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sábado, 31 de marzo de 2018

Ustedes Son los Siguientes

Lo dicho, el compromiso del pueblo catalán con su autodeterminación ha terminado por poner en el banquillo de los acusados al propio régimen español. Retomando lo que ya mencionaba Miguel Ángel Cerdán en su texto Patriotas de hojalata, les compartimos este texto dado a conocer por La Marea en el que Daniel Bernabé le da un toque de bola a la "izquierda" borbónico franquista, parapetada detrás del mantra de Susana Díaz: "la izquierda no puede ser jamás nacionalista":


Daniel Bernabé

No sé dónde escuché el otro día una especie de chiste que venía a decir que el hundimiento del Titanic fue un contratiempo bastante notable para los pasajeros del barco si exceptuamos a las langostas que iban a servir ese día en la cena. La enseñanza es sencilla, lo que parece un problema para la mayoría suele resultar providencial para unos pocos. Cataluña no es una excepción.

En puridad ya no podemos hablar de proceso independentista, al menos como proyecto político conducido por sectores con fuerza institucional. Eso finalizó el día que se proclamó la república y detrás no había nada: ni reconocimiento internacional, ni acceso a los mercados financieros, ni siquiera un plan de resistencia civil.

Para quien quiera leer la situación desapasionadamente, Cataluña nos ha recordado que el concepto de autonomía de lo político es mucho más que una construcción teórica. La política, esto es, la forma de enfrentar ordenadamente unos problemas o aspiraciones en sociedad guiada por una ideología, necesita de narrativa y discurso, de metáforas y significantes, de manejo de la épica y las emociones, de apelación a la razón y la conveniencia. Pero su puesta en marcha no puede ser nunca tan solo declamativa, como un sortilegio que con tan solo conjurarse provoca efectos tangibles.

La político necesita de lo económico, de los medios materiales y logísticos, para que sus proclamas se vuelvan acciones. No hay de donde no se puede sacar. Pero también, y paradójicamente, necesita de nuevo apelar a lo cultural para que esos medios se pongan en funcionamiento, necesita la idea de poder. Sin poder la política se vuelve locura o parodia, como la del general decimonónico de tebeo arengando al psiquiátrico con una cacerola en la cabeza.

El poder, como cesión de una voluntad común en unas pocas personas, a menudo presentada como voluntariedad cuando es usurpación histórica de clase, es en último término cultura. Un consenso que suele funcionar con tan solo nombrarlo, esgrimirlo: la placa del policía es como un amuleto, sin ninguna capacidad propia pero con efectos bien patentes. Pero para que el poder funcione, cuando el consenso se quiebra, cuando es cuestionado, necesita de instrumentos de coacción, esto es, porras, pistolas, cárceles y tanques.

Que los líderes del proceso independentista olvidaran el concepto de autonomía de lo político es lo que ocurre cuando tu formación ha sido más en escuelas de negocios neoliberales que en sindicatos, que la magia negra de la supuesta desaparición del trabajo te hace olvidar que el mundo se mueve por las mismas coordenadas concretas de los últimos cuarenta siglos. Eso y que cada vez que alguien pretendía dar un paso atrás, la contraparte españolista obligaba a dar uno adelante.

El independentismo ganó en lo electoral sin aumentar su presencia, a pesar de que se podía intuir una posible decepción en sus filas. Es lo que pasa cuando metes entre rejas a los líderes de cualquier movimiento, que a ninguno de sus electores le apetece sacar el voto de castigo de la imprevisión o la inconsciencia. Mucho menos de la traición.

Del proceso independentista queda, sin embargo, algo: gente en las calles. No gente dispersa, masificada, como la que sale a celebrar un título deportivo. Gente organizada y con la idea independentista como representación de sí misma pero también de otras muchas cosas. En lo que entendemos como España, en los últimos 200 años, la república ha sido mucho más que la ausencia de rey, ha sido la forma que han tomado las ansias de cambio porque, a poco que se tenga olfato, se entiende que lo monárquico es el parapeto de la oligarquía. El independentismo puede que sea idea de catalanidad idealizada frente a lo español, estelada y Els Segadors en las formas, pero en el fondo sigue siendo una respuesta a un momento capitalista que tiende a la descomposición en todo el continente.

Busquen el ejemplo que quieran, pero no hay un solo país europeo donde, primero la crisis y luego su salida en falso, sobre las espaldas de los trabajadores, no esté dando resultados anormales en comparación con los últimos setenta años de historia política continental. Puede que sea contradictorio expresar esta angustia ante el futuro con el Brexit, con Il Movimento 5 Stelle, con Le Pen, parecería de hecho más lógico hacerlo con Syriza, pero pasó lo que pasó. Puede que caminar al lado o detrás de los convergentes que habían sido cómplices de esta descomposición sea contradictorio, pero es lo que tiene la política en tiempo de hundimientos, que cada uno se agarra a lo que puede.

Y eso es lo que nadie parece querer ver, que la gente que está hoy en la calle en Cataluña ya está por delante del procés, aun sin saber bien hacia dónde ir y teniendo todo en contra. La izquierda española puede desgañitarse en señalar sus contradicciones, en afirmar algo que parece cierto: sin la connivencia española el futuro unilateral de Cataluña es inviable. El problema es que también es cierto que la izquierda española carece de proyecto, ni siquiera a medio plazo, que contemple una impugnación tan grande como la catalana. Resulta ridículo señalar con sorna que alguien va en taparrabos y vive en una choza cuando tú estás desnudo y a la intemperie. En Cataluña, aun con incongruencias, se continuó lo que en el resto de España empezó en 2011 y acabó en 2015.

Claro que lo de Cataluña se podía haber arreglado por arriba, por lo liberal, en los despachos y los reservados. En cada análisis de esa poca prensa que aún queda creyendo en la política parlamentaria, los principios democráticos y la visión de Estado, se buscan los errores que se han cometido para habernos traído hasta aquí. Con cada nuevo encarcelamiento, con cada nueva carga policial, alguien se echa las manos a la cabeza diciendo algo que es cierto y que va a la base del problema: hay dos millones y pico de personas que se quieren ir de España, hay un problema político judicializado, convirtiendo la ley no en regla del juego sino en su mordaza.

Volvamos al Titanic y las langostas. Precisamente lo que nadie suele tener en cuenta es esa visión de Estado, que en lenguaje periodístico suele significar altura de miras pero que en lenguaje del propio Estado es supervivencia al precio que haga falta. A la derecha de este país nunca se le olvidó el concepto de autonomía de lo político.

Cataluña es un síntoma de muchas cosas, pero también está siendo la oportunidad para restituir el orden en su más precisa acepción: el orden de clase. Por eso, digámoslo sin rodeos, la derecha española tiene un interés nulo en arreglar el problema. Por contra pretende que se enquiste, sin llegar a extremos en los que se requiera lo militar –por un problema estético, no moral–, pero que permanezca lo más posible en el tiempo como aglutinador de sus fuerzas y, lo que es más importante, como cuña para las contrarias.

La narración, exitosa, ha vendido al derechista medio, con una vida tan triste como la de cualquiera, que él ha sido partícipe primero de una reconquista y ahora de un escarnio merecido. Y lo mejor de todo, tras su rey, como las películas de fantasía épica. Lo patriótico en España ha sido reducido a una caricatura donde los modos y formas de mundiales y eurocopas se han adaptado para la ocasión. A por ellos, como grito para todo, sin saber bien quién es el otro, o peor, nosotros mismos.

El plan del rojigualdismo, que era previo a lo independentista y que podía haber sido activado por otros vértices, como el xenófobo tras un atentado yihadista, tiene como consecuencia que una vez que desbridas al animal se hace difícil volver a meterlo en la jaula. La ultraderecha, no los partidos residuales con este nombre, sino la reacción como forma social, se pasea hoy con la mandíbula alta y con un voraz apetito. Cuidado, el españolismo no carbura con promesas de gloria y grandeza, no funciona para sí mismo, sino siempre contra alguien. Y sus presas no se van a limitar a Cataluña.

En estos últimos ocho meses hemos retrocedido décadas y lo que antes se decía entre dientes hoy se escribe con desparpajo de folclórica borracha en las columnas. Hay vía libre para la estupidez altiva, para el aliento a coñac mañanero, para la trifulca de tugurio llevada al debate público. Hay una competición por ver quién berrea más alto. Posiblemente no sean muchos más de los que han sido siempre, ese tercio del país realmente transversal y con sus líderes poseyendo todos los resortes del poder, pero están exultantes.

Que cada uno en la izquierda se conforme con lo que quiera para dar esquinazo a la cuestión: la ilegalidad, las contradicciones y el interclasismo catalán, las guerras culturales por todo horizonte, el que las feministas o los jubilados nos saquen las castañas del fuego. Lo que quieran, pero que no se les olvide: ustedes son los siguientes.






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