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domingo, 24 de agosto de 2025

Martínez | Ni Stauffenberg ni Hitler

Seguimos esperando al Pantheon de París, seguimos esperando el patio del Bendlerblock.

Desde Naiz Jonathan Martínez le ha enmendado la plana a Alberto Alonso, el niniísta titular de Gogora, la cosmopaleta institución de la CAV con la que los jeltzales y sus compinches sociatas buscan preservar viva la impronta del genocida Francisco Franco:


Ni Stauffenberg ni Hitler

Jonathan Martínez

Era 1944 en un Berlín en blanco y negro. De madrugada, en el patio del Bendlerblock, un pelotón de fusilamiento abrió fuego contra los traidores que habían intentado matar al Führer. El líder de la conspiración se llamaba Claus von Stauffenberg. Su delito era haber depositado una maleta explosiva en la sala de conferencias donde debía celebrarse un encuentro entre oficiales. Murieron cuatro hombres. Adolf Hitler salió ileso. La guerra pasó y los traidores de aquel tiempo son los héroes de ahora. «Hay momentos en que la desobediencia es obligatoria», diría Angela Merkel tres cuartos de siglo más tarde.

El acto de desagravio, animado por los reclutas del Ejército alemán, se celebró en el mismo patio de los fusilamientos. Hubo desfiles con banderas, armas largas y músicas marciales. Durante la ofrenda floral, la canciller alemana reivindicó el «derecho a la resistencia» y llamó a proteger el recuerdo de los conjurados. «Al seguir su conciencia, demostraron ser verdaderos patriotas». Claus von Stauffenberg cuenta con un lugar preferente en el Memorial de la Resistencia Alemana. Al contrario, el búnker donde murió Hitler fue reducido a escombros y convertido en aparcamiento para que nadie tuviera la tentación de convertirlo en un vulgar Valle de los Caídos.

Aquel mismo año, el año en que Alemania rendía honores a Stauffenberg, Covite llevó a Sortu ante la Audiencia Nacional como responsable de un tributo público a José Miguel Beñaran, Argala. La acusación contemplaba un delito no probado de enaltecimiento del terrorismo y humillación a las víctimas. La víctima humillada, en este caso, sería Luis Carrero Blanco. El asunto se complica si consideramos que Argala murió en un atentado ejecutado por los hombres del almirante. Pese a las evidencias, el Estado español concede a Carrero Blanco la condición de víctima, pero se la deniega a Argala. La asimetría es elocuente.

El atentado contra Carrero Blanco fue el único magnicidio exitoso contra un jefe de Gobierno activo del eje Madrid-Berlín-Roma. Hoy Italia celebra a los partisanos que enfrentaron el fascismo igual que Alemania celebra la resistencia armada contra los nazis. Aunque el PP comparte filiación con la CDU de Merkel, nadie imaginaría a Núñez Feijóo en una ofrenda floral a Argala. En primer lugar, porque los tribunales españoles proscriben la memoria de Argala. En segundo lugar, porque el PP ha preferido rendir sus respetos a Carrero Blanco frente al monumento que lleva su nombre en Santoña.

Al calor de la ofensiva contra Txiki y Otaegi, Gaizka Fernández Soldevilla trata de zanjar la polémica imponiendo un juego de suma cero entre opresores y oprimidos: tanto Carrero Blanco como Argala son «victimarios-víctimas» y no merecen ninguna loa. El semiólogo Roland Barthes detectaría aquí un viejo truco argumental de la derecha: el ninismo. Se trata de plantear dos contrarios con el fin de equipararlos y rechazarlos al unísono. Ni Argala ni Carrero Blanco, ni partisanos ni Mussolini, ni Stauffenberg ni Hitler, ni Malcolm X ni el Ku Klux Klan. Cuando es incómodo elegir, dice Barthes, se huye de la realidad para quitar la razón a las dos partes.

Resulta que Txiki y Otaegi responderían a la figura de «victimarios-víctimas», aunque solo sea posible tildarlos de terroristas bajo los términos legales de la dictadura. Los tribunales militares del tardofranquismo tienen su precedente inmediato en las leyes de bandidaje que utilizó Franco contra los maquis. La referencia no es ociosa. En 2011, el Gobierno español extendió el alcance de la ley de víctimas hasta 1960 para dar cobertura al bulo que atribuía a ETA la muerte de Begoña Urroz. No calcularon que en enero de aquel mismo año había muerto un guardia civil durante una emboscada contra una guerrilla republicana. Y la familia del benemérito pidió reconocimiento e indemnización.

La memoria oficial ampara ya al teniente Francisco de Fuentes como primera víctima del terrorismo. Los maquis Francisco Conesa, Antoni Miracle, Rogelio Madrigal y Martín Ruiz murieron a tiros en aquella celada, pero la Ley 29/2011 no los distingue como víctimas. Al contrario, señala como victimarios a una estirpe de soldados que lucharon en las trincheras del 36 y cuyos cadáveres aún se reparten por las cunetas. No sabemos si Alberto Alonso, director de Gogora, entiende que los combatientes del Eusko Gudarostea merecen nuestra reprobación por haber utilizado, como Txiki y Otaegi, «las mismas herramientas que utilizó la dictadura, que eran la violencia, el terror y el miedo».

¿Hay algún militante antifranquista que sea acreedor de nuestra simpatía? Consuelo Ordóñez ha encontrado la víctima perfecta, Enrique Ruano, que contribuyó al advenimiento de la democracia «sin utilizar la violencia». No se me ocurre una elección más desatinada. Ruano cayó por la ventana cuando se encontraba bajo custodia policial en un piso de Madrid donde se había escondido su amigo Ángel Artola, ex militante de ETA torturado por Melitón Manzanas. Si Covite da por buena la legalidad de Franco para tachar de terroristas a Txiki y Otaegi, debe aceptar también el sumario que incrimina a Ruano por su estrecho vínculo con un «miembro de ETA en activo».

¿Incluirá Covite los elogios de Consuelo Ordóñez hacia Ruano en sus informes sobre actos de apoyo a ETA? Sería una extravagancia. De hecho, Covite dedicó una losa en Gasteiz al torturador del amigo de Ruano. Tampoco denunciará los homenajes a Mario Onaindia, exdirigente de ETA-pm y del PSE-EE que defendía así su activismo armado: «Para nosotros la violencia tenía justificación porque el franquismo era un régimen político que se basaba en una victoria militar». Hubo un tiempo en que Txiki y Otaegi eran para el PSOE «jóvenes que quieren un futuro libre, democrático y justo». Nada de equilibrios imposibles para legitimar un régimen que se negaba a morir entonces y que se empeña en vivir ahora.

 

 

 

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