El editorial que La Jornada le dedica hoy a la patética y violenta figura de José María Aznar:
España: el peligro se llama Aznar
La semana pasada el gobierno que preside José María Aznar decidió impulsar una reforma al Código Penal para establecer penas hasta de cinco años de prisión y de entre seis y 10 de inhabilitación a las autoridades que convoquen a referéndum. La iniciativa tiene destinatario concreto: el presidente de la Comunidad Autónoma Vasca, Juan José Ibarretxe, quien ha anunciado un plan para consultar a los vascos si desean constituirse en Estado libre asociado a España.
Con excepción del gobernante Partido Popular (PP), el conjunto de la clase política española reaccionó con indignación y vergüenza al intento aznarista de criminalizar la propuesta del lehendakari para resolver el conflicto vasco en forma pacífica y en el marco del Estatuto de Guernica (que se conoce como Plan Ibarretxe).
Hasta el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), rotundo enemigo de cualquier perspectiva de autodeterminación de las comunidades autonómicas que conforman el Estado español en su actual configuración constitucional, se ha visto obligado a reconocer, por voz de su dirigencia, que la iniciativa de Aznar es un "esperpento legal" y un "atentado contra la democracia". El líder de Izquierda Unida en el País Vasco, Javier Madrazo, sintetizó el dilema de los demócratas en la hora actual de España: "O paramos a esta derecha cavernícola y reaccionaria, o acabará definitivamente con la democracia".
Es preciso recordar, sin embargo, que este empeño de Aznar por impedir la libre expresión de los vascos con la amenaza de llevar a su presidente a la cárcel es sólo la más reciente de una serie de medidas antidemocráticas, represivas y totalitarias adoptadas por las instituciones ejecutivas, judiciales y legislativas de Madrid, que pasa por la proscripción del independentismo político vasco y de sus medios informativos, la persecución creciente de las ideas de soberanía y el afán oficial por homologar con el terrorismo etarra al conjunto de las corrientes nacionalistas del País Vasco, incluyendo al gobernante Partido Nacionalista Vasco (PNV, de tendencia democristiana).
Esta alarmante ofensiva totalitaria, que huele a franquismo resucitado, está condenada a colisionar, más temprano que tarde, con los regionalismos que conforman el conjunto del Estado español, el catalán en segundo lugar después del vasco. En la medida en que los gobernantes del PP -que disponen de mayoría en el Senado y que posiblemente consigan, por ello, la aprobación a las referidas reformas al Código Penal- se empecinan en declarar ilegales y penalizar las posiciones políticas que no son de su agrado, cierran las posibilidades de participación legal y abonan, con ello, el terreno de los violentos, como es el caso de los etarras.
Desde esa perspectiva, el liderazgo de Aznar debería tener la sensatez de verse en el espejo de Slobodan Milosevic en la Yugoslavia de fines de los años 80: al reprimir en forma ilegal y totalitaria los nacionalismos croata, esloveno, y posteriormente bosnio y kosovar, el ex gobernante de Belgrado logró el efecto contrario al deseado y provocó, a fin de cuentas, la desintegración de su país en medio de cruentas y terribles guerras.
Pero no es la política exterior el único ámbito en el que Aznar conduce a España a la catástrofe. En lo externo, la desastrosa participación del gobierno español en la agresión angloestadunidense contra Irak está provocando una grave ruptura nacional, además de llevar sufrimiento y muerte gratuitos y absurdos a un número creciente de hogares españoles. Para no ir más lejos, el fin de semana pasado siete agentes de la inteligencia gubernamental de Madrid, que realizaban tareas no especificadas para el mando de los invasores en territorio iraquí, fueron muertos en una emboscada cerca de Bagdad. El hecho dio pie a realizar sondeos de opinión que arrojaron un resultado terminante: 68 por ciento de los españoles se opone a la presencia militar de su país en la nación árabe.
Pero en este tema, como en muchos otros, Aznar y los suyos parecen dispuestos a actuar en contra de la opinión mayoritaria de la sociedad. Tal actitud no es precisamente un rasgo característico de gobiernos democráticos, sino de regímenes autoritarios. Cabe esperar, finalmente, que la ciudadanía española sea capaz de deshacerse de unos gobernantes que amenazan en forma tan clara y contundente a la democracia que tantos esfuerzos y tantos sufrimientos le ha costado conquistar y mantener.
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