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jueves, 2 de enero de 2014

Frabetti | El Fascismo del Siglo XXI

Este texto ya es del año pasado, pero nos pareció importante compartirlo con ustedes en este inicio del 2014, un año crucial para la humanidad.

Fue publicado en la página de Rebelión, aquí lo tienen:

Carlo Frabetti

Resumen de la ponencia presentada en la mesa redonda Crisis capitalista, fascismo y poder popular organizada por Red Roja en el marco de las Jornadas de la Coordinadora Antifascista el 8 de noviembre de 2013

Si hubiera que definir el fascismo en pocas palabras (en dos palabras, que es la definición mínima, pues una sola palabra no sería una definición sino un sinónimo), cabría decir que un fascista es un burgués asustado.
Tal vez parezca una definición muy amplia, que situaría el número de fascistas, solo en el Estado español, en el orden de los millones o las decenas de millones; pero puesto que el capitalismo es la matriz del fascismo y el fascismo es la ultima ratio del capitalismo, cualquier persona que asuma las normas y valores del sistema se convertirá en un fascista en potencia, cuando no en acto.
Y si el fascista es un burgués asustado, ¿qué es lo que lo asusta? En principio, la inseguridad, la posibilidad de perder sus privilegios de clase, su mezquino “bienestar”; pero este miedo, en el fascismo -y esta es una de sus características más definitorias y definitivas- se materializa en un Gran Enemigo, un enemigo interno o externo en el que se ve la causa de todos los males y al que hay que destruir a toda costa. Un enemigo taimado y perverso con el que no se puede dialogar ni negociar, un enemigo homologable con el mal absoluto, es decir, demoníaco. La mitificación y demonización del enemigo ha sido siempre y sigue siendo una de las más claras señas de identidad del fascismo.
En el caso concreto del fascismo español, ese enemigo demoníaco fue durante cuatro décadas el comunismo (y pronto volverá a serlo). Tras la farsa de la “transición democrática” y la domesticación del comunismo institucional, el papel de demonio se transfirió a la violencia disidente (lo que el poder llama “terrorismo”), y muy concretamente a ETA. Pero tras la práctica desaparición de la “amenaza terrorista”, lo que el poder llama “extrema izquierda” (es decir, la izquierda real) pronto recuperará sus cuernos diabólicos, y un observador atento se dará cuenta de que ya empiezan a despuntar (en este sentido, es notable -aunque nada sorprendente- el paralelismo entre el fascismo español y el estadounidense, que también empezó demonizando el comunismo para, tras el desmembramiento de la Unión Soviética, convertir el “terrorismo islámico” en el nuevo demonio; y, siguiendo con el paralelismo, es previsible que también en Estados Unidos, y teniendo en cuenta lo que está ocurriendo en Latinoamérica, el comunismo recupere pronto sus cuernos).
Pero el fascismo -la burguesía asustada- no se conforma con inventarse un Gran Enemigo a la medida de su cobardía, sino que ve amenazas por todas partes, en todo lo diferente; todo lo que pone en cuestión las normas y valores en que se basa su ficticia seguridad le provoca un miedo irracional y exasperante, una auténtica fobia patológica. Por eso el fascista es xenófobo, racista y sexista; por eso es dogmático, violento y autoritario, tanto en un sentido activo como pasivo: quiere imponerse por la fuerza, pero también quiere someterse a una autoridad indiscutible; como señaló Erich Fromm, el miedo del fascista es en gran medida miedo a la libertad (tanto a la libertad ajena como a la propia).
¿Y dónde están los fascistas del siglo XXI? ¿Quiénes son? Al oír, hoy, la palabra fascismo, tendemos a pensar en organizaciones de extrema derecha e individuos fácilmente reconocibles por sus signos externos: cruces gamadas, banderas preconstitucionales, consignas xenófobas, agresiones brutales… Pero, sin minimizar la gravedad de estas expresiones extremas, el verdadero problema hay que verlo en el profundo arraigo del fascismo en todos los estamentos y niveles de nuestra sociedad; un arraigo tan profundo que, de alguna manera y en alguna medida, afecta a la gran mayoría de la población y se manifiesta en conductas y actitudes que tendemos a considerar “normales” (y por desgracia lo son en el sentido estadístico del término). Entre los rasgos más arraigados y preocupantes de esta generalizada fascistización de la sociedad, cabe destacar los siguientes: el dogmatismo, la competitividad exacerbada, el machismo, el racismo y la xenofobia, el puritanismo y el carnivorismo.
Dogmatismo
La palabra “dogma” remite directamente a la religión, y tendemos a considerar que quienes no acatan la doctrina y la autoridad de la Iglesia, o de cualquier otra institución religiosa, se libran del dogmatismo; pero, lamentablemente, no es así. Toda creencia inamovible, toda convicción inasequible a la discusión o la crítica, toda verdad que se tiene por absoluta supone, en última instancia, una forma de dogmatismo. Y solo la ciencia -y no siempre- es plenamente coherente con la noción de que no hay verdades absolutas y definitivas, sino únicamente interpretaciones provisionales más o menos eficaces. Por eso Marx y Engels propugnaron un socialismo científico, y por ende libre de dogmas. Y por eso tenemos que seguir trabajando en esa línea para lograr, entre otras cosas, que el marxismo deje de ser, como lo es para muchos izquierdistas, una doctrina en lugar de una herramienta.
Competitividad
Como en los demás animales gregarios, la conducta del ser humano con respecto a sus semejantes -es decir, su conducta social- se mueve a lo largo del eje colaboración-competencia.
Los lobos colaboran para cazar y luego se disputan el mejor bocado; pero la colaboración siempre prevalece sobre la competencia, y las peleas entre lobos rara vez tienen un desenlace fatal (decía Hobbes, citando a Plauto, que el hombre es un lobo para el hombre; ojalá fuera cierto). Pero el capitalismo, al identificar el éxito con la acumulación de poder y riquezas, exacerba la competencia hasta extremos que resultan desestructurantes para el individuo y autodestructivos para la especie. Para la lógica capitalista, que es la matriz del fascismo, triunfar es estar por encima de los demás y tener más que los demás (en lugar de ser más con los demás). Y esta lógica perversa se manifiesta en fenómenos tan aceptados socialmente como los deportes agonísticos o el tan cacareado “espíritu olímpico”. Cuando el deporte deja de ser una mera combinación de juego y ejercicio y se convierte en violencia ritualizada, en una batalla en la que el principal objetivo es derrotar a un adversario (“¡A por ellos!”), lo que debería ser un sano entretenimiento se convierte en una aberración.
Machismo
Patriarcado, capitalismo y fascismo son inseparables y se generan (y re-generan sin cesar) mutuamente. Gracias a las luchas, a menudo heroicas, y al trabajo teórico del feminismo -la principal fuerza transformadora del siglo XX y lo que va del XXI- la situación ha cambiado mucho en las últimas décadas; pero el machismo sigue siendo una de las mayores lacras, si no la mayor, de casi todas las sociedades. El miedo a lo diferente, a lo ajeno, a lo otro, que es una de las características básicas del fascismo, llega al extremo, en el fascista varón (y la mayoría de los fascistas son varones), de incluir en su rechazo irracional la irreductible otredad de lo femenino. Pero aunque solo los fascistas declarados suelan ser conspicuamente machistas, no nos engañemos: todos los varones (y no pocas mujeres) lo somos en alguna medida. Y, por supuesto, entre las manifestaciones más repugnantes del machismo hay que incluir la homofobia.
Racismo
En una de las dependencias del Memorial del Holocausto de Jerusalén hay dos puertas de salida con sendos rótulos; en uno pone “Personas sin prejuicios raciales” y en el otro “Personas con prejuicios raciales”. Naturalmente, todos intentan salir por la primera puerta; pero no pueden hacerlo, pues está cerrada con llave. Y si alguien le pregunta a los empleados del museo por qué está cerrada esa puerta, le contestan: “Porque las personas sin prejuicios raciales no existen”. Valga en este caso lo dicho sobre el machismo: en las últimas décadas se ha avanzado mucho en la lucha contra el racismo y la xenofobia; pero, de alguna manera y en alguna medida, el recelo ante lo étnica y culturalmente distinto sigue vivo en la inmensa mayoría de la gente.
Puritanismo
En el puritanismo confluyen el miedo a lo diferente (y una forma de ser diferente es no acatar la moral sexual cristiano-burguesa), el autoritarismo represor y el machismo. El machismo, sí, pues el puritanismo expresa, ante todo y sobre todo, el miedo a la libertad sexual de las mujeres y el deseo de reprimirla. Y una forma de puritanismo especialmente preocupante, en la medida en que afecta incluso a algunos sectores de la izquierda, es la criminalización de la prostitución y las consiguientes medidas o propuestas abolicionistas. La prostitución es una lacra social, como lo son (aunque de distinta manera), el alcoholismo, el tabaquismo u otras drogodependencias; pero la criminalización y el abolicionismo represivo, tanto respecto a la prostitución como a las drogas, son puro fascismo.
Carnivorismo
El carnivorismo, perfecta metáfora (o metonimia) del capitalismo depredador y de la sociedad de consumo, es una aberración ética, dietética, económica, ecológica y sanitaria, y por ende política. Producir un kilo de proteína animal supone el gasto -el despilfarro- de hasta diez kilos de proteína vegetal, con lo que también se decuplica el consumo de agua y de energía. Decía Isaac Bashevis Singer (que sufrió en carne propia los rigores del nazismo) que con respecto a los animales todos somos nazis. Y mientras no superemos esta forma resistente y ampliamente generalizada de fascismo interespecífico, no podremos transformar radicalmente la sociedad. El socialismo, única alternativa a la barbarie capitalista, no puede ser dogmático, ni violento, ni machista, ni xenófobo, ni racista, ni puritano, y tampoco puede ser consumista, ni carnívoro, ni especista.
Antes de que empecéis a lanzarme a la cabeza objetos contundentes, aclararé que no estoy diciendo que todos los carnívoros, los aficionados al fútbol o los que consumen más de lo necesario (que en los países ricos somos la inmensa mayoría) sean fascistas. Sencillamente, hay conductas y actitudes que tienden a perpetuar el orden establecido y otras que tienden a transformar la sociedad. Y en este sentido, como decía Sartre, todos somos medio cómplices y medio víctimas del sistema (aunque no hay que entender lo de medio y medio en el sentido literal del cincuenta por ciento: algunas personas son muy cómplices y muy poco víctimas, y viceversa).
Y aunque no esteis de acuerdo con algunos de mis argumentos, espero que sí lo esteis sobre la necesidad de que la izquierda reflexione a fondo sobre estas y otras cuestiones básicas, incluyendo en dichas reflexiones una autocrítica sistemática y rigurosa. Solo así podremos derrotar al omnipresente fascismo del siglo XXI y controlar al pequeño fascista que llevamos dentro.





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