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viernes, 12 de marzo de 2004

El 11-M

La Jornada ha publicado este reportaje en el que su autor, Jenaro Villamil, nos cuenta el lado humano de la tragedia que se ha vivido en Madrid como resultado directo de las andanzas guerreristas del neogeneralísimo José María Aznar. La fecha ya ha sido bautizada como el 11-M, en remembranza a aquel otro día aciago para la humanidad, el 11-S, o sea, aquel 11 de septiembre de 2001 que se ha traducido en una serie de incursiones militares por parte de Estados Unidos en contra de Afganistán e Irak.

Lean ustedes:


La solidaridad inunda Madrid pese al temor de nuevos atentados

El día de ayer, bautizado 11-M en medios españoles: masacre, marzo, movilización...

Jenaro Villamil | Enviado

Miguel tiene la mirada extraviada. Está aferrado a una maleta. Su rostro revela pánico y dolor infinitos. Mira hacia atrás, hacia la enorme cúpula metálica de la estación Atocha, donde apenas unas dos horas antes se perpetró el peor atentado terrorista en la historia de Madrid. Afirma que espera a su amigo que, como él, de apenas 20 años, llegaba a la capital española en busca de trabajo. Sospecha que ha muerto, como también temen los cientos de personas que han desbordado los alrededores de la glorieta Carlos IV, en el cruce con la avenida de La Castellana, y preguntan desesperados dónde están sus familiares, sus amigos, sus compañeros. Los teléfonos celulares están saturados. Sólo hay comunicación electrónica. El constante ulular de las sirenas dan a la triste mañana madrileña el sonido trágico de largas horas de espasmo, miedo y conmoción.

Sara no sabía si dirigirse al trabajo o quedarse en su casa cuando escuchó en la radio lo que había sucedido. Decidió tomar el autobús hacia la glorieta Colón. "Eran las 8:15 de la mañana y muchas personas en los alrededores de la estación Atocha estaban llorando. Vi gente que caminaba hacia ningún sitio con sus maletas sobre La Castellana. Le pregunté a una señora si viajaba en el tren donde estalló una bomba a las 7:30 de la mañana. Lloraba y no podía hablar bien. Sólo alcanzaba a decirme que ella estaba bien, pero que había mucha gente ensangrentada".

En ese momento la ciudad ya estaba colapsada. La compañía Telefónica se vio desbordada por las llamadas a los aparatos celulares. Las estaciones del Metro se vaciaron. Nadie quería trasladarse por esa vía. Había rumores de que "mochilas bomba" estaban colocadas en distintas estaciones. De pronto, el subterráneo madrileño y las líneas de las cercanías, que trasladan diariamente a miles de trabajadores, gran parte de ellos migrantes latinoamericanos, árabes y europeos orientales, se transformaron en sitios inseguros. Todos temían nuevos atentados.

En los bares y en las cafeterías de La Castellana, y quizá de todo Madrid, la gente estaba hipnotizada frente a las pantallas de televisión que daban cuenta del tamaño de la masacre: 13 bombas preparadas para hacer "el máximo daño posible", 10 de las cuales detonaron en varios puntos neurálgicos: en la estación Atocha, al llegar al sitio donde paran los trenes de la línea AVE; a unos 200 metros de distancia, en otro tren, en las vías de Pacífico, ocurrió el siguiente estallido, con sólo dos minutos de diferencia, y hubo otras explosiones en las estaciones de las cercanías de El Pozo y Santa Eugenia, donde ocurrió el mayor número de muertos.

Eran 120 fallecidos a las 12 del día, pero a las 13:30 horas se había elevado a más de 170, y a las cuatro de la tarde se contabilizaban 186. Y siguió creciendo la cifra. El hospital Gregorio Marañón, el más cercano a todos esos puntos, fue desbordado por la llegada de más de 200 heridos, 15 de los cuales eran niños.

El hospital 12 de Octubre registra la "mayor asistencia sanitaria" de su historia. Se informa que hay un bebé, Jesús, de apenas 17 meses, a quien nadie ha reclamado. "Se teme que sus padres hayan muerto". Una rumana se desmayó cuando le informaron que su esposo falleció en El Pozo.

La gente se desborda a donar sangre

Quienes no fueron a sus oficinas ni se quedaron pasmados frente a la televisión o fueron a averiguar el paradero de algún conocido o familiar se desbordaron en distintos puntos de la ciudad para donar sangre. Fue una auténtica irrupción espontánea y cívica de urgencia y solidaridad con el dolor ajeno por el ataque, que se tradujo en una tragedia social para España.

En la plaza Manuel Becerra, desde las 9:30 de la mañana, se formaron más de cien personas para donar sangre.

En la plaza de Castilla se donó sangre suficiente en dos horas, reportaron las autoridades sanitarias.

En la plaza del Sol, el corazón madrileño, la hilera de donadores -la mayoría jóvenes- no baja de las 150 personas durante toda la tarde. A unos cuantos metros de la fila, bajo la estatua ecuestre de Carlos III, ya hay decenas de carteles: "ETA asesina"; "Por el derecho a vivir libres, ETA no", y "¡Basta ya!"

La sangre tipo O positivo es la más requerida. Un señor de más de 65 años se molesta ante una enfermera porque no ha podido donar, pero confiesa que se siente "digno, porque sólo así puede uno enfrentar el horror de tanta gente inocente que está sufriendo".

La conmoción provoca un rechazo generalizado a la violencia. En calles, tiendas, restaurantes, oficinas y autobuses colectivos la gente se mira con tristeza y comparte el dolor de amanecer en medio de una pesadilla.

En la conciencia de hombres y mujeres de más de 60 años esta violencia acarrea recurrentes imágenes del periodo de la guerra civil, mientras en los más jóvenes es una expresión de incertidumbre y desazón, porque nunca habían visto tanta saña en su propia tierra.

"España no se merece esto", expresa un hombre mayor, de boina y mirada suspicaz. "Unos, los de la derecha, dicen que es ETA para usarlo en las elecciones, y los de izquierdas acusan a los fundamentalistas islámicos. Cada quien quiere su propia versión para aprovecharla electoralmente", afirma.

A unos cuantos metros de él, Alfredo Infante, subdirector de Suma, el servicio de atención de ambulancias, subraya la "extraordinaria colaboración de la gente" para donar sangre y atender a los heridos durante los primeros minutos de las explosiones.

Si de algo hay certeza en medio de tanto luto y asombro es de que la solidaridad de vecinos y ciudadanos madrileños con las víctimas fue extraordinaria.

El video de un aficionado, retransmitido en Telemadrid, exhibe cómo varios cuerpos tendidos sobre las vías de la estación de Atocha fueron rescatados por otros pasajeros, 20 minutos después de la explosión.

En los alrededores de Pacífico, los vecinos del residencial Menéndez Pelayo, en el barrio El Retiro, varios de ellos pensionados o padres de jóvenes que salieron a trabajar en la mañana, relatan cómo brincaron la malla metálica para rescatar a varias personas en el tren que estalló justo antes de pasar por el puente vial de la calle de Comercio y entrar en la estación Atocha.

"!Joder, joder!", exclama un hombre mayor, de pelo blanco y con mucho resentimiento en la mirada: "ahora, ¿qué va a decir el barcelonés ése (por Josep Lluis Carod-Rovira, uno de los políticos del gobierno tripartito de Cataluña que se entrevistó a principios de enero con ETA)? Se le debe caer la cara de vergüenza porque nos mandó a los terroristas a Madrid".

"Bueno", le increpa un joven con una cámara de video portátil: "él no puede ser el único responsable de tanta masacre".

La búsqueda de culpables y responsables inmediatos es, casi al mismo tiempo, la expresión de indignación e ira social que ha dejado como secuela esta ola de atentados. Así lo expresan la mayoría de las editoriales de los periódicos vespertinos de El Mundo, El País y ABC, que hicieron tirajes especiales y agotaron sus ventas en los estanquillos de Madrid.

Los medios coinciden en comparar estos atentados con los del 11 de septiembre en Nueva York y lo bautizan ya como el 11-M, dando a la letra múltiples significados: masacre, marzo, Madrid, muerte, martirio, pero también movilización y memoria. 




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