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sábado, 23 de mayo de 2020

Egaña | Estado de Excepción

Iñaki Egaña hace un análisis del panorama social y político actual generado por las medidas draconianas diseñadas para darle sustento a la contingencia implementada por los estados en respuesta al alto contagio del SARS CoV-2.

Aquí lo tienen:


Iñaki Egaña

El “estado de alarma” dictado el 13 de marzo por Madrid y el de “emergencia sanitaria”, aprobado diez días después por París, han ajustado un “estado de excepción” descomunal, inusual para españoles y franceses, no tanto para los vascos que ya sufrimos nueve diferentes en la época en que llevar un kaiku de chaqueta o tocar el txistu era sinónimo de separatismo.

Me dirán que no había demasiadas posibilidades para enfrentar el reto mundial, que la situación lo requería, que la toma de decisiones radicales era necesaria para evitar la explosión incontrolada de la pandemia. Cierto. La excepcionalidad se ataca con normas excepcionales. Pero estas pautas deberían tener un sustento mayoritariamente sanitario. Y el principio y el final de las mismas, sin embargo, ha sido policial. Lo sanitario ha sido crucial para evitar el descalabro, pero siempre ha estado al amparo de lo policial.

La imagen, más que cien palabras, abrumó en las ruedas de prensa, con militares, galones y medallas opinando sobre una guerra que tanto Macron como Sánchez anunciaron iban a ganar. Con drones de última generación, con el despliegue del Ejército y la Guardia Civil, con el himno de España a mil revoluciones, sin ningún interés en empatizar sino para demostrar que el territorio está bajo ocupación, el cuadro era, efectivamente, el de una guerra, aunque fuera de baja intensidad. ¿Por qué ese interés en trasladar el centro mediático del terreno sanitario al bélico?

Porque en lo sanitario, el virus había triunfado. Y para azuzar el miedo, sin duda. La pandemia ha generado un miedo exacerbado a la enfermedad, a la muerte. Sobre todo, en esos escenarios donde la religión dejó de ser la clave para ahogar el desasosiego filosófico, donde el camino hacia la nada significa renunciar a lo que ha sido objetivo vital, la propiedad, el dinero y la superioridad social. Una sociedad enlatada en el miedo es manipulable hasta el extremo.

Y esta cuestión nos ha trasladado a un escenario terrible. La ley, la norma, no la hace el pueblo, el cuerpo legislativo en última instancia, sino la Policía. Convertidos en esta situación excepcional en los dueños y señores de calles, viviendas e instituciones, su poder se ha trasformado en el eje del control social. Como ejemplo la circular interpretativa de la Ertzaintza del pase a la fase 0,5 de la Comunidad Autónoma Vasca antes que su plasmación en el BOE.

Hemos habitado en un toque de queda controlado por militares y policías, por cierto, algunos de sus mandos aprovechando su condición para pasarse por el forro las normas que llevaban en su carpeta para aplicar al resto. En las últimas semanas alargado por el cambio de hora, sin serenos que certificaren el cierre de la noche, aunque con agentes circulando en sus vehículos para confirmar la oscuridad. Como si una bomba de neutrones hubiera dejado de lado la vida.

La Policía, autonómica o no, que es la que ha estado imponiendo su ley e impartiendo “justicia”, se ha beneficiado de esas puertas abiertas hacia la dictadura del Ibex que fue la Ley Mordaza. Más de un millón de denuncias en dos meses en el Estado español. Han desalojado centros de gestión okupa, se han vengado de quienes han denunciado su arrogancia, como aquellos que grabaron la detención violenta de una madre y su hijo en la calle San Francisco de Bilbo. Han actuado, no hay que olvidarlo, como habían sido adiestrados.

La conquista policial ha logrado resurgir una plataforma adormilada que, en algunas fases, como la franquista, fue estratégica para la supervivencia del régimen, la del “chivateo”. Todos esos sectores que observan en el vecino sus carencias, que convierten una anécdota en eje de la lucha contra la pandemia. Un diario hegemónico en ventas en Gipuzkoa, denunciaba recientemente cómo un anciano orinaba en los jardines de Ondarreta, dentro de su horario permitido. Un anciano que, probablemente, habría aguantado lo indecible con los problemas de próstata que origina la edad. La noticia, en cambio, no citaba una resolución del alcalde jeltzale donostiarra, la de cerrar todos los urinarios públicos de la ciudad.

La excepcionalidad ha llegado también a las cárceles. O por mejorar la expresión, ha mantenido y aumentado su ya sistémica frecuencia. La gestión penitenciaria de la pandemia, al contrario que en otros lugares, ha sido la habitual: el entorno carcelario es objetivo de venganzas y complejos políticos. En el Estado francés, las incursiones de la fiscalía para frenar la excarcelación de Jacques Esnal, o la marginación de los presos vascos en la aligeración carcelaria, por razones políticas y no sanitarias, confirma la línea visible.

El estado de excepción ha servido para avanzar en la geolocalización y hacerla ya irreversible. Con la excusa de la pandemia, del cumplimiento de horarios y desplazamientos, con el seguimiento del hilo de la infección, nos llegó desde Oriente la perversión por la que han estado suspirando las elites de Occidente. Un control que llevaba entre nosotros un par de décadas, de forma ilegal o alegal si quieren. Ahora con soporte legal. No hay marcha atrás. Nos han afincado definitivamente en la sociedad orwelliana.

Nos han cartografiado por satélite y nos han asignado un alias, en función de la temperatura corporal, los movimientos de las tarjetas de crédito, nuestras vistas a internet o nuestra orientación sexual. Hemos perdido el alma para convertirnos en una turgencia de algoritmo. La eternidad se ha ubicado definitivamente en la nube.

Las empresas conocidas como Big Tech (Amazon, Apple, Google, Facebook y Microsoft), con el añadido de Saudi Aramco, Alibaba y Tencet, se han ido conformando como el oligopolio tecnológico del control social. Este estado de excepción es un paso más en esa escalada para convertirnos en añadidos de una inteligencia artificial que nos deshumanizará bajo la excusa de la seguridad. Y, como es habitual en las crisis, estos avances en el control social serán afianzados con tanques si hace falta.






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