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jueves, 1 de marzo de 2018

De la Vespa al Gita

Les compartimos esta interesante crítica con respecto a ciertos vehículos icónicos y su distópico presente evolutivo, dada a conocer en las páginas de La Marea:


“La desaparición del mundo del trabajo de la centralidad narrativa de nuestras sociedades, no de su aparato productivo real, es lo que hace que hoy se proyecten robots de asistencia para el consumo en vez de Vespas”.

Daniel Bernabé

Si existen tres elementos que definieron a la Italia de posguerra, y de una u otra forma al resto de Europa, esos son el neorrealismo, el Partido Comunista y la Vespa. Su relación va más allá de la coincidencia nacional y temporal, en ese apogeo de 30 años que se extiende de 1945 a 1975 y que marca el alto modernismo, una época donde la centralidad del mundo del trabajo y la planificación, incluso dentro de una economía de mercado, fueron los hitos que moldearon a la sociedad.

Se equivoca quien vea en el neorrealismo un cine de crítica o denuncia. Cuando Rossellini rueda Roma, ciudad abierta en 1945 lo hace sobre los escombros aún humeantes del conflicto. A partir de ese momento las pantallas se llenan de obreros, de niños con mirada de hogaza de pan seco, de grúas y desarrollismo, de máquinas sin admiración futurista y de palabras como salario, jornada y huelga. Pero también del impulso cotidiano de la vida escindida por lo asalariado, de exceso hedonista como liberación y de lo femenino como un culto laico, de mujeres vistas desde lo masculino pero a la vez con la suficiente fuerza como para constituirse en un impulso con voz y personalidad propias. El neorrealismo fue descripción, la crítica se formulaba en la mente del espectador. Cuando Pasolini filma Saló en 1975 está recordando el pasado reciente, pero también anticipando el futuro inmediato de un mundo que iba a cambiar, a restaurar la acracia y brutalidad del mercado, a barrer lo que quedaba del concepto de historia. Él no pudo ver su estreno.

Si las pantallas —que hoy ocultan, se interponen— reflejaron la lucha de clases en sus vertientes explícita y sentimental, la política no pudo quedar un paso por detrás. El PCI, la organización comunista más grande del mundo capitalista, el partido que llegó a tener dos millones de afiliados y se enfrentó a la Democracia Cristiana, la CIA y el Vaticano, fue el fruto de ese proceso que entendió la reconstrucción de la guerra desde lo industrial, lo soberano y lo democrático. De un pacto que cargaba sobre los hombros de la clase trabajadora la peor parte del acuerdo, pero que a la vez la hacía indispensable para llevar adelante el proyecto de país. Aquello fue enormemente contradictorio para todos. A los trabajadores les daba un presente repetitivo y arduo pero una esperanza de poder y mejora que parecían tocar con los dedos; a la burguesía nacional un papel en el mundo pero una permanente amenaza en las asambleas que les observaban desde la parte baja de la fábrica, y a los comunistas una posición prioritaria pero también la aceptación de un electoralismo pensado como adulterio de la voluntad popular. Que el PCI pensara que podía ganar, al margen de terrorismo dirigido desde Washington, pucherazos y púlpitos, no fue una cuestión de extremo optimismo, sino tan solo una tendencia, un ejercicio aritmético. Otra vez Pasolini: los comunistas no contaron con la cultura del consumo, con el entumecimiento del intelecto y la moral, con la laceración que el nuevo fascismo practicó al alma del pueblo italiano a través de los televisores.

Aunque ya había scooters desde principios de siglo XX, la motoneta canónica fue la Vespa, ese milagro que salió de los talleres de Piaggio y del diseño de D’Ascanio. Tras la guerra, con una industria aeronáutica limitada al haber sido Italia parte del Eje, los empresarios tuvieron que dar salida a materiales y adelantos técnicos de alguna forma. La pequeña moto con su chasis de tubos soldados, recubrimiento de chapa, formas curvas y soporte lateral de la rueda delantera, era una resonancia de ideas pensadas previamente para los aviones. Aunque su objetivo como producto fue el único que puede contemplar una empresa privada, el beneficio, su inspiración fue la misma que la del neorrealismo y el Partido Comunista: la clase trabajadora.

Con ciudades en expansión y crecimiento permanente, Piaggio pensó en dotar a los trabajadores de un vehículo barato, versátil y, por qué no, bonito, con el que pudieran desplazarse, tanto en su trayecto laboral como en su tiempo de ocio. A partir de ahí la pequeña cafetera rodante se convirtió en un icono mundial que, aún hoy, circula por nuestras calles tanto en sus versiones actualizadas como antiguas. La Vespa de Audrey Hepburn, la Vespa de los mods, la Vespa del afilador o el cartero en cualquier barrio un lunes por la mañana. En este vehículo se condensó la planificación industrial de la modernidad, aquella en la que los productos aún respondían a una necesidad y no la creaban, aquella en la que la función anticipaba a la forma tal y como predijo la Bauhaus, aquella en la que existía la soberanía y un país como Italia exportaba al mundo técnica y no formatos de entretenimiento berlusconianos.

Todo esto viene porque este miércoles leí en The Atlantic un reportaje sobre Gita, el primer proyecto de Piaggio Fast Forward, la división de nuevas tecnologías de la compañía italiana con sede en Boston. Gita es un robot de carga rodante de forma cilíndrica, el R2D2 de las compras. Según sus creadores la idea es desarrollar vehículos más pequeños que un coche pero más grandes que un dron para permitir a la persona desplazarse a pie pero sin tener que cargar con sus enseres. Al parecer la idea es evitar que el ciudadano de clase media tenga que recurrir al automóvil para realizar pequeñas compras o pueda moverse con su bicicleta sin cargar con mochilas ni equipaje. El robot es capaz de navegar por el entorno urbano siguiendo a su dueño o bien recorrer autónomamente trayectos que ya ha realizado con el humano. Los responsables del proyecto insisten en la idea de que Gita servirá para fomentar la movilidad peatonal, hacer más cómodo el tiempo de ocio en la “experiencia urbana” e, incluso, lograr “libertad cognitiva para interactuar con el entorno” al tener las manos libres.

Gita, a priori, parece un carro de la compra autopropulsado y semiinteligente. Todo lo demás, nos tememos, es parte de la especulación de las ideas que de forma consustancial siempre acompañan a los proyectos de las nuevas tecnologías. Más allá del ingenio en sí mismo y sus posibles aplicaciones, este robot define, por oposición a la Vespa, nuestro capitalismo tardío con extraordinaria concreción.

La técnica está solo al servicio de esa clase media totalizante y su principal función en nuestra sociedad, que no es la de producir sino la de consumir. En la página de la empresa, con esa estética de distopía cercana y amable tan propia de los gigantes tecnológicos, las personas que aparecen utilizando el cacharro, además de diversas racialmente, son esa fantasmagoría que más que trabajar se desarrolla profesionalmente, más que hacer deporte se superan emocionalmente y más que comprar bienes de primera necesidad disfrutan de una experiencia eno-olfativa. Realmente una parte muy pequeña de la población que ya pasa por su totalidad gracias a este permanente teatro de sombras chinescas en versión high-tech.

La desaparición del mundo del trabajo de la centralidad narrativa de nuestras sociedades, no de su aparato productivo real, es lo que hace que hoy se proyecten robots de asistencia para el consumo en vez de Vespas, lo que implica que las pantallas de cine en vez de describir la realidad la oculten y lo que provoca que los partidos comunistas no tengan hueco en un mundo donde más allá de lo que somos importa lo que nos han hecho pensar que somos.

Gita tendrá que enfrentarse contra las nuevas leyes que pretenden regular la relación entre el espacio público y los robots, pero también a los campamentos de infraviviendas que ya ocupan las aceras, kilométricamente, en muchas ciudades norteamericanas, sobre todo aquellas que encontraron en la tecnología su nueva fiebre del oro.

Quien vive en esas chabolas no son vagabundos, sino working homeless, trabajadores de servicios cuyos empleos no les permiten pagarse un alquiler tras los procesos de gentrificación, pero que tampoco pueden vivir fuera de los centros ya que serían incapaces de rentabilizar sus empleos bajo un sistema deficitario de transportes públicos. Por las noches pasan las horas en tiendas de campaña de plástico azul, el resto del día despachan productos eco-friendly, de forma servicial y sonriente, a los ingenieros. Pronto lo harán a sus robots.

Ya no tienen cine que les retrate, moto que les transporte, partido que les agrupe.






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