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miércoles, 21 de marzo de 2018

Trintxerpe Republicana y Combativa

Artículo tras artículo se intenta descaracterizar el impulso soberanista del pueblo vasco acusándolo de etnicista cuando no de abiertamente racista. Uno de los personaje históricos que más criticismo interesado recibe en ese tenor es Sabino Arana, a quien se descontextualiza con la intención de hacerle parecer un rábido supremacista, tal como Xavier García Albiol, para que se entienda.

Pues bien, a ellos, a los que se quedan indiferentes ante el drama que se vive actualmente a las puertas de la fortaleza europea en materia de migración, les dedicamos este extraordinario y poético reportaje dado a conocer en las páginas de Contexto y Acción:


Desde el barrio donostiarra de Trintxerpe, un pedacito de Galicia en la ría de Pasaia, cientos de gallegos se unieron al Ejército de Euzkadi durante la Guerra Civil

Fernando Mahía

Josetxo Fariña Chans podría tener una jubilación tranquila, aprovechando una pensión bien ganada tras 35 años navegando por medio mundo. Pero él prefiere el movimiento. “A mí me gustaba correr, siempre me gustó correr”, explica quien todavía camina por Trintxerpe a un paso ultrarrápido, ágil y quizá hasta temerario para tener 85 años, un oído no muy fiable y haber pasado recientemente una operación de cataratas que le quitará visión durante unas semanas. Ahora, a su pesar, su pequeña libreta de unos 7x10 centímetros se encuentra en modo reposo en el bolsillo de su txamarra. Durante unas semanas lo va a tener difícil para leer lo que escribe. Los años de apuntes son, desde su operación, una masa informe de cuadrículas y letras borrosas.

Esta libretilla lleva acompañando a Josetxo Fariña durante años, desde un tiempo después de haberse jubilado. En ella, el trintxerpetarra guarda cualquier tipo de información histórica del barrio, desde la más rocambolesca —“a veces me encuentro con señoras por la calle y me cuentan no sé qué de su hermana, pues yo lo apunto”— hasta otras con más peso. De hecho, gran parte de la libreta de Josetxo está cubierta con los nombres de los cientos de personas que el barrio de Trintxerpe se dejó luchando en el Ejército de Euzkadi durante la Guerra Civil.

El ejercicio de memoria histórica de Fariña, como muchos le conocen en el barrio, no acaba ahí. También, en otros folios ya de un tamaño A4 más respetable, sueltos pero ordenados, Josetxo ha apuntado a mano más de mil nombres, la mayoría de ellos milicianos de alguno de los batallones que contaban con voluntarios de Trintxerpe. Muchos nombres y apellidos vascos. Muchos más, gallegos. Todos ordenados y jerarquizados, cada uno con el nombre de su batallón, la fecha de fallecimiento, el lugar donde cayó en batalla. En algunos casos, hasta su lugar de nacimiento, aproximado la mayoría de las veces. Un trabajo colosal a vistas de cualquiera, aunque no a la de Josetxo —ni siquiera antes de la operación—, que se quita mérito al respecto. ¿Que por qué lo hizo? “Pues porque nadie más lo quiso hacer”.

Esto suele ocurrir con la historia de los perdedores, que casi nadie la cuenta. Porque los nombres que Josetxo Fariña ha ido escribiendo en su libreta 7x10 son los de los perdedores. En ellos se transmite la tristeza de vidas olvidadas, de pescadores que se fueron a morir por unas montañas muy lejos de la casa donde nacieron. Más de mil nombres que funcionan a modo de antología del perdedor: soldados que perdieron su vida, niños que perdieron familia, gallegos que perdieron su hogar y un barrio que, sin duda, perdió la guerra.    

Uno de los mil nombres es el de su padre, Ramón Fariña Amigo, vecino del pueblo coruñés de Corme, en plena Costa da Morte. Fariña Amigo cayó luchando en el 37 con el Batallón Celta cerca de Otxandio, en Vizcaya. En otra de las páginas escritas por Josetxo Fariña asoma José Domínguez Villar, de Redondela (Pontevedra), padre de otro Josetxo trintxerpetarra y amigo de Fariña. Domínguez Villar fue otro de los muchos gallegos que falleció en Otxandio, en medio de la Batalla de Villarreal. Y también, como Ramón Fariña, era pescador y gallego. Porque por aquel entonces eso era todo lo que se podía ser en Trintxerpe. 

La llegada

Trintxerpe es, o más bien fue, un pedacito de Galicia en la ría de Pasaia. Un enjambre obrero desperdigado por las faldas del Monte Ulía —“antes todo esto era campo”, suele repetir sin cesar Josetxo Fariña cuando pasea por el barrio—, justo al otro lado de la muga que marca dónde Donostia deja de ser Donostia y pasa a ser el resto de Guipuzkoa. A Trintxerpe se le conoce desde hace años como la ‘quinta provincia gallega’. Por sus calles de esquema irracionalista, todavía se puede escuchar a los más mayores hablar gallego de A Costa da Morte, comer un buen pulpo á feira en O’Romeral o encontrar una calle dedicada a Castelao. Pero ya, todo esto, es en 2018 más un eco del pasado que una realidad. Ningún ámbito del barrio tiene ya tanta influencia gallega como las esquelas, que muestran cada día el final de las generaciones emigrantes que llegaron desde Galicia antes y después de la Guerra Civil.

La quinta provincia nació en la segunda década del siglo XX, se podría decir que hija del desdén de una madre donostiarra y la pobreza de un padre gallego. Aquellos años, Donostia vivía su belle époque particular. Recatada y señorial, destino de asueto para élites, la urbe donostiarra no quería que su estilo de vida se enfangase con el incipiente desarrollo del puerto industrial y la llegada de mano de obra barata. Así, porque toda fiesta de lujo necesita su propio basurero, Donostia tiró su puerto hacia la Bahía de Pasaia, al otro lado del Monte Ulía, como quien lanza la monda del plátano al otro lado de un muro de tres metros y se alegra de cuán limpia está su casa.

Por esos mismos años, los armadores de la zona se dieron cuenta de algo clave para el devenir de esta historia: por el precio que les suponía contratar a un arrantzale euskaldun, combativo, organizado y protestón, se podían ir al otro lado del Cantábrico, llegar a Galicia y traerse a 10 marineros gallegos, con fama de buenos trabajadores y abnegados. Y el trasvase no se hizo esperar. Ahí estaban el óvulo y los espermas. Entre 1916 y 1936 llegaron a la bahía de Pasaia miles de gallegos para trabajar en la pesca industrial del puerto, a los que los armadores hacinaron en unos cuantos edificios construidos bajo el caserío Trintxer, en la cara del Ulía que da hacia la bahía de Pasaia. Los edificios pasaron a ser conocidos como Trintxer-pe, que en euskera significa “debajo de Trintxer”.

La jugada, parecía, les había salido redonda a armadores y bon vivants de la capital guipuzcoana. Donostia podía seguir siendo el retiro señorial en el que se había convertido y en Pasaia la industria pesquera había encontrado en los inmigrantes gallegos al empleado perfecto: sufrido, trabajador, callado y dócil. Pero, claro, hubo un pero. Un detalle que se les escapó a todos: el efecto contagio. Según pasaron los años, las ideas socialistas que sus compañeros euskaldunes llevaban al puerto de Pasaia fueron haciendo efecto en las familias gallegas. En los años 30, un 75% del barrio estaba enrolado en sindicatos anarquistas o de izquierdas. Y, para alarma de la alta sociedad donostiarra, solo un 7% iba a misa los domingos. “Tierra pagana”. “Agujero bolchevique”. O, más rimbombante todavía, “meca del sóviet rojo”. Esos eran algunos de los sobrenombres que se le pusieron a Trintxerpe al otro lado del Ulía, monte que servía ya como frontera intraspasable entre la belle époque y el desarrollismo desenfrenado.

Tan solo 20 años después de haberse formado, el golpe fascista del 14 de julio de 1936 cogió al Trintxerpe en estado de efervescencia, tras varias huelgas y manifestaciones que habían dejado un reguero de muertos en el barrio. El sindicato El Avance Marino, vinculado a la CNT, contaba con la mayor representación en el distrito, seguido de sindicatos comunistas y de UGT. En palabras del historiador gallego Dionisio Pereira, “nacía, pues, la ‘quinta provincia gallega’ con unas apreciables señales de identidad izquierdistas, ácratas y proletarias”.

La odisea

El golpe de estado de Franco marca el comienzo de una etapa de unos dos años que acaba convirtiendo al Trintxerpe en un “barrio de perdedores”, en palabras de Josetxo Domínguez y Josetxo Fariña. En los primeros meses de guerra, los emigrantes gallegos formaron parte de las milicias que participaron el asalto al cuartel donostiarra de Loyola, en los combates de Peñas de Aya y en la batalla de Irún. Nada estaba demasiado organizado ni preparado en el bando de las milicias. Tampoco había armas o equipamiento para todos. Para casi nadie, más bien. El histórico anarquista guipuzcoano Chiapuso llegó a contar que los pescadores de las Rías Baixas y de A Costa da Morte fueron a combatir por los escarpados riscos de Peñas de Aya vistiendo sus katiuskas, haciendo frente a unos requetés carlistas que llevaban tiempo preparándose para la guerra en la montaña.

A los pocos meses, en octubre del 36, Gipuzkoa fue abandonada por aquel primer e improvisado ejército republicano. Del Trintxerpe no se fueron solo los milicianos, sino también gran parte de las familias que lo poblaban. Según la historiadora Rosa Gª Orellán, allí solo quedaron los gatos. En esto discrepa Josetxo Fariña: “También quedaron las ratas”. “Los fachas”, completa, por si no quedaba claro.

Las de los dos Josetxos, junto con la mayoría de familias del Trintxerpe, se marcharon en barcos hacia Bilbao. Ahí comenzó una nueva fase de la guerra. La que llevó a los gallegos a combatir por decenas de montes vascos —Kalamua, Otxandiano, Txibiarte, Amboto, Sollube, Artxanda—, convirtiéndolos en una especie de mendizales improvisados. En ellos, quién sabe cómo, aguantaron todo un invierno frente a los envites de los ejércitos del general Mola.

Mientras, las familias de los milicianos y milicianas que no habían ido a combatir al frente se quedaron en Bilbao intentando sobrevivir a las condiciones de una ciudad en guerra. La madre de Josetxo Fariña, Josefa Chans Cousilla, no lo consiguió y falleció por enfermedad a los 23 años. También una hermana de Josetxo moriría a los dos años, víctima de otra enfermedad. “Era una especie de almacén, sucio y al raso en el que nos echábamos a dormir, me acuerdo también de las alarmas por bombardeo”, recuerda Josetxo Fariña de su paso por aquel Bilbao. Tan solo tenía cinco años.

Con Bilbao como último bastión del Gobierno Vasco, más de 1.000 gallegos se repartían por el frente de guerra, divididos entre decenas de batallones del Ejército de Euzkadi, la mayoría vinculados a la CNT. El Batallón Celta, como muestra su propio nombre y lema —“milicias antifascistas galegas”—, fue uno de los que acogió a más gallegos de Trintxerpe. El batallón Bakunin también contó con una importante presencia de gallegos y llegó a convertirse en una de las unidades más destacadas dentro del Ejército de Euzkadi, participando entre otras en la ofensiva sobre el monte Txibiarte.

Allí, a pocos kilómetros de este pico alavés, vive Sergio Balchada, historiador pontevedrés afincado en Amurrio y experto en el batallón Bakunin. No es la primera vez que, recorriendo las lomas del Txibiarte, Sergio se encuentra casquillos de bala, cascos o cajas de munición. Hoy en día, todavía se pueden ver claramente el rastro de las trincheras, de los nidos de ametralladora y los canales de comunicación excavados por el batallón Bakunin. Satxa, como lo suelen conocer, considera que por lo menos unos 150 gallegos del Trintxerpe o de la zona de Pasaia combatían en el Bakunin. “Pasaron más de medio año aquí”, explica, “desde octubre del 36 hasta mayo del 37”. A poco más de 200 metros, al otro lado de un valle que ahora sirve de pasto para vacas, se situaron durante meses los requetés carlistas. “En este sector y por gran parte del frente los dos bandos solían hacer treguas de unos minutos, se intercambiaban productos que uno de los dos bandos tenía o, si tenían familia del otro lado, preguntaban por ella”, explica Balchada.

En mayo del 37 da comienzo la continua retirada que lleva al Ejército de Euzkadi a su rendición final en agosto de ese mismo año, en la localidad cántabra de Santoña. El momento que puso punto final a la extraña guerra de los gallegos de Trintxerpe, a los milicianos del Bakunin y del Celta y del resto de batallones. Al menos su guerra fue peleada por gente que sabía, y mucho, del mar, de pesca, de trabajar y de luchar cada día. Pero que no conocía nada sobre la guerra. Sus primeras actuaciones están plagadas de anécdotas que reflejan esta ausencia de capacidades militares. En los primeros días de guerra el sindicato trintxerpetarra El Avance Marino asaltó un barco atracado en Pasaia, conocido como Torpedero nº3. El objetivo era llegar a la Bahía de la Concha para bombardear el Hotel María Cristina, donde se atrincheraban con fusiles los partidarios del golpe de estado. Finalmente, los cañones del navío acertaron en todos sitios menos en su objetivo, y el ataque se detuvo. Pocos días después, en el asedio del Cuartel de Loyola, los mandos tuvieron que explicarles a los milicianos que, en un asedio como aquel, la gente no se podía ir a dormir a casa, que aquello era una guerra. Cerca del Txibiarte, ya con meses de guerra detrás, un soldado alemán se fue de paseo en su día libre y, sin saber muy bien cómo, cruzó líneas enemigas y nidos de ametralladoras vacíos. Siguió caminando y acabó por llegar a un pueblo, donde llamó la atención de los locales por su vestimenta, pulcra y poco habitual en el bando republicano. La voz se corrió y la escuadra encargada de vigilar el frente salió corriendo tras él. Estaban en un caserío. Celebrando un cumpleaños. No lo dieron atrapado.

Tristemente, se supone que con el tiempo y el paso de la guerra todos estos hombres y mujeres se hicieron mejores militares. Aguantaron el frente durante meses frente a un ejército que aunaba tercios, soldados marroquíes, italianos y regulares, dirigidos por Mola. Según Balchada, la orografía, pero también el estoicismo de toda esta gente hizo que la resistencia fuese posible hasta mayo del 37, cuando la guerra en Euskadi empieza a decantarse del lado nacional. El Bakunin se marcha a defender la cima del Sollube y, ya en retirada continua, el cinturón de hierro bilbaíno. Por su parte, el Celta, el batallón del padre de Josetxo Fariña, deja el Kalamua y se retira hacia el Otxandiano. Luego al monte Artxanda. Luego Bilbo. Y Cantabria. Y luego, ya, la nada. La rendición total del Ejército de Euzkadi en Santoña y, con él, el de los más de 1.000 gallegos que lucharon en él. Pescadores en su mayoría que solo conocían el mar y que, irónicamente, fueron a perder vidas y su libertad montaña, tras valle, tras montaña.

El fin

Las de los Josetxos y muchas otras familias del Trintxerpe acabaron regresando al barrio, cruzando la frontera de Francia en Irún cerca del año 1938. Antes de la derrota final del Ejército de Euzkadi habían abandonado Bilbo en barcos. Pero la provincia gallega que se encontraron no se parecía en nada a la que habían dejado. Era, ya, el barrio de perdedores de los años 40. Un barrio de familias sin padres y de gente de mar que perdió casi todo en las montañas. Un barrio sin vida y con hambre, sin sindicatos y con represión, al que Josetxo Fariña llegó solo con su abuela y su hermano pequeño.

“Mi abuelo se había quedado en Bilbao esperando otro barco, no cabía en el nuestro. Al final pudo llegar, y menos mal. Si no llega a haber venido, a mi abuela la hacen desaparecer y a nosotros nos mandan con alguna familia por ahí. Eso se hizo mucho en aquella época”, comenta Fariña.

La posguerra fue dura en Trintxerpe. Pescar no era factible debido a la Segunda Guerra Mundial. La escasez era lo normal y los paseos, también. Sin embargo, el tiempo acabó por absolver a la quinta provincia. Un cura jesuita y nacionalista de apellido Esnaola llegó como referencia para los niños de un barrio perdido. Poco después de la guerra continental, la pesca se retomó y en los 50 a Trintxerpe se le comenzó a conocer como “la mina de oro” o la “Nueva California”. La pesca de bacalao se convirtió en el salvavidas de la comunidad. El Trintxerpe y los habitantes de la quinta provincia acabaron por encontrar la vida, otra vez, en el mar, alejados de las montañas que tanto le quitaron.

Ahora, 80 años después de que bajo el caserío Trintxer solo quedasen los gatos —y las ratas—, portugueses y africanos han tomado el testigo de los gallegos como comunidades inmigrantes más notables. Mientras, muchos de los que llevan apellidos gallegos visten ya txapela y hablan euskera. Cada día más, la herencia gallega se ciñe a la nomenclatura y solo reductos como el Fato Cultural Daniel Castelao luchan por mantener viva esta llama que, pese a todo, se apaga.

Por su parte, rápido aunque cada vez menos, Josetxo Fariña seguirá paseando por el barrio para seguir grabando su historia bolígrafo en mano, toda vez que su operación de cataratas se lo permita. Pequeño pero fuerte; duro, bravo y tozudo. Anarquista convencido. Protestón. Niño huérfano de guerra que acabó por solucionarse la vida por Terranova y los mares de medio mundo. Con apellidos gallegos pero que ya pocas palabras recuerda en el idioma de sus padres. ¿Qué mejor metáfora que él mismo y su historia para definir a este barrio?

Y en el bolsillo de su txamarra, en esa libretilla cuadriculada de 7x10 centímetros, el mayor ejercicio de memoria histórica que se haya hecho por sus padres, por el padre del otro Josetxo y por todos los gallegos y gallegas de la quinta provincia que se fueron a morir y a luchar contra la barbarie por las montañas de Euskadi.






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