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miércoles, 24 de diciembre de 2003

Kraus | ¿Por Qué no se Suicidó Hussein?

Este artículo de opinión publicado en La Jornada se lo queremos dedicar con talante navideño tanto a George W. Bush como a Tony Blair, pero, especialmente, se lo queremos dedicar a José María Aznar, el criminal de guerra que se ha convertido en azote para los derechos civiles y políticos tanto del pueblo vasco como, más recientemente, del pueblo catalán.

De los tres de las Azores era quien menos tenía para ganar y el que más tiene para perder.

Adelante con la lectura:


¿Por qué no se suicidó Hussein?

Arnoldo Kraus

Para el trío formado por Aznar, Blair y Bush el hecho de que Saddam Hussein no se haya suicidado es un problema enorme. Puede decirse lo mismo cuando se piensa en otras instancias directa o indirectamente implicadas en el caso Hussein: las naciones árabes, la ONU, la Unión Europea, los países que han enviado soldados para apoyar a las tropas de la coalición, los kurdos, y, por supuesto, el pueblo iraquí. Con esto no quiero decir que el suicidio hubiese solucionado la inmanejable carga de bretes heredada por la invasión de Estados Unidos y la propia bestialidad de Hussein. Lo que quiero decir es que el mundo, o al menos la suma de las partes vinculadas con la terrible historia de los iraquíes, tendrá que hablar de lo que no tiene derecho de hablar: tendrá que reflexionar acerca de la justicia y de la ética.

El problema es inmenso. Occidente, encarado por el trío aludido y la maltrecha ONU, carece de representatividad universal y de ética para ejercer la ley sobre un tirano, cuyas actitudes, per se, rebasan los ámbitos escritos y no escritos de la justicia y de la moral. Ni Hussein es una persona para la cual existan códigos adecuados para someterlo a juicio ni el trío Bush-Blair-Aznar posee los valores necesarios para decidir cuál será y quién dictaminará el futuro del asesino.

Cuando se habla de lo sucedido en Irak es imposible empalmar los ámbitos de la razón y la lógica con los de la justicia y la moral. El mejor argumento en favor de esa hipótesis son las calles del Irak después de la captura de Hussein: hay quienes lo veneran y hay quienes piden su ejecución.

Si entre los iraquíes existen actualmente esas discrepancias, como era obvio para todos desde antes de la guerra, menos para el trío, ¿quién, dónde y cómo juzgar a Saddam? Es lamentable que Hussein no se haya suicidado: le hubiese ahorrado al ser humano continuar en su verdadera y lamentable condición y le hubiese evitado al mundo exponer nuevamente sus ineptitudes, sus dislates, su "ser hipócrita".

El suicidio, cuando no se comete por locura o fanatismo, es un acto que exige dignidad y valentía inconmensurables, aunque, por supuesto, haya quienes lo consideren una acción cobarde. Habiendo perdido todo -dinero, familia, poder- y sin ningún futuro, es incomprensible que el sátrapa no se haya suicidado. Dos razones, complementarias y no excluyentes, explican las razones por las cuales Hussein no acabó con su vida. La primera es porque carece de dignidad y de valentía. La segunda es porque pretende generar más dolores de cabeza a sus enemigos.

Hussein sabe demasiadas cosas. Una es que durante los próximos meses los medios de comunicación masiva se seguirán ocupando de él y, en el futuro, la historia dedicará algunas páginas a su persona. Para todos los que han ostentado el poder con tanta enfermedad, la fama -buena o mala- y la publicidad son renglones vitales.

Hussein sabe que su pervivencia pone nuevamente a prueba a Occidente, sabe que la invasión contra Irak significó el fin de su mandato, pero no la victoria de Bush ni de sus aliados. Sabe también que el Irak dividido por él mismo y ahora por los invasores dará pie a incalculables acciones y comentarios. Sabe que para muchas organizaciones terroristas se convertirá en mártir y está seguro que hará trastabillar por enésima ocasión a Bush y a sus acólitos. En el fondo sabe también que ni Bush ni la ONU ni los tribunales creados ad hoc para este tipo de circunstancias cuentan con los elementos, el poder y la razón suficientes para enjuiciarlo. Incluso, ¿por qué no?, es muy probable que al no haberse suicidado siga generando daño sobre Occidente, ya sea porque proliferen nuevas formas de terrorismo o, bien, al mostrar cuán profunda es la ineptitud del trío de marras. Para Bush, Saddam se ha convertido en una papa caliente: ¿qué hacer con él y qué no hacer en Irak?

Si seguimos el razonamiento previo a la guerra, Bush tendrá que demostrar, tras la pírrica batalla y captura del homicida, tres cosas: que escondía armas biológicas; que la población iraquí vive y vivirá una nueva y mejor época, y que el mapa del fanatismo y terrorismo mundial no sólo no seguirá en aumento, sino decrecerá. De no cumplirse esas hipótesis, la figura rectora de Estados Unidos y de sus aliados seguirá menospreciándose, al menos, en las mentes de los librepensadores.

Es cierto, Hussein no se suicidó porque es cobarde, pero también es cierto que decidió no hacerlo porque sabe que hundirá aún más la triste imagen del trío y de sus aliados. 




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