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martes, 31 de mayo de 2005

Analizando el Proceso de Paz

Este texto ha sido publicado en La Jornada:

Luis Hernández Navarro

Madrid. Los procesos de paz tienen dos momentos críticos fundamentales: inicio y conclusión. Durante estas dos fases los actores que los objetan se empeñan en descarrilarlos. Primero, buscando que aborte; en su última etapa, procurando que no se firmen.

No todas las fuerzas que dentro de una sociedad sacudida por un conflicto armado dicen querer la paz están comprometidas con ella. El fin de la violencia trae necesariamente ganadores y perdedores. Y no es extraño que los perdedores se empeñen en reventar la negociación por cualquier vía.

El comienzo del diálogo de paz entre el gobierno español y ETA no ha sido la excepción a esta sencilla regla. En un acto que pareció ser una provocación para reventar el arranque del proceso, Arnaldo Otegi, dirigente de la proscrita organización política Batasuna, fue encarcelado por un juez. Liberado bajo fianza, fue detenido luego de ser citado para explicar su presunta participación en el financiamiento de la organización independentista a través de las herrico tabernas.

El diálogo de paz siempre y cuando ETA deje las armas fue aprobado en el parlamento español por todos los partidos excepto el derechista Partido Popular (PP). Desde entonces esta agrupación política, que no se ha repuesto de la derrota electoral que sufrió el año pasado, ha procurado por todas las vías frenar el proceso.

Los disparos contra el diálogo no provienen, sin embargo, sólo de la oposición de derecha. José Bono, actual ministro de Defensa, españolista y miembro distinguido de la generación de militantes del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) desplazada por la llegada de José Luis Rodríguez Zapatero, declaró a El País que tiene "más confianza en la Guardia Civil que en la negociación".

Las encuestas muestran que más de 60 por ciento de los ciudadanos del Estado español están de acuerdo con la iniciativa. Hecho notable si se considera que en los últimos años se puso en marcha desde el gobierno de José María Aznar una campaña de crispación política y criminalización del nacionalismo vasco que asfixió y envenenó la atmósfera pública, al tiempo que estimuló la formación de un clima favorable para el crecimiento de un nacionalismo excluyente y autoritario.

La apuesta por capitalizar este ambiente, acusando a ETA de ser la responsable de los atentados terroristas del 11 de marzo de 2004 en Madrid, al margen de cualquier evidencia, provocó en parte la derrota electoral del PP. La sociedad española rechazó la burda manipulación, como antes se había opuesto a la participación de su país en la guerra. A pesar de ello, la derecha española sigue insistiendo en su estrategia de polarización y encono alrededor del contencioso vasco. De acordarse la paz sufriría un irreparable descalabro político.

La vía de la negociación para solucionar conflictos armados internos puede avanzar cuando las partes enfrentadas comparten la convicción de que las condiciones para solucionar sus demandas por el camino de la violencia no son viables. Puede ser también una maniobra de una de las partes para ganar tiempo, reorganizarse y acumular fuerzas, antes de intentar un nuevo ataque.

ETA ha sufrido importantes golpes policiaco-militares en los últimos años. Centenares de sus militantes están encarcelados. Su desprestigio es enorme. Conserva, sí, cierta capacidad operativa, como pudo verse en el más reciente de sus atentados realizado en Madrid, probablemente para demostrar que no está derrotada. Además, su base social -una parte muy importante del nacionalismo vasco de izquierdas- tiene un enorme peso, incluso electoral. Lo que hoy está en disputa es, precisamente, el futuro político de esa parte de la sociedad vasca a la que no se ha podido vencer política y, mucho menos, culturalmente.

Rodríguez Zapatero fue un candidato al que muy pocos consideraban con posibilidades reales de ganar el gobierno español. Sin embargo ganó. Su triunfo, empero, lo ha colocado a dos aguas. Por un lado ha debido hacer importantes concesiones a la generación del PSOE manchada con la corrupción, los crímenes políticos y la derechización. Por otro, ha respondido a las demandas de quienes votaron por él y a la generación más joven de dirigentes de su partido influidos por las movilizaciones contra la guerra.

El primer ministro español necesita construirse una base social propia y lo está haciendo. Sacó al ejército español de Irak (aunque reforzó su participación en Afganistán), regularizó temporalmente la estancia de más de 700 mil migrantes indocumentados, legalizó las uniones de parejas homosexuales, modificó la política española hacia América Latina en lo general y hacia Venezuela en particular y emprendió una reforma educativa que frenó y revirtió parte de la contrarreforma de la derecha. Aunque desde la izquierda se han hecho críticas a estas medidas, han marcado una diferencia con los gobiernos de derecha.

El inicio del diálogo de paz sobre el conflicto vasco tiene que ser visto como parte de este impulso por poner a tono la política gubernamental con las demandas de la sociedad española. Si es evidente que la estrategia terrorista de ETA ha fracasado, también lo es que la vía policiaca para acabar con ella no ha tenido éxito. Si el proceso de paz avanza, Zapatero desmantelará un espacio de intervención privilegiado de la derecha y el nacionalismo de izquierda político radical podrá consolidar y expandir su influencia en el movimiento social.

Lo que suceda en este diálogo en el Estado español no es ajeno a México. La estrategia de crispación fue exportada a nuestro país por la derecha y hecha suya por el gobierno federal e importantes intelectuales. El derecho de asilo sufrió importantes ataques. El diálogo podría ayudar a que los atropellos que se han cometido contra nacionales y extranjeros dentro de nuestro territorio sean reparados.
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