Iñaki ha estado muy generoso hoy y nos ha compartido no uno sino dos de sus textos.
Aquí les presentamos el segundo en el cual, nos invita a una reflexión muy personal:
No se trata de un concepto religioso, ni siquiera de un lema anarquista como parecieron darle hace ya unas décadas sus principales promotores, entre ellos Serge Latouche. Tampoco de un intento de avanzar más allá de conceptos energéticos. Se trata más bien del bien vivir, no tanto del buen vivir que tanta intención ha despertado entre nosotros.
No sé si será cosa de la edad, tendrá que ver con la cercanía del final o se trata de una acumulación metafórica de consecuencias personales. Pero día tras día, semana tras semana, me acerco a la sencillez de la vida, evito la complejidad por inútil y, sobre todo, apenas me llaman la atención esos centenares de mensajes que recibimos en uno u otro sentido para consumir, aunque se trate de lo básico.
Hace años que no entro en una tienda de ropa de esas que, multinacionales, nos abruman con neón tanto en las aceras pares como impares. Ni en las otras. Lo reciclable sirve también para vestir. Uso el coche lo imprescindible, el trasporte público siempre que me ofrece alternativa y aplasto las suelas de los zapatos vertiginosamente si la ocasión la pintan.
Jamás he traspasado la puerta de esos centros escabechados que desforestan el planeta para convertir en pasto de sus reses que acabarán dando comidas que dicen rápidas donde debería decir inhumanas. Pepinillos, hamburguesas, patas congeladas que han viajado miles de kilómetros en el sótano de un avión de carga. Una huerta cercana me acerca cada semana sus productos, en una experiencia que se asienta y multiplica en los rincones de nuestro país. Lo que la estación avive.
Mi camello literario me tiene al corriente de las novedades, de autores que descubre en los confines del último continente. Que, como el buen vino, no abundan ni siquiera en tiempos de saturación. Le hago caso a cada consejo. Mientras, consumo lectura que compro a peso porque eso de las letras y su trajín adecuado no tiene que ver con la modernidad. Parece mentira, pero nos hacen creer que los libros se hacen viejos como el calendario.
El ordenador que ayuda a guardar, teclear, compartir y relacionarme con sus programas de cercanía, debería estar en un cementerio, según los "sabios" de la informática. Y, sin embargo, tiene la misma energía que el primer día a pesar de que ha cumplido la edad que, para un perro, sería ya cercana a la vejez. El teléfono móvil que vibra en mi bolsillo, especialmente los lunes cuando se confeccionan las agendas semanales, hace tiempo que dejó de fabricarse y hoy podría ser pieza de museo. Un icono vintage que, a pesar, sigue recibiendo y emitiendo llamadas.
Hace unas semanas, rompió sus arterias la lavadora de casa, que nos había acompañado durante veinte años, algunos de ellos con una actividad extraordinaria, cuando los hijos estaban en esa edad que son tan activos como deben. El vendedor de su sustituta, joven, se sorprendió de su aguante. La nueva, tendrá una vida de un tercio de la anterior, a pesar de los avances tecnológicos. Hacer aparatos resistentes, baterías eternas, pantys sin temor a su rayado, frena la cadena de producción, el consumo.
No quiero parecer un decrépito hippie que reniega de la ciencia, de la tecnología, del conocimiento. Simplemente pongo en entredicho su poder, quién maneja sus hilos, quién renueva su interés. Hay que reconquistar nuestras vidas. Y reivindicar el bien vivir.
Nos mantenemos con una cantidad ingente de adherentes superfluos, de pequeñas y grandes cosas que no sirven en absoluto para mejorar nuestra calidad de vida, ese "buen vivir" al que aspiramos. Derrochamos más de lo que podemos, debemos y necesitamos. No estamos enfocados en el objetivo del "buen vivir". Es un engaño.
Somos máquinas de generar mierda, literalmente, basura fungible para deleite de una maquinaria que no mira más allá de la semana que viene, que no cuenta en términos de seres humanos, de humanidad, sino de consumidores (en esta ocasión ni siquiera humanos, perros, gatos europeos y demás tienen mejor expectativa que la mayoría de habitantes de Somalia).
Derrochamos el 30% de los alimentos que se producen en nuestro entorno, acicalamos la fruta, la verdura y desechamos lo que los cánones publicitarios de la belleza nos indican, para inundar y carbonizar los "excedentes". Quemamos hasta los libros que no se vendieron en primeras ediciones para evitar que el "producto" se devalúe.
Es la impostura de la opulencia, de un sector, en el que me incluyo, que remata la idea de progreso con la de bienestar. Una trama de falsos dioses, de esos "intoxicados" que relataba Ivan Illich y un círculo cercano que aspira a serlo. Desde que sabemos que la eternidad es un camelo, el nihilismo se ha apoderado de las generaciones occidentales. El que venga por detrás que se j...
Estamos inmersos en una crisis de sobreproducción. Una crisis de exceso espectacular de combustibles fósiles (petróleo), de materias primas que nos atrapa en un bucle infernal. Porque producir se arrima a consumir, a puestos de trabajo y al dinamismo de la economía. Y lo contrario a la deflación, al paro, a la pobreza.
Hay una sobreexplotación de la tierra, de sus recursos, de todo lo que sea capaz de generar beneficios, concepto muchas veces no relacionado con el de riqueza. Hay un saqueo sostenido, acelerado geométricamente en las últimas décadas que tiene que ver con los objetivos capitalistas pero también afecta a aquellos sistemas que se rigieron por principios marxistas.
Debemos hacer un parón en el camino de la especie, debemos tomar aire y respirar ese medio repleto de anhídrido carbónico que arrasa nuestros pulmones y maltrata la calidad de los espermatozoides, abocándonos a un final desordenado. Un parón para afianzar si queremos futuro o no, si apostamos por la solidaridad del grupo o por el sálvese quien pueda.
Esta crisis de sobreproducción afecta no sólo a las materias primas, con fecha de caducidad por cierto, sino también a nuestros valores. Estamos colonizados en el día a día, intoxicados en mayor o menor medida, ajenos al apocalipsis. Obligados, para la supervivencia, al decrecimiento.
Un apocalipsis que espera a la humanidad, no al sistema. Porque el capitalismo seguirá reinventándose, aunque digan que se encuentra en su última fase y que ya no tiene margen de explotación. El sistema es tan cruel que sobrevivirá para el buen vivir de unos pocos, mientras la mayoría de la humanidad pueda desaparecer por pandemias, hambrunas, guerras o escasez de materias primas, de agua.
Parece, sin embargo, que el decrecimiento es tarea imposible. Que resistir, disociarse del sistema, desertar de semejante locura no tiene cabida porque las actitudes particulares no sirven sino para alimentar la extravagancia o, en el peor de los casos, acabar en el psiquiátrico.
No soy de esa opinión. Porque como en cualquier actitud ideológica, llamémosla revolucionaria aunque pueda tratarse de un engaño en función de su radicalidad, el decrecimiento es también una actitud personal. No tiene que ver con el crecimiento negativo, con el euribor bajo cero... sino con una insurrección en los términos.
Aunque esta insurrección, bien lo sé que modesta, acomodado en una país europeo sin reconocimiento, pero homologado por su clima, su sistema de pensiones y salud universal, sea particular. Escribir desde ese pedestal es sencillo. Por eso lo hago con tremenda humildad. Para concluir que muchos pasos, muchas suelas, hacen camino.
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