado usted a las cloacas del estado, teniendo además en su bolsillo la llave para ello?

Cuarto. Concluyendo, pues, que tampoco puedo confiar en su intercesión para evitar que me sometan al tormento, me veo en la obligación de procurarme mis propios mecanismos de prevención: me he comprado una cámara de video. El fabricante dice que puede grabar hasta cinco días seguidos. El aparato viene con un sistema, además, que marca la fecha y la hora, el transcurso de la grabación cada segundo que pasa. Confío en que esto disuadirá a la policía actuante de torturarme, un derecho que si el estado no puede garantizar, al menos dejará a sus ciudadanos que lo hagan por su cuenta.

Quinto. La policía debe leerme mis derechos. Es entonces cuando pondré en marcha mi cámara, para que se registre claramente que me acojo al derecho -lo repaso en la ley, sí, art. 24 de la Constitución- de no declarar y permanecer en silencio. Espero ahora que dicha declaración sea efectiva y que nadie emplee ningún método coercitivo para obligarme a hacer lo contrario. En algunos testimonios denunciando la tortura, la víctima relata cómo la policía se mofa de sus derechos: «a partir de ahora no tienes derechos», «el único derecho que tienes aquí es el de cantarlo todo»... Maldita prepotencia amparada por la impunidad ¡no ante mi cámara! Renuncio a otros derechos que aquí no me parecen tan importantes, derechos de privacidad e intimidad. Ahora, mi prioridad absoluta es la defensa de mi integridad física ante el riesgo de que agentes entrenados para ello quieran arrancarme las uñas -figuradamente, o no tanto- si con ello pueden arrancarme además una declaración que me inculpe a mí mismo o a terceras personas. Con independencia de que las «cantadas» se ajusten a la verdad o no, hecho que nunca les ha interesado. Así se ha demostrado en algunos casos que me vienen a la memoria, tales como el conocido de los cuatro de Iruñea o, más recientemente, el de Arkaitz Agote. Se les acusó por sus declaraciones, que después se demostraron imposibles, absurdas. Si esto ya resulta escandaloso de por sí, más aún me parece que no se haya llevado a cabo ninguna diligencia de investigación contra los presuntos delincuentes -los perpetradores del delito de tortura, se entiende-. Hay torturas, pero no hay torturadores. ¡Vaya!

Sexto. Retomando el hilo de mi alegato, Sr. Juez, solicito simplemente que me dejen colocarme delante de la cámara durante cinco días. Es mi única salvaguarda. Sin duda, me resultará incómodo protagonizar semejante reality show, cara a cara con el aparato, pero peor es que te sometan al tratamiento habitual tras él. Que se recoja, pues, cada minuto en celdas, interrogatorios -donde permaneceré en silencio, impasible ante las preguntas que, ahora amablemente, se me realicen-, conducciones, visitas del forense, etcétera. Prefiero someterme al aburrido transcurrir de los minutos ante el objetivo, sin otra cosa que hacer que sentirme agradecido de que no puedan tocarme un pelo.

Séptimo. Permita por último que instruya a mi abogado para que, de darse la circunstancia de que desaparezco durante algún minuto del visor o haya cortes en el cronómetro de la cámara, lo considere una duda sobre el tratamiento al que estoy siendo sometido, ya que esta desaparición será ajena a mi voluntad. Imagínese usted qué serían esos minutos de angustia multiplicados por las horas y días de incomunicación, sin la concurrencia de mi cámara de video. ¡Tantos lo han sufrido!

Al Juzgado suplica, por ser de Justicia, que pido en Euskal Herria, el 7 de diciembre de 2008.




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