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lunes, 5 de marzo de 2018

Entrevista a Eloi Uriarte

Muchos refugiados políticos vascos están regresando a Hego Euskal Herria sin tener garantías totales de poder vivir en paz, tranquilamente, sin ser hostigados por el régimen borbónico bananero. Lo hacen porque entienden que se ha abierto una nueva etapa de lucha en la autodeterminación de Euskal Herria, quieren sumar su experiencia, aportar lo que han aprendido a lo largo de toda una vida entregada al ideal de la libertad.

Al respecto, les compartimos esta entrevista dada a conocer por Gara:


Eloi Uriarte, exrefugiado político vasco | En sus 43 años de exilio le ha tocado vivir, padecer e incluso -dice- sacar fruto de numerosas situaciones cuando menos complicadas. Uriarte repasa con GARA su larga trayectoria, en la que cientos de militantes vascos se reconocerán.

Arantxa Manterola

Lo cuenta con un punto de humor pero ha pasado por muchas vicisitudes, conocido a buena y no tan buena gente, compartido buenos y malos tragos, perdido a compañeros, luchado por lo que cree lo mejor para su pueblo. Este periplo de cuatro largas décadas ha sido un trajín continuo por comisarías, cárceles y ocho departamentos del Estado francés donde ha estado confinado y en los que, atrapado por el síndrome de Forrest Gump «pero sin correr», ha hastiado hasta a sus guardianes. Aun así, hace un balance positivo porque, contrariamente a muchos compañeros, él ha estado la mayor parte de esos años en Euskal Herria. Un país cuyo futuro, tras el fin de la actividad armada y el probable cierre del ciclo de ETA, vislumbra con optimismo «porque aquí no se acaba nada, empieza otro ciclo en el que hay mucho que hacer».

La primera pregunta es obligada ya que hace tan solo cuatro meses que ha vuelto a Soraluze, su pueblo, tras nada menos que 43 años de exilio. Eso tiene que impresionar, ¿no?

¡Figúrese! Dentro de mí tenía la sensación de que había un terremoto de 8,8. Me temblaban las piernas… se lo había oído contar a otros compañeros que habían vuelto, pero me decía ‘¡Bah, no será para tanto!’. Es para tanto y para más. Lo peor para mí fue saludar a gente que no conocía. Ellos sabían quién era yo pero yo les había perdido totalmente de vista. Me daba un flash el que ellos vinieran a abrazarme, a saludarme, y yo tenía que preguntarles ‘¿nor zara zu?’ Te ves rodeado de gente, un pasillo de ikurriñas… ¡buah! Fue muy, muy emocionante.

Habría generaciones enteras que no le conocían personalmente…

Sí, pero sabían de mí porque siempre he mantenido el contacto con el pueblo. Me venían a visitar ya hasta hijos de amigos. Yo nunca podré olvidar Soraluze y la ayuda moral que mucha gente del pueblo nos ha prestado durante todos estos años. Me han venido a visitar a casa, cuando he estado en Iparralde y también en los sitios donde he estado confinado. Me he sentido totalmente arropado. Es una deuda que nunca podré terminar de agradecer.

Un pueblo del que tuvo que huir a finales del franquismo, en 1974. Se supone que no tuvo mucho tiempo para tomar esa decisión.

Exactamente dos días. En dos días decidí largarme a raíz de una caída. Así que dejé todo y me vine a Iparralde. Tenía 34 años. Había ya gente allí, entre ellos mi cuñado. Me ayudaron a buscar casa y trabajo. Se hace duro porque es un cambio muy grande. Te marchas y no sabes para cuánto tiempo, dejas familia y amistades, el idioma también es diferente (y eso que aquí se hablaba euskara y castellano). Pero bueno, poco a poco te vas haciendo a ello porque aunque es un bajonazo tienes que activarte. No queda otra.

¿Le concedieron el estatuto de refugiado político enseguida?

Sí. Entonces te lo reconocían bastante rápido. Tuve ese estatuto hasta el año 1993 y gracias a ello pude impedir ciertas medidas como la expulsión o intentos de extradición. Los demás documentos, como la carta de residencia, los tuve como los demás refugiados, hasta que nos los quitaron a todos.

Aun así, enseguida tuvo que enfrentarse a bastantes vicisitudes, empezando por las detenciones...

Así es. En abril de 1976 me detuvo la Policía y, después de tres meses en la cárcel, me llevaron a un pueblecito del departamento de Altos Alpes, en la frontera con Italia. Precisamente estuve de nuevo el año pasado con mi mujer y unos amigos y es un pueblo precioso que entonces en realidad no conocí porque cuando me confinaron allí me largué al día siguiente y retorné a Iparralde. Sin embargo, a los tres meses volvieron a detenerme y me llevaron a Yeu, una isla de la Vendée, al sur de Bretaña, que no sabía ni que existía.

Y allí se encontró con otros confinados vascos…

Cuando yo llegué, había ya compañeros. En aquel periodo, según iban deteniendo o liberando de la cárcel a refugiados, los confinaban allí. Nos juntamos trece personas, entre ellas dos chicas.

¿Cómo los acogieron?

Los vecinos de la isla no nos acogieron muy bien. Luego supimos que antes de que llegaran los primeros refugiados la Policía informó a la población y a las autoridades de que iban a llevar a terroristas y violadores. Claro, con esos precedentes la gente estaba muy recelosa. Por ejemplo, cuando entrábamos en un bar los clientes salían descaradamente. Con el tiempo se fueron dando cuenta por nuestro comportamiento de que eso no era cierto. Tuvimos reuniones con la alcaldesa y con otras personas relevantes de la isla y pudimos desmontar la maniobra policial para que la gente nos hiciera el vacío. En adelante las cosas cambiaron mucho y llegamos a tener buenas amistades. Además, participábamos en la vida del pueblo, les ayudábamos cuidando los rebaños o en las tareas de pesca... Prueba de la buena relación es que hubo incluso un par de trifulcas en defensa nuestra entre los jóvenes y los policías que nos custodiaban. Y una mucho más evidente, la del día que abandonamos la isla, en febrero de 1977. El puerto estaba abarrotado de gente que nos despedía. Vi con mis propios ojos llorar a varios vecinos. Nos había cogido cariño y además, nos decían, les había dolido tanto la mentira que habían pretendido hacerles creer… Era gente muy maja, noble, trabajadora.

Y entre ustedes, ¿cómo lo llevaban? ¿Debatían mucho?

Durante nuestra estancia estábamos bastante «alimentados»: recibíamos noticias y seguíamos la actualidad de Euskal Herria, analizábamos la situación política porque era una época bastante convulsa a ese nivel. Entre nosotros debatíamos pero no había grandes discrepancias respecto a la línea oficial.

¿Cómo salieron de allí?

En barco, claro, no nadando… Nos dejaron «libres» pero con prohibición de ir a Iparralde. Estuvimos unos días en Labenne (Landas) pero poco a poco fuimos volviendo a hacer vida normal.

Que no duró mucho…

Efectivamente. No sé por qué razón especial, pero parece que las autoridades francesas se empeñaron en que conociera el Hexágono. Periódicamente me llevaban a algún sitio diferente tras detenerme. He pasado por seis u ocho departamentos diferentes, lo mismo en el norte que en el sur o en el oeste. El último fue en París, donde me asignaron a residencia en 1991. Hasta ese momento, me tenían en un hotel con todo pagado y vigilado por varios policías. En París ya no fue así.

¿Pero tenía libertad de movimiento?

Sí. Yo decidía cuando salir o entrar al hotel, pero siempre los tenía detrás. Solía ocurrir que fuera a casa de alguien a cenar y ellos se quedaban fuera. Todo el rato escoltado. Quitando algún rifirrafe que tuve con alguno que otro, normalmente la relación con ellos fue correcta. Sin cercanía, pero correcta.

¿Y cómo ocupaba el tiempo, qué hacía durante el día?

Andar. Tenía todo el tiempo del mundo. Me daba tiempo a leer y también a andar. Andaba muchísimo, todos los días. Tanto es así que en los equipos de escolta ya venían casi todos vestidos con la ropa de deporte. Yo paseaba y, mientras, ellos corrían o hacían deporte. Igual hasta les venía bien para mantenerse en forma. Andaba horas y horas. Bueno, a algunos los tenía un poco hartos, hasta les veía haciendo gestos entre ellos como diciendo… ‘ya le vale, que le den morcilla’.

En todos esos confinamientos ha estado prácticamente solo...

Sí, quitando Yeu y París, solo una vez he coincidido con otro refugiado. En 1985, me tenían en un pueblo próximo a Metz (cerca de la frontera alemana) y trajeron a Mamarru [Isidro Garalde]. Estuvimos poco más de una semana juntos porque le detuvieron allí mismo. Fue una detención impresionante. En esos momentos estaban con él su mujer y su hija. Estábamos comiendo en el hotel, entraron muy violentamente, nos tiraron al suelo, le agarraron y se lo llevaron, entre forcejeos. Un episodio muy duro, la mujer echa un cristo, la chavala llorando… El propio dueño del hotel se enfadó muchísimo.

También coincidí con otros compañeros en París, ya en 1991. Allí, mi situación cambió. Me quitaron el estatuto de refugiado político y me dejaron asignado a residencia, sin documentos, sin derecho a trabajar, ni salir de la zona, sin cobertura sanitaria, nada… dependiente total de la familia. Además, durante seis o siete meses tenía que ir a firmar a comisaría todos los días.

Entre todas estas detenciones y confinamientos, también hubo periodos donde vivió y trabajó en Ipar Euskal Herria y en los que le tocó conocer épocas muy duras…

Pues las de todo el Batallón Vasco Español y el GAL. Terrible. Temíamos coger el teléfono porque ya pensabas que te iban a dar noticia de otro compañero que habían matado. Muy duro. Como en muchas otras cosas tuvimos que amoldarnos y dejar costumbres como la de andar en txikiteo. Vivías siempre con ese miedo. Pero, bueno, miedo hay que tener (y más en estas situaciones) porque el miedo te agudiza los sentidos, pero lo que hace falta es saber controlarlo. Lo malo es cuando se hace terrible y te paraliza.

¿Usted tuvo concretamente alguna «escapada»?

Bueno, viví dos ocasiones que fueron muy descaradas. Una vez iba a meterme en un coche en el que me iban a llevar al trabajo y de repente salió otro disparado. La persona que me iba a llevar se dio cuenta y empezó a gritar. Me metí rápido en su coche y en ese momento el otro paró. Luego me enteré de que, enfrente de nuestra casa, un coche con una o dos personas turnándose llevaban varios días vigilando la casa. Vivíamos en el mismo edificio en el que habían matado a Perez de Arenaza. Fuimos a la Policía a denunciar el caso y me insistieron: ‘Uriarte, tenga mucho cuidado’. Hubo una segunda ocasión en la que también detecté seguimientos, pero ahí ya no me atreví a denunciarlo porque tenía mis dudas de si eran los del GAL o se trataba de alguna vigilancia de la propia Policía.

Claro, con tantas veces como le detenían y con todas las expulsiones y redadas…

En casa me detuvieron en varias ocasiones, pero en muchas de ellas me llevaban a la comisaría y luego me dejaban libre. Nunca estabas tranquilo. En aquel tiempo las 6 de la mañana era la hora bruja porque antes de esa hora la Policía no podía intervenir en casa. Había una tensión… siempre como esperando que ocurriera algo.

Ha conocido a muchos compañeros que fueron llevados así y acabaron deportados, ¿no?

A muchos. Empezando por mi propio cuñado, que fue deportado. Algunos de ellos aún siguen deportados y otros han muerto como Juanrra [Aranburu]. Sí, he conocido a muchos compañeros que han sido víctimas de situaciones bastante más sangrantes que la mía. Recuerdo por ejemplo, a Argala [José Miguel Beñaran], a Joxe Martín [Sagardia], que estuvieron conmigo en Yeu; a Xabier Galdeano, que me llevaba cantidad de veces al trabajo a Donibane Lohizune después de repartir ‘‘Egin’’... Todos muertos por el BVE o el GAL. Tomábamos ciertas precauciones de autodefensa porque no podías confiar en la Policía. Éramos nosotros los que nos teníamos que apañar; se hacían incluso guardias y rondas de noche por las casas de los refugiados. Pero aun y todo…

Volviendo a su última asignación a residencia en París. Después de cuatro años allí, usted y varias decenas de refugiados en la misma situación en otras partes del Estado deciden, en 1995, romper con esa medida represiva y volver a Ipar Euskal Herria. ¿Cómo fue eso?

Así es. Fue una decisión política. Vista la situación y lo que estaba ocurriendo con las asignaciones y demás, o seguíamos bajando la cabeza cada vez que nos dejaban en un sitio confinados o enseñábamos los dientes. Dijimos que ya bastaba. Nos encerramos tres semanas en la catedral de Baiona como protesta. Allí recibimos muchísimo apoyo de gente, partidos, sindicatos, asociaciones, colectivos… No tuvimos represalias. En cambio, al año siguiente retornaron varios deportados y fueron detenidos e incluso entregados al Estado español.

A partir de 1995, tiene un periodo bastante largo de tranquilidad. No obstante, once años más tarde le vuelven a detener en el marco de la operación del Faisán y esa vez le encarcelan...

Sí, estuve en la cárcel de La Santé hasta 2007. Era la segunda vez que me encarcelaban después de los tres meses que pasé en la cárcel de Baiona en 1976. Al final, después de doce años, la Justicia francesa ha sobreseído el caso.

Haciendo un repaso de tantas vicisitudes y durante tantos años, se puede decir que es usted un experto del exilio, una realidad que no resulta muy conocida…

Dentro de toda la gravedad, del cambio de situación que supone, de dejar familia y amigos, de tener que empezar de nuevo, de sufrir todas las medidas administrativas y judiciales, de tener que afrontar épocas duras como la de la guerra sucia... yo considero que he tenido suerte porque he estado la mayor parte de estos años en Euskal Herria, cerca de los amigos, de la familia. En peores situaciones han estado muchos compañeros que han tenido que ‘pasar el charco’. Ha habido y hay exilios mucho peores.

En 2013, el Colectivo de Exiliados Políticos Vascos toma otra decisión estratégica de gran trascendencia...

Teníamos que hacer nuestra aportación a una situación que había cambiado. Había que buscar el modo de desbloquear las cosas, también desde nuestro colectivo, y dar salida a las situaciones personales de cada uno, un proceso que por supuesto, todavía no ha terminado. Por el momento hay unas 120 personas que hemos podido volver a nuestros pueblos, pero hay casos que aún tienen cosas pendientes con la Justicia. Hay otros que han hecho su vida en otros lugares y no creo que vuelvan, por lo menos para quedarse. Pero viendo cómo está ahora el Estado español, con dos partidos (PP y Ciudadanos) enfrentados a ver quién es más ‘gallo’, creo que va a ser aún más difícil que el Gobierno dé algún paso para aflojar estas cuestiones de presos, refugiados y deportados. Complicado. Pero, dicho esto, también tengo claro que no podemos quedarnos esperando a lo que hagan los demás. Hay que seguir peleando para sacarlos y que vuelvan a casa. Eso sí, tendremos que buscar compañeros de viaje para hacer más presión. Nosotros mismos tenemos que crear condiciones que encanten al de al lado y proponer cuestiones para hacer que la gente se arrime. Ese es nuestro trabajo.

Todo apunta a que estamos en vísperas del fin del ciclo de ETA. ¿Qué opinión tiene al respecto y cómo valora todo ese ciclo de casi 60 años?

Bueno, la posibilidad de ese cierre puede resultar algo desconcertante en un principio, pero después haces tus reflexiones y tus cábalas y creo que es la solución más factible. Es la apuesta más acertada porque hay que buscar las soluciones que tengan que buscarse. Habrá gente que entienda que ese ciclo de pelea terminó y que no hay nada más. Pues para nada, porque hay un trabajo inmenso por delante y ahora, precisamente, hay que poner todo nuestro empeño en dar soluciones a toda la problemática social y política. Hay que activarse, presentando propuestas con contenido, que la gente vea que hay posibilidades de conseguir cosas.

Su vuelta a Soraluze discurrió sin incidencias pero los recibimientos a presos vuelven a ser motivo de polémica política estas semanas. ¿Qué opina sobre el argumento de la «humillación a las víctimas»?

A mí me parece normalísimo que haya gente que quiera hacer un recibimiento a un expreso, a un exrefugiado o a un exdeportado de su pueblo. Lo que pasa es que ahora algunos partidos están metiéndose contra eso con más virulencia, incluso, que las víctimas. En lugar de buscar soluciones lo que hacen es buscar más problemas para proyectar ese ¡aquí estoy yo! y estar en el candelero y buscar así en el granero de votos cuando la propia Audiencia Nacional no lo considera delito. No se hace más que un recibimiento, no hay palabras altisonantes. Homenajes son otros, como los que vemos que se siguen haciendo todos los años a Franco con participación de la propia Iglesia. Además, estoy segurísimo de que quienes organizan esos recibimientos no tienen ninguna intención de humillar a las víctimas ni de causar dolor a nadie.

¿Qué perspectivas reales de alcanzar la liberación nacional por la que ha luchado ve en este momento?

Como he dicho antes, con el cierre de este ciclo no se acaba nada. Empieza otro ciclo en el que la responsabilidad de trabajar para conseguir los objetivos que no se consiguieron de otra forma es de todos, de los militantes, de los partidos, de la gente en general. Soy optimista.

¿Cómo ve su futuro?

Con 76 años y tantos aquí, no creo que ahora vayamos a instalarnos en Soraluze. Izaskun [su compañera] y yo –que, por cierto, durante todos estos años ha estado siempre a mi lado y ha ido allí donde me llevaban– estamos a hora y media de allí pero ya no tengo familia. Eso sí, muchos amigos. Con lo cual, ahora que por fin tengo todos los documentos en regla, iremos y volveremos.






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