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sábado, 2 de mayo de 2020

Las Albóndigas de la Abuela

En nuestra serie de publicaciones acerca del fenómeno denominado 'indefensión aprendida' hemos incidido en la utilización que se hace de los medios de comunicación masiva con el objetivo de llegar a un fin, desmovilizar a las masas.

De eso y un poco más nos habla este artículo publicado en la página Cuarto Poder:


Santiago Alba Rico

Confieso con un poco de vergüenza que desde hace años no veo la televisión y que, cuando la he visto, lo he hecho desde fuera, por disciplina antropológica y con la fascinación del neófito. Así que me he enterado solo de refilón del affaire “Sálvame” y de la gloriosa intervención de Jorge Javier Vázquez. Pero he leído algunos tuits y algunos textos alineados con la izquierda en la que me reconozco que me obligan a aceptar la importancia política y social de ese espacio televisivo y del antagonismo escenificado en él estos últimos días. Uno de esos artículos, de Amadeu Mezquida, me ha parecido particularmente interesante y convincente, aunque me ha dejado también un poco preocupado. Mezquida, en un pasaje de su apología de “Sálvame”, expresa su asombro por “los que han descubierto ahora que Jorge Javier Vázquez es de izquierdas” y por “los que me despreciaban por ver Telecinco y hoy lo sacan en hombros como si fuera el Che”. Como no me encuentro en ninguno de los dos casos, permítaseme el atrevimiento de decir dos palabras, aclarando que mi reflexión va más allá de la justa advertencia de Mezquida y del “MerlosGate” en concreto.

Me preocupa un poco ese razonamiento muy extendido según el cual “llamar telebasura a la televisión que ve la mayor parte de los españoles sería despreciar a la mayoría social”. Es el mismo argumento, por cierto, que ha utilizado Ayuso para defender el catering de Telepizza servido a los niños madrileños con derecho a comedor escolar: que hablar de comida basura -la única a la que puede acceder, por cierto, el sector menos favorecido de la población- supone despreciar a los que se la comen. ¿Es despreciable el que se la come o el que se la da? Respecto de la televisión y para evitar ese “desprecio elitista”, Mezquida sugiere evitar el término televisión basura y hablar de “programas de entretenimiento”, como si no pudiera entretenernos la basura o como si no nos entretuviera, desde los albores de la humanidad, sobre todo la basura. O como si dejarse entretener, que no es malo en sí mismo, contuviera algún valor político emancipatorio adicional. Creo que tenemos un problema si, frente al ascético puritanismo de cierta izquierda tradicional y en nombre del anti-elitismo, la izquierda en la que me reconozco se dedica a cambiar el nombre de las cosas. Que haya que disputar la suerte del mundo en la televisión no debería llevarnos a intentar dignificar el campo de batalla. Al contrario; que haya que disputar ahí la hegemonía cultural, y no ya en las escuelas, las fábricas y los parlamentos, dice mucho acerca del mundo en el que vivimos: el de un capitalismo de consumo que convierte enseguida todo lo que toca en basura, en el sentido muy estricto de algo que, si puede hacernos engordar, ya no puede alimentarnos. 

El riesgo de hacer de necesidad virtud es el de que, asociando la cultura al elitismo o al ascetismo puritano, acabemos dejándonos llevar a un populismo de “nuevos ricos”, como cuando los libertos adinerados de tiempos de Nerón, frente a la cultura de sus ex-amos, despreciaban a Homero en grandes fiestas de un gusto obscenamente kitsch. Esa figura encarnada por el Trimalción de Petronio la podemos reconocer más recientemente en personajes como Gil y Gil o Berlusconi (quien, por cierto, transformó Italia a finales de los 80 a través del modelo televisivo de Tele5). Si nos “dejamos llevar” por ese populismo de “nuevos ricos” acabaremos defendiendo, sin darnos cuenta, como la derecha que combatimos, el irracionalismo, el anti-intelectualismo y la incultura. Hay que recordar que los que dominan el mundo no ven esos programas; los crean. No ven la televisión; la poseen y la explotan económicamente.

Hay que hacer, pues, un ejercicio de frónesis aristotélica: en términos de gusto hay impulsos internos que debemos inhibir y otros que debemos liberar. Reprimidos primero por la iglesia, luego por la izquierda puritana, me da miedo que acabemos aceptando como saludable, y reivindicando con orgullo, cualquier producto fabricado por el capitalismo que guste a las mismas clases populares a las que el capitalismo ha privado de buenos trabajos, buenos salarios, buenas viviendas, buenas escuelas y buenos medios de comunicación. Entre la prohibición de la masturbación y la celebración de las manadas que violan en los portales, hay un término medio que se llama libertad sexual. Entre la represión “anticapitalista” del placer del fútbol o del reggaeton y la defensa política de los espectáculos de gladiadores hay un término medio que se llama cultura popular. Hemos inhibido tantos placeres inocentes por adoctrinamiento político que, por reacción, hemos acabado por convencernos de que cualquier cosa que nos guste es políticamente buena. No es así. No hace falta que lo sea. Basta con que sea inofensiva.

Me parece que con demasiada frecuencia se incurre en el error de considerar que, frente a la alta cultura, construida en términos de clase y por medios artificiales, la cultura popular expresaría una autencicidad y espontaneidad mucho más respetables. Pero no. La cultura popular también se construye y el gusto, además, se educa. No estoy pensando en clases de latín para todos, seminarios sobre Heidegger y ciclos de Tarkovski. ¡Estoy pensando en las albóndigas de la abuela! Cualquiera que haya probado las albóndigas de la abuela querrá volver a ellas, incluso si de vez en cuando pasa por un Burger King; y cualquiera que haya probado una pizza en una trattoria popular de Nápoles querrá conservar ese sabor, aunque de vez en cuando pida esa cosa que llaman con el mismo nombre en Telepizza. Como bien decía Chesterton, las clases populares no quieren comer caviar porque prefieren las lentejas. ¡Pero quieren unas buenas lentejas! Si no han probado las albóndigas de la abuela -y ni siquiera tienen tiempo para pensar en ellas y menos para cocinarlas- entonces es muy probable que acaben apreciando como un manjar exquisito cualquier alimento manufacturado con cartílagos de gallina o rótulas de vaca, y más si va acompañado además de unas universales patatas fritas. Si no tenemos ni siquiera el recuerdo de esas albóndigas, ¿cómo defenderlas? Como decía Pascal en otro terreno: perdido nuestro verdadero bien, todo es nuestro verdadero bien. Perdidas las albóndigas de la abuela todo son las albóndigas de la abuela.

Las albóndigas de la abuela, como La Montaña Mágica de Thomas Mann, exigen ser compartidas. La televisión basura, en cambio, se ve en solitario, para sacudirse la fatiga y -derecho inalienable- dejar de pensar. Si genera una simultaneidad comunitaria de millones de personas (de ahí su papel decisivo en la batalla cultural), no tiene, sin embargo, nada de kantiana. El espectador de tele-entretenimiento se sacia en sí mismo y, si comenta y difunde alguna imagen en las redes, no exige al mundo que comparta con él ese placer; lo hará, en todo caso, con sus afines ideológicos o los miembros de su tribu digital. La gente acude a la pantalla sin que nadie la empuje, lo que es en realidad inquietante, pues este “empujón” es decisivo en términos culturales. Soy muy tolerante con mi hijo, al que no exijo que vea Tele5; soy muy intolerante, en cambio, si se trata de La montaña mágica. No se puede leer a Thomas Mann sin desear imperiosamente, y reclamar fanáticamente, un universo común en el que todo el mundo lea a Thomas Mann. Lo mismo pasa, por cierto, con Rosalía o -más de mi generación- con Camarón.

Es verdad que, parafraseando al añorado Krahe, “no todo va a ser pensar”. También hay que follar y votar y cruzar la calle Núñez de Balboa y reirse y admirar y juzgar. Sobre todo juzgar. En los años 80 y 90 escribí numerosos textos criticando una televisión cuyos contenidos hoy nos parecerían inocentes y casi austeramente trentinos. Pero mi crítica tenía que ver precisamente con lo que la televisión da, no con lo que quita o impide. Tiene que ver con el hecho de que la televisión de entonces, como los programas del corazón de ahora, subrogan toda una serie de funciones antropológicas elementales. Me ciño a dos: la soledad encuentra en la pantalla una familia (¿cómo no considerar a Belén Esteban un miembro de nuestra familia?) y la capacidad de juicio, privada de todo campo de intervención real, encuentra a su vez un objeto de valoración moral. En la televisión estamos en casa y en la televisión saciamos nuestra necesidad de sumarísima moralidad castiza. Los programas del corazón en concreto nos devuelven, manufacturado, un mundo antiguo no desdeñable: recuperamos a la familia (después de haber luchado tanto contra ella) y arreglamos, al menos mentalmente, los problemas de los demás a través de alineamientos morales y afirmaciones éticas ya imposibles en el mundo real.

¿Se puede ser culto y de izquierdas y disfrutar sin daño de la telebasura? Claro que se puede. De hecho solo se puede disfrutar sin daño de la telebasura si uno es previamente culto y de izquierdas. He hablado antes del “populismo de nuevo rico”; encuentro también un cierto elitismo en la reivindicación izquierdista de los programas del corazón. O, mejor dicho, una superioridad objetiva que tiene que ver con el acceso en paralelo a otras formas de cultura. Si uno ha probado las albóndigas de la abuela, no hay problema en disfrutar de vez en cuando de una maxiburger del McDonald’s. Si uno ha leído a Thomas Mann, a Kafka, a Proust, y además a Weber y a Thompson, no hay ningún peligro en tragarse con placer una novelita de Paulo Coelho. Lo mismo con el cine. Y lo mismo, decía Pasolini, con la droga: puede uno permitirse drogarse si es culto y de izquierdas, pero no si vives en una chabola, nadie te ha amado en tu vida y no has ido nunca a la escuela. Pasolini no decía esto contra la droga sino contra las condiciones sociales y económicas en las que la droga no solo hacía daño a los cuerpos más vulnerables sino además a la cultura popular que tanto amaba.

¿Qué es lo que debemos reprimir y qué es lo qué debemos liberar en nuestro “gusto”? Eso es también una cuestión política fundamental. Apuesto quizás por un mundo en el que se generen las condiciones sociales necesarias que permitan a todo el mundo comer las albóndigas de la abuela y leer a Thomas Mann; y en las que podamos, por tanto, comer y leer otra cosa, incluso una porquería, si así nos apetece. En ese mundo habrá cultura popular, como siempre la ha habido; habrá, de hecho, más cultura popular, pues llamamos “popular” a cosas que tienen que ver menos con la cultura auto-elaborada en común de Pasolini que con las mercancías solipsistas y chapuceras fabricadas por ricos que la desprecian (la cultura popular). En ese mundo por el que apuesto habrá buenas lentejas, buenos chistes, buenas canciones y buenos programas de entretenimiento; y si alguna vez nos permitimos la basura (y lo haremos, porque no solo de pan y de Quevedo vive el hombre) no permitiremos, en todo caso, que la basura decida nuestro destino político, como nuestro laicismo no permite ya que se decida en las iglesias. No quiero convertir las catedrales en estadios deportivos, como hizo el régimen comunista en Albania; ni quiero convertir los estadios deportivos en museos de la memoria, como sueñan algunos veteroizquierdistas puritanos. Quiero que haya catedrales, estadios deportivos y museos. Lo que no quiero es que se decida en los estadios -y menos en los platós televisivos- la política de nuestro país.

Entre tanto demos la batalla en todas partes, también ahí, y congratulémonos de cualquier victoria obtenida; y saquemos en hombros y por la puerta grande al vencedor. Pero sabiendo dónde estamos y cómo hemos llegado hasta aquí.






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